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  1. Cultura

'Bienvenido, mister Chaplin'

"¡La Gran Vía es Nueva York!": el idilio entre la izquierda y la cultura de EEUU (en los años 30)

El catedrático de Historia Contemporánea Juan Francisco Fuentes explora la admiración que la izquierda obrera e incluso anarquista profesó hacia el cine de Hollywood y la música americana antes del franquismo

Chaplin en un fotogramas de 'Tiempos Modernos'. (Warner)

Hay un cambio, pues, a principios de los años treinta, cuando las vanguardias empiezan a distanciarse de lo norteamericano y en particular del cine de Hollywood. Algunos hablan de decadencia y la atribuyen a la llegada del sonoro y al fin de la magia del cine mudo. Según los detractores de las nuevas tendencias cinematográficas, como el socialista Alfredo Cabello, solo los dibujos animados mantenían el espíritu de aquellas películas insuperables. ¿Nostalgia de una juventud que se va quedando atrás? Es más bien el tono sombrío de la nueva década, pasada la euforia inicial que trajo la República.

A partir de 1933, la polarización política se hace irreversible, sobre todo entre los jóvenes, y crece la sensación de que aquello solo se puede resolver a las bravas. Luis Araquistáin lo dirá con la franqueza que lo caracterizaba en octubre de 1934: "Al punto a que han llegado las cosas es de temer —o acaso de desear— que no se pueda evitar la guerra civil: solo así tal vez se purificaría la cargada atmósfera española". El estreno de Tiempos modernos, de Chaplin, en marzo de 1936 hace el prodigio de poner de acuerdo a todo el mundo en el elogio de su nueva obra maestra. Pero en cuanto empiece la guerra, cuatro meses después, su cine sufrirá un evidente ostracismo en la mayor parte de la zona sublevada, mientras al otro lado del frente se siguen proyectando sus películas como siempre, o más, y se encomia su compromiso con la República española. Más que nunca, se había demostrado que Charlot era "uno de los nuestros".

En la retaguardia franquista serán frecuentes las críticas a Hollywood por su apoyo a la izquierda y por los orígenes judíos de numerosos directores

En la retaguardia franquista serán frecuentes las críticas a Hollywood por su apoyo a la izquierda y por los orígenes judíos de numerosos directores, productores y actores —Chaplin, entre ellos—. Todo lo contrario ocurre en el bando republicano, donde la prensa informa con alborozo de la solidaridad del mundo del espectáculo y las películas estadounidenses dominan la cartelera: en Madrid representan el 60 por ciento de las proyectadas durante la guerra y en Alicante, el 75 por ciento. Las producciones soviéticas, en cambio, tendrán una presencia marginal. Aunque los dirigentes e intelectuales de la izquierda obrera, principalmente socialistas y comunistas, tenían a la URSS como referente de su acción política y cultural, muchos de sus militantes y simpatizantes seguían prendados de las historias que les habían contado las películas de Hollywood y de los personajes que las encarnaban. Más allá de la capacidad del celuloide para crear un imaginario adictivo y abigarrado, en el que lo mismo caben las ilusiones de un niño que las fantasías de un asesino en serie, Estados Unidos representa para la izquierda obrera el no va más de la modernidad, la última frontera de la realidad con un nuevo mundo.

No es solo el cine americano, al que un semanario anarquista elogia por haber llenado las pantallas del mundo "de aire, de sol y de juventud", frente a la "monotonía desesperante" de las películas soviéticas. Es la dimensión peterpanesca de Yanquilandia, desde su eterna juventud hasta su naturaleza rompedora y utópica. Otra publicación próxima a la CNT, la barcelonesa Mi Revista, se convertirá, como se ha visto, en un magnífico exponente de un anarquismo americanizado, que practica formas de terror inspiradas en las películas de gánsteres y cree que la técnica moderna y una organización adecuada liberarán al hombre de todas sus servidumbres. Buen ejemplo de ello es la doble página que Mi Revista dedica en 1937 al Laboratorio Museo de Técnica Policial de Cataluña, una especie de FBI creado por la Generalitat para combatir la delincuencia mediante procedimientos científicos.

Estados Unidos representa para la izquierda obrera el no va más de la modernidad, la última frontera de la realidad con un nuevo mundo

El reportaje, a doble página e ilustrado con varias fotografías, lo firma el propio director de la publicación, Eduardo Rubio, que empieza con una referencia a esas películas en las que los gánsteres acaban siendo derrotados por una legión de policías "atildados de indumento y fieros de gesto" para satisfacción de los espectadores, que, al salir del cine, se desparraman por las Ramblas "con visibles demostraciones de complacencia". Que una publicación anarquista se ponga del lado de los policías solo tiene una explicación: que son americanos. Ese es el modelo que debe seguir en España "la revolución constructiva". Recuérdese que en sus memorias Luis Buñuel reconocerá que su pasión por Estados Unidos en aquellos tiempos era tal que le gustaban "hasta los uniformes de los policías".

