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  1. Cultura

"UNA CUESTIÓN DE FE"

Si ya no crees en el poder de la música, pregúntate por qué ya no escuchas heavy metal

Analizamos con Oriol Rosell, autor de 'Un cortocircuito formidable', cómo el ruido y sus pugnas por dominarlo han nutrido las subculturas juveniles de las últimas décadas contra el poder adulto

Foto: Getty/Alexander Koerner.

Vivimos en un ruido que no cesa. Un ruido no solo hecho de decibelios, sino un ruido de carácter informativo, espectacular, ansioso. Por más que pretendamos mantener cierto orden o cadencia en nuestro día a día, siempre tropezamos con él, apareciendo sin avisar cuando reparamos en el absurdo de nuestras acciones o en el caos que sustenta las sociedades en las que vivimos. En un tiempo en el que hay un sinfín de expertos y técnicos dispuestos a cuantificar todo, hasta el número de pensamientos que pasan por nuestra cabeza a diario, el ruido representa ese punto de fuga de nosotros mismos y del mundo, esa necesidad de abrazar la incertidumbre ante un futuro ya cancelado. Por esto mismo hay que aceptarlo y entender que todas nuestras ansias de rebelión, sobre todo culturales, fueron comandadas por su aplicación en la música. Pero, a fin de cuentas y como afirma Oriol Rosell, “el ruido no existe, es una categoría que nos hemos inventado e interiorizado para mantener a buen recaudo todo lo que no podemos explicar”. Una manera de “etiquetar lo incategorizable”.

Ese ruido que trasciende a los decibelios se muestra de la forma más radical en artistas japoneses como Masami Akita, a.k.a Merzbow, quien define su propuesta artística como si extrajésemos todo lo que no es melodía y ritmo de las canciones de Jimi Hendrix, por poner un ejemplo, quedándonos solo con un estruendo electrónico y maquínico. Puro y máximo Rock&Roll. De este artista radical y de muchos otros trata Un cortocircuito formidable. De los Kinks a Merzbow: un continuum de ruido, el primer libro del escritor y crítico musical Oriol Rosell, publicado por Alpha Decay.

En una charla telefónica con este diario, Rosell admite que es el resultado de un proceso de escritura que le ha llevado muchos años, o lo que es lo mismo, toda la vida. Pese a ello, el autor certifica la derrota del ruido, al ser continuamente absorbido por el statu quo. “Hoy en día, el silencio se antoja más radical”, sentencia, de forma paradójica. “Las escenas tradicionales del ruidismo están anquilosadas en el pasado o se han dejado llevar por toda la ola de nostalgia e inmovilismo estético que domina el presente. Lo más lejos que puedes llegar es al harsh noise wall, opina Rosell que, para los no entendidos en la materia, es el término usado para denominar a esos artistas que, como Merzbow, firman discos o llenan salas con puro ruido a todo volumen. “A partir de ahí, todo es silencio”, certifica el autor. O tinnitus, en todo caso.

"Todos nos lo hemos pasado genial con el rock, pero al final no es más que un intento de emancipación dentro del control adulto"

Fueron los Kinks y su You really got me quienes prendieron la mecha. La adolescencia nació con su tema de tres minutos, el primero de toda la música pop que utilizó la distorsión de manera intencionada para disparar las pulsiones de sexo y de muerte de la juventud. Tomando de referencia a Jon Savage, la adolescencia no existía antes del fin de la Segunda Guerra Mundial. A partir de ese momento, los jóvenes se convirtieron en un ideal de mercado; por un lado, un nicho de consumo y, por otro, un estándar de producción estética alimentada por una idea de emancipación del mundo adulto que el rock impulsó.

Lo abyecto, lo malo, lo obsceno

Sin embargo, las guitarras eléctricas resultaron ser un simulacro perfecto, y a la postre, un dispositivo de control. “Todos nos lo hemos pasado genial con el rock, pero al final no es más que un intento de emancipación dentro de unos límites bien establecidos por el control adulto”, sostiene el autor. “Cuando los Kinks dan con ese sonido, que es contrario a todos los dogmas de la grabación fonográfica, la industria cambió de opinión en menos de un año y empieza a producir pedales de distorsión. Ese intento de liberación se basaba en buscar lo abyecto, lo malo, lo obsceno. Sin embargo, siempre se repite el mismo proceso, que ya analizó Marcuse en El hombre unidimensional o más recientemente el crítico Mark Fisher en Realismo capitalista: por muchas burradas que hagas, tu producto acabará absorbido por el mercado”.

