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ÓPERA

Bronca en el Teatro Real a cuenta de 'Madama Butterfly': cuando el escándalo es el escándalo

Los abucheos condenan una sórdida y fascinante extrapolación de la ópera de Puccini al turismo sexual de una ciudad japonesa contemporánea, aunque hubo grandes aplausos a la versión de Saioa Hernández y Nicola Luisotti

Ensayo de la ópera 'Madama Butterfly', de Giacomo Puccini, que el director de escena Damiano Michieletto traslada a un prostíbulo japonés. (EFE/Teatro Real/Javier del Real)

Damiano Michieletto compareció incrédulo para recoger la bronca de los espectadores madrileños la noche de este domingo en el Teatro Real. Los abucheos condenaban la extrapolación de Madama Butterfly al contexto de un “paraíso sexual” urbanita y contemporáneo. Maldecían la crudeza y la abyección de una dramaturgia que retrata el turismo occidental con chicas menores en una ciudad japonesa sin identificar.

El verdadero escándalo es el escándalo mismo. O sea, los motivos rancios y conservadores que malograron el desenlace de la ópera de Puccini en el trance de los saludos. Se aclamó con razón a Saioa Hernández por los méritos contraídos en el papel protagonista. Y se hizo lo mismo con la imponente versión musical de Nicola Luisotti, pero los delegados de Michieletto se expusieron al ruido de un veredicto condenatorio.

No le gustan al público de estreno las tergiversaciones. Ni debió agradarle los neones y cartelones publicitarios que trasladaban la sordidez de un barrio rojo asiático donde deambulan las putas, se cultiva la pedofilia y salen a cazar los depredadores occidentales en busca de carne fresca.

La escandalera tendría mayor sentido si no fuera porque el libreto original de David Belasco expone el matrimonio de un militar estadounidense con una chica de 15 años cuya estirpe se dedica a la prostitución. Bastaría con leer el texto para comprender los argumentos dramatúrgicos de Michieletto, pero resulta más sencillo recriminarle la ausencia de folclore y cuestionarle que eluda la trama colonialista a principios del siglo XIX en Nagasaki.

La soprano española Saioa Hernández, quien encarna el personaje de Cio-Cio-San. (EFE/Mariscal)

Y no vamos a discutir el derecho democrático a la protesta, sino cuestionar la mojigatería de una platea que reclama a Butterfly vestida de geisha y que espera el desenlace del harakiri a cuchillo. Un disparo en la sien resulta inaceptable, como resulta incómodo que el protagonista masculino de la ópera -un hombre maduro, vestido de traje- pudiera ser un putero cualquiera a quien le gustan las niñitas del manga y las fantasías pedófilas.

Quince años tiene Butterfly, conviene insistir. Y es ella la víctima polifacética de un abuso occidental y del repudio de sus familiares. No atraviesa a la mariposa un alfiler, sino más pares de banderillas que un toro de lidia. Menor. Abusada. Prostituta. Y suicida. Todo está en la ópera de Puccini.

Michieletto concibe una extrapolación dolorosa y poética. Empezando por el vaivén de un columpio que evoca la pureza de la infancia. Y por el juguete de un coche blanco con el que juega el niño proscrito de la pareja.

Es la réplica del modelo a escala real en el que aparece Pinkerton, la analogía del barco militar que consta en el libreto y que prorrumpe en el último acto para consumar la trama tremendista de Puccini.

El libreto original expone el matrimonio de un militar estadounidense con una chica de 15 años cuya estirpe se dedica a la prostitución

Estaba en muy buenas manos la música del compositor toscano, precisamente porque la lectura clarividente de Nicola Luisotti enfatiza un vanguardismo del que reniegan los detractores de Puccini.

Se equivocaron hace un siglo -murió en 1924- y se equivocan ahora. El instinto musical del maestro, su noción integral del melodrama, su dominio del color y de la orquestación, su gestión de las emociones, predisponen una partitura deslumbrante que Luisotti supo enfatizar en el viaje del impresionismo al expresionismo, de la intimidad a la opulencia, de la conmoción al lirismo, de la poética al dolor, de la ironía a la lágrima.

Se abrazó a Saioa Hernández mientras aclamaban a la diva. Y vino a demostrarse que el gran misterio de la ópera consiste en la credibilidad musical respecto a las convenciones: la soprano madrileña no aparenta el aspecto de una quinceañera ni la ingravidez de una geisha, pero sí traslada a la escena toda la fragilidad del personaje y connota el viaje a la oscuridad. Se ensimisma en el personaje hasta identificarse en el martirio. Y no descuida la línea de canto pese a las obligaciones de una lectura trágica y fatalista. De menos a más. En la progresión misma del carácter.

Fue la triunfadora de la velada, aunque tiene sentido destacar los méritos que aportaron Silvia Beltrami (Suzuki) y Lucas Meachem (Sharpless) frente a las prestaciones titubeantes de Matthew Polenzani. Y no por falta de valentía ni de solvencia en los agudos, sino por la pobreza del timbre y las limitaciones de carisma. No es fácil el papel de Pinkerton. Su posición gregaria bajo las alas de Butterfly se añaden a la antipatía que despierta el personaje en el inventario de fechorías. Puede que no haya un papel uno más odiado en el repertorio operístico. Ni siquiera Scarpia (Tosca) o Yago. (Otello), aunque es verdad que Michieletto lo ha convertido en ese putero impune con que algunos espectadores se miran al espejo.

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