El reportaje de Mi Revista tiene un interés añadido en las fotografías que lo acompañan. En una de ellas aparecen el autor y el director del Laboratorio Museo, ambos perfectamente trajeados y fumando en pipa. Nada que ver con la apariencia ruda e intimidatoria, a menudo patibularia, de algunos dirigentes anarquistas. Otras fotos muestran el museo de armas que completa las instalaciones del centro. Lo forman armaduras, espadas y demás antiguallas que debieron de pertenecer a los dueños del palacete, incautado por la Generalitat al principio de la guerra. A uno y otro lado de una imponente armadura cuelgan los retratos de Macià y Companys, que sustituyen seguramente a los originarios. Los mismos objetos, las armaduras, por ejemplo, pasan así de dar lustre a una conocida familia de la burguesía barcelonesa, los Rosal Catarineu, a servir de atrezo histórico a la policía científica creada en la nueva etapa revolucionaria. Se diría que la revolución consistía no en cambiar las cosas, sino el significado de las cosas.

Los españoles también quería tener un bar como el famoso Cotton Club

Mi Revista se puede considerar un caso extremo de la influencia que Estados Unidos ejerció en la sociedad española y en particular de la atracción que la izquierda sintió por su cultura de masas, incluso en plena Guerra Civil. Le fascinaban, como al público español en general, sus historias de héroes y villanos, sus obras maestras de la pantalla y hasta el teatro de vanidades que interpretaban las estrellas de Hollywood en la vida real. Era un mundo muy a propósito para banalizar la brutalización de la lucha social y política en los años treinta y hacer que pareciera un juego divertido. Cuando esa creatividad desatada trascendía el papel o el celuloide se convertía en un manual de uso con fines ideológicos, mucho más útil a la revolución que a la contrarrevolución.

Estaba el pequeño inconveniente de que su país de origen representaba el capitalismo en su máxima expresión; algo así como la apoteosis de la plutocracia, que era su versión genuinamente yanqui. Pero eso para la izquierda podía no ser un problema si se distinguía, como hará la prensa republicana durante la guerra, entre los "ocho banqueros amigos de Franco" y el pueblo americano, cuyo mejor exponente era el microcosmos social de Hollywood. Lo formaban inmigrantes europeos, actores con una infancia llena de privaciones, hijos de la clase trabajadora y espíritus libres, antifascistas por naturaleza. ¿Cómo no iban a estar con la República?, se preguntaba la izquierda.

En el extremo opuesto, el de una derecha ultranacionalista y con frecuencia antisemita, la dura competencia por llevarse la palma de la yanquifobia podría resolverse a favor de Libertad, el periódico fundado en Valladolid por Onésimo Redondo en 1931, que prosiguió su andadura como órgano falangista tras la muerte de su fundador al principio de la Guerra Civil. Pero, como ocurría con Y, la revista de la Sección Femenina, incluso en este periódico encontraremos comentarios encomiásticos sobre tal o cual actor, película o director americano entre la abundante información dedicada a las novedades de la pantalla. Era el peaje que había que pagar si se quería mantener el interés de los lectores, insaciables en su curiosidad sobre la vida y milagros de sus artistas favoritos.

En los años treinta culminó, pues, la metamorfosis del antiguo enemigo del 98 en modelo de civilización y paradigma de la modernidad. "Los vándalos del siglo XIX",, como los llamó el padre Calpena en su famoso sermón del 2 de mayo de 1898, pasaron a ser la nación dominante en la nueva centuria, capaz de ganar guerras mundiales, divertir a niños y mayores, construir los edificios más altos e imponer a los demás su moda, su economía, sus aficiones, su lengua, sus gustos y sus personajes reales y de ficción. Definitivamente, el pigmeo se había convertido en gigante, cumpliendo así la predicción formulada por el conde de Aranda en 1783. La americanización de España en el primer tercio del siglo XX fue un fenómeno irrepetible, y no porque la popularidad del cine de Hollywood decayera en las décadas siguientes. Pasada la breve crisis de la posguerra, provocada por un fugaz intento de sustituir a Estados Unidos por Alemania como proveedor de imaginarios colectivos, el cine de Hollywood restableció su tradicional primacía en las pantallas españolas en cuanto desaparecieron los obstáculos impuestos por el primer franquismo. Los "gratos recuerdos" de los espectadores, a los que alude la publicidad de la Metro en su regreso triunfal en 1943, permitirán reanudar fácilmente una relación sentimental que se demostró insustituible, más allá de coyunturas políticas y traumas colectivos.

