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CÓMO NEUTRALIZAR LA ARROGANCIA

La desconocida Batalla de Cabañas, un correctivo a los holandeses

A pesar de estar en desventaja, los españoles lograron una victoria significativa gracias a su estrategia y entrenamiento. Aunque minimizada en los registros históricos, esta contienda fue un episodio épico de la historia naval española

Ilustración de Cartagena de Indias, ocupada por los barcos holandeses. (Wikimedia)

«Bien acierta quien sospecha que siempre yerra.»

Francisco de Quevedo.

Un alba temprana de finales de agosto del año 1638, en aguas cercanas a La Habana, una brumosa mañana en el tiempo de los huracanes, se iba a producir una de las batallas más épicas que la historia naval recuerda. Lamentablemente, como es de rigor, en los anales de los perdedores y de su memoria histórica; figura como una simple escaramuza sin mayores consecuencias, pero, en la realidad más objetiva; fue un vapuleo de antología.

Carlos de Ibarra, un vasco hecho en el mar a fuego lento, tuvo que enfrentar a una horda pirata de 16 naves liderada por un militar reciclado de la Compañía de las Indias Orientales. Cornelius Jol, no hay duda que por su recorrido y oficio era un gran marino, pero, desmovilizado tras la Guerra de los Ochenta años (Guerras de Flandes) se convirtió en un corsario de relumbrón que protagonizó uno de los episodios más famosos de la historia naval de la piratería en el que para su mala fortuna, no pudo obtener ni beneficios, ni medallas, ni fama que añadir a su glorioso prestigio en el corso.

En aquel entonces, los corsarios eran marinos a los que se otorgaba un permiso legal para saquear y sabotear a cualquier nave mercante o militar de países adversarios; vamos, lo que tradicionalmente se ha dado en llamar patente de corso o piratería legal. El Caribe, en el siglo XVII era lo más parecido a un club social en el que España actuaba como selectivo portero y la piratería y el corso inglés y holandés pretendían hacerse un sitio a codazos.

Los holandeses estaban muy contentos, pues todos los indicios apuntaban a un gran saqueo

En ese año de 1638, a Pata de Palo - el seudónimo de Cornelius Jol - se le encargó saquear a la flota española, en un difícil reto, pues estaba estructurada conforme a un sistema de convoyes mercantes fuertemente protegidos, portantes de oro, tabaco, plata, porcelanas y sedas chinas y productos varios procedentes tanto de las Filipinas como de América a España. Cornelius Jol sabia por información confidencial desde su base en Pernambuco al noreste de Brasil que, la flota española iba a hacerse a la mar en fecha determinada. Lo que no sabía es que Ibarra, iba a dirigir el operativo y; saber a quién te vas a enfrentar es esencial para diseñar una estrategia u otra.

Un enfrentamiento desproporcionado

Los holandeses estaban muy contentos, pues todos los indicios apuntaban a un gran saqueo, pero, la caprichosa naturaleza y sus antojadizos giros intervenían en la ecuación como si de un factor de incertidumbre se tratara. Una semana antes, un par de huracanes solapados habían dispersado a la flota del corsario y un patache extraordinariamente veloz al mando del capitán Francisco de Poveda había avistado la dispersa flota residual en su aproximación a Cuba.

Ibarra ordenó disparar con todo contra la nave del almirante adversario, arrasando puente y cubierta de forma demoledora

Carlos de Ibarra y su segundo, Pedro de Ursúa habían salido de Cartagena de Indias en dirección a la península mientras la flota de La Habana había sido puesta en alerta por el viso del patache. El día 30 de agosto, al amanecer, el vigía del Santa María de Regla, divisó a la flota del corsario hacia barlovento. La cruda realidad sugería un enfrentamiento impar. Tres naves holandesas por cada una de las españolas; parecía pan comido. Ibarra y Ursúa habían confiado a los marinos vascos insertos en la tripulación la maniobra del velamen, lo cual se demostraría clave en el enfrentamiento posterior. El resto de peninsulares, tanto artilleros como infantería de marina, tenían un entrenamiento exhaustivo, pues si en algo destacaban los dos almirantes vascos era precisamente en eso; tripulación bien pagada y bien entrenada. Pero ocurría algo extraño; los españoles no contestaban a las salvas de los holandeses.

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Cuando el holandés se había situado a distancia de abordaje, Ibarra ordenó disparar con todo contra la nave del almirante adversario, arrasando puente y cubierta de forma demoledora. No solo hablaba la artillería en aquel episodio a cañón tocante, no; además, los fusileros desde cubierta habían causado estragos durante el intento de abordaje, por otra parte, táctica inhabitual en holandeses e ingleses pues, la infantería de marina española disuadía con su mera reputación a aquellos que pretendían intentarlo.

El clamor popular y las salvas de recibimiento de la Armada en Cádiz cerrarían uno de los capítulos más heroicos de nuestros marinos

Pero no todo sonreía a los españoles, coraje y decisión se apreciaban a raudales, pero durante el segundo enfrentamiento; el galeón El Carmen, al mando del capitán Urdanibia, tuvo 54 bajas frente a una cifra similar de toda la flota holandesa, que se dice pronto. ¿Qué pasaba pues? Que el ataque de cuatro buques corsarios había dejado a la nave desarbolada y sin maniobra. Este capitán vasco -se cree que eran vecinos de caserío él e Ibarra-, había enarbolado dos gallardetes en lo alto de los mástiles para hacer creer a los holandeses que era la nave capitana y así, confundir a sus adversarios y dejar mejor maniobra a su compinche de Txistorra y Txakoli en condiciones de generar más actividad contra los holandeses; esta atrevida maniobra surtió su efecto, pero a consecuencia de ella tuvo que retirar de la formación la nave hacia Playa Honda para habilitarla, pues su estado era bastante deplorable.

En conclusión, Ibarra se vino para arriba y por la noche encendió los fanales de popa para decirles a los holandeses donde estaban por si deseaban más “cera”. En los días siguientes, puso rumbo de nuevo a Veracruz, pues la precaución le sugería que embestir la aventura oceánica con varias naves dañadas no era lo más prudente; el día 22 de septiembre llegarían al albergue del puerto. Con estos mimbres, tocó invernar, mientras la flota de Tierra Firme -la que proveía desde el Virreinato de Perú hasta Cartagena de Indias– se sumaba a la expedición de Ibarra.

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El día 15 de julio del año 1639, las dos flotas llegarían a Cádiz sin hacer escalas. El clamor popular y las salvas de recibimiento de la Armada cerrarían uno de los capítulos más heroicos del extenso currículo de nuestros marinos. En Barcelona y desembarcado de urgencia, daría su último parte. La vida es un asunto curioso. En las circunstancias que se suponía el alto riesgo de irse al más allá, no pudo ser; más cuando nada apuntaba a ello, si aconteció. Para aquel almirante nacido a la vera de uno de los hermosos prados que pueblan el País Vasco, la pendiente hacia la eternidad le iría acercando al indeterminado mundo de las tinieblas para alojarlo en ese extraño lugar de umbría plagada de incógnitas.

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