"Es inútil explicar el heavy metal bajo los patrones de la modernidad que organizan los estudios culturales en subculturas"

A lo largo del libro, Rosell plantea los más célebres intentos de emancipación de la cultura dominante por medio de los decibelios, y a la par, sus consiguientes y más fulgurantes fracasos, que resuenan como una singular victoria pese a todo. Figuran, por ejemplo, los intentos de desterritorializar el blues o el jazz de Captain Beefheart o las pretensiones de acabar con el concepto de “música” de Nihilist Spasm Band. O la misión asumida por los hermanos Reid de boicotear el pop melódico con The Jesus & Mary Chain. Lo cierto es que más allá de todas estas vanguardias sonoras, que más tarde evolucionaron y se diseminaron en muchos más proyectos dentro de microescenas underground, sobresale un episodio dedicado a una tribu urbana que también utilizó el ruido como mecanismo de validación entre ellos y contra todos los demás, y que con el tiempo derivó en un asunto de fe: los jevis.

"Cuando tenía doce o trece años, los malotes de mi barrio escuchaban rumba o Mötorhead"

Más de cuarenta años después de su década dorada, los años 80, el incauto paseante nocturno se dará de bruces tarde o temprano con un bar distinto al resto: si hay algo que ha resistido a la homogeneidad capitalista y a la gentrificación de los barrios, aunque sea a duras penas, esos son los bares de jevis. Ahí los podemos encontrar, en Carabanchel o Vallecas, por poner un ejemplo. Nunca han pasado de moda, porque las modas no son asunto de los jevis. Como defiende Rosell, es “inútil y absurdo explicarlo bajo los patrones de la Modernidad que organizan los estudios culturales en subculturas”. En todo caso, “el heavy es una cuestión de fe”, un sentimiento que antecede al subjetivismo de nuestra época, a todo ejercicio moderno de contextualización social o análisis lingüístico; el heavy es (y será) “el primer contacto que tenemos todos con lo abyecto, representa una cosa prohibida, oscura, extraña, distinta”. Y, a su vez, “es, de todos los géneros que utilizan distorsión, el que ha gozado de una mayor presencia en el mainstream”.

El mural dedicado a Lemmy Kilmister, el icónico 'front-man' de Mötorhead. (EFE/Paul Buck)

¿Por qué calaron tanto? Rosell llega a establecer una comparación actual del contexto social en el que surge con el trap o el hip hop. “Cuando tenía doce o trece años, los malotes de mi barrio escuchaban rumba o Mötorhead”, comenta el autor. “Era terrorífico encontrarte con un tipo con una camiseta de estas bandas de metal. Y, al final, eso sucedía porque esa estética les proporcionaba una ilusión de poder del que no disponían en su vida cotidiana. El metal es un género cien por cien de clase obrera desde su génesis, incluso de clase marginal. Ese poder se canaliza a través del volumen, estableciendo una competición entre ellos por ver quién suena más potente, más duro, más fuerte… De algún modo, parten de una lucha dialéctica entre el bien y el mal que participa de lo hegemónico. Es decir, yo abrazo lo abyecto porque sé que es abyecto y es contrario a esa cadena de valores que versan sobre lo correcto o lo bueno”.

Lester Bangs, uno de los grandes críticos musicales estadounidenses, veía en el heavy una posición huidiza frente a las culturas dominantes. “El heavy metal tiene un mensaje central obvio: no hay esperanza”, escribió en 1971, en una cita recogida por Rosell en el libro. “Hagas lo que hagas, no puedes ganar. El mundo está regido por los cerdos de la guerra que te han convertido en un perro, y debes aceptar tu destino de la manera más ignominiosa posible. Después de Vietnam y el fin de las utopías de los sesenta, los fans del heavy metal solo querían olvidar todo el desastre; eran pasivos”. Al no poder articular una respuesta frontal a la cultura dominante, los jevis decidieron asestar un golpe transformador en el plano simbólico. Envalentonados por “el poder imaginario que les confería el control del ruido, como los siete sacerdotes que guiados por Jehová derruyeron las murallas de Jericó con el estrépito de sus trompetas, el heavy metal se proyectó en el poder del volumen para combatir a los poderes exteriores”.

La última vanguardia

Todo lo sólido se desvanece en el aire, y las subculturas de antaño, formadas en torno a la música, parecen estar disolviéndose. Hace tiempo que todo el mundo escucha de todo. Resulta indistinguible un fan de Coldplay del de una banda de punk como IDLES. Aquellos que eran adolescentes en los 90 o los 2000 seguro que recuerdan cómo, de repente, emergieron colectivos como los emos basados en artistas extranjeros, sobre todo estadounidenses (el rock alternativo de My Chemical Romance, el punk popero de Green Day o el nu-metal de Linkin Park, por poner unos ejemplos).

Ahora, esos mecanismos culturales de representación y aceptación social parecen haberse descompuesto. Sin embargo, los jevis aguantan, llevan aguantando décadas en las puertas de bares e institutos con sus greñas, sus pulseras de pinchos, sus chupas de cuero, su voz cervecera. Su sentido épico del mundo. Y, por fortuna, allí seguirán, custodiando esa entrada a un infierno imaginario que hace ya mucho tiempo aventuraron sus héroes míticos de la guitarra. Son la última vanguardia que queda en pie, la guarida de todo entusiasta del ruido, el sueño adolescente de transgredir al mundo de los adultos a partir del volumen. La resistencia del presente a la Modernidad.

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