El antiamericanismo quedó circunscrito a los sectores más nacionalistas y de mayor edad

Lo que hizo irrepetible la etapa de entreguerras fue la confluencia de alta cultura y cultura de masas en la exaltación de la civilización yanqui, mientras el antiamericanismo quedaba circunscrito a los sectores más nacionalistas y de mayor edad. Todo cambió a partir de los años cuarenta, cuando la yanquifobia se convirtió en un sentimiento de amplio espectro ideológico y generacional que abarcaba desde el franquismo hasta el antifranquismo, con algunas curiosas excepciones, como aquellos dirigentes de la etapa republicana, sobre todo socialistas y poumistas —Araquistáin, Gorkin, Maurín…—, que en la posguerra se hicieron fervientes atlantistas a fuer de anticomunistas.

El propio dictador participó como el que más, y antes que otros, de esos prejuicios contra la nación más poderosa del mundo, aquella que, como se recuerda al principio de la película Raza, había humillado a España en la guerra del 98. Aquel viejo resentimiento no impidió que su Gobierno firmara los pactos de Madrid con Estados Unidos en 1953, pero facilitó sin duda la realización y el estreno, ese mismo año, de Bienvenido, Mister Marshall, amable sátira de quienes identificaban el futuro con la Gran República, sus dólares y sus películas. En su fuero interno, Franco siempre consideró a su aliado y salvador la quintaesencia del liberalismo, "una caduca forma de gobierno", como le dirá en 1963 a su primo y secretario, "que está completamente desacreditada en el mundo".

Ese rechazo visceral le hacía comprender el odio al liberalismo que sentían los gobiernos comunistas del Este de Europa, que "han sabido defenderse de él, […] pues entre ellos podrá haber divergencias, pero no se discute el régimen establecido". Su argumentación derivaba en una insólita apología de la Unión Soviética que a cualquier otro español podía haberle llevado a la cárcel.

'Bienvenido Mr. Marshall', una crítica a los valores americanos, fue bien visto por el régimen

En cuanto al cine americano, la persistente aplicación del Hays Code, el impacto de la caza de brujas, que dejó sin trabajo a los actores, directores y guionistas sospechosos de comunismo, y la influencia de la Guerra Fría lo hicieron más pacato y conservador. Aunque su peripecia en la España franquista estuviera salpicada de polémicas por el exceso de celo de la censura, con el paso del tiempo se produjo una paulatina convergencia entre el espíritu del nuevo Hollywood y el pragmatismo del régimen de Franco, interesado en una americanización controlada de las costumbres a través del cine y la televisión como tributo a la alianza con Estados Unidos y a la apuesta por la modernización económica.

Gracias al apoyo oficial, España se convirtió en escenario de multitud de películas estadounidenses, algunas sobre temas españoles, como El Cid (1961), una superproducción de Samuel Bronston, protagonizada por Charlton Heston y Sofía Loren, que contó con el asesoramiento histórico de Ramón Menéndez Pidal, director de la Real Academia Española. Nadie podría decir ya, como en el Congreso Hispanoamericano de Cinematografía de 1931, que por culpa de Hollywood los héroes patrios estuvieran cayendo en el olvido. Al menos durante algún tiempo, en la imaginación de los españoles convivieron los mitos del nacionalcatolicismo y los ídolos del celuloide llegados de América. Ver a Charlton Heston como el Cid Campeador debió de producir una íntima satisfacción en quienes creyeran que España volvía por sus fueros, esta vez asombrando al mundo con la historia de uno de sus padres fundadores.

'El gran dictador' (1940), de Charlie Chaplin, no pudo estrenarse hasta 1976, meses después de la muerte de Franco, con treinta y seis años de retraso

La entente cordiale entre el franquismo y Hollywood, beneficiosa para las dos partes, exigió, sin embargo, algunos sacrificios. El sector más intransigente del nacionalcatolicismo siempre lamentó que el Estado del 18 de Julio vendiera su alma a un pueblo liberal y protestante y permitiera su pernicioso influjo en las jóvenes generaciones. El cine americano, por su parte, vio cómo la censura masacraba algunas de sus películas, como ocurrió con Mogambo (1953), de John Ford, cuya versión española, pretendidamente edulcorada para evitar el escándalo, convirtió a los amantes en hermanos y el adulterio original en incesto. Pero si hubo un caso de abierta incompatibilidad entre Hollywood y el régimen fue El gran dictador (1940), de Charlie Chaplin, que no pudo estrenarse hasta 1976, meses después de la muerte de Franco, con treinta y seis años de retraso. Quedaba lejos aquella época en que Charlot hacía las delicias de los españoles de toda condición, fascinados con cualquier cosa que les llegara del otro lado del Atlántico, ya fueran películas, bailes, imágenes de rascacielos, frívolas historias de Hollywood o fotografías de sus amigos y familiares emigrados a Estados Unidos. Qué diferencia entre los "felices veinte" y lo que vino después. En 1958, un año antes de morir en el exilio, el socialista Luis Araquistáin recordará con nostalgia aquellos tiempos "tan venturosos, a pesar de que entonces no nos lo parecían"

*Extracto de Bienvenido, Mister Chaplin (Taurus), de Juan Francisco Fuentes, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense de Madrid.

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