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Por qué Karol G llena cuatro Bernabéus en Madrid pero su festival se canceló en Valencia

El modelo valenciano de eventos clónicos y de macroeventos 'remember' de los años 80 y 90 ha forjado un consumo conservador que orilla los proyectos innovadores y los sonidos de vanguardia

Ambiente previo al concierto de Karol G en Madrid.

Uno de los principales focos innovadores de la actual música valenciana tiene como centro de operaciones una discoteca que abrió en 1984. Los dinamizadores de la actual Spook, referente del nuevo techno, no reniegan del legado de la Ruta del Bakalao. Lo exhiben como reclamo. Sin ningún ánimo rupturista. Saben que para triunfar en Valencia jamás pueden cerrar la puerta a la nostalgia. En esta ciudad, incluso lo nuevo huele a pasado.

La madrugada del jueves al viernes del pasado 31 de mayo, las últimas swifties valencianas que habían disfrutado del concierto de la compositora estadounidense, en el estadio Santiago Bernabéu, esperaban la apertura de la estación de Chamartín para cobijarse antes de la salida del primer AVE destino a Valencia. Tras dos horas a cubierto en la terminal tomaron el tren de las seis y media. Dentro de unos años, estas mujeres evocarán aquella noche, como otros valencianos rememoran las citas con los Ramones en Arena Auditorium Valencia, pero con su ciudad fuera de la ecuación memorística.

Algunas de ellas han vuelto a la capital este mes de julio para ver a Karol G. La colombiana ha llenado durante cuatro jornadas seguidas el coliseo madridista tras agotar las 280.000 localidades a la venta. En el verano de 2022 y en pleno éxito mundial de su tema Provenza, la cantante de Medellín fue una de las artistas afectadas por la cancelación del festival valenciano Diversity. El resto del cartel lo encabezaban Ozuna, Iggy Pop, Maneskin, Christina Aguilera, Martin Garrix, Kelis, Armin van Buuren, Nicki Nicole o Rag'n'Bone Man. Apenas vendieron unos miles de tickets para un aforo de 20.000 espectadores en La Ciudad de Las Artes y Las Ciencias.

Este parece ser el macroclima de Valencia. Una urbe complicada para la innovación, la mixtura de géneros y los sonidos de vanguardia, aunque estos ya sean habituales en otras grandes urbes. Un agujero negro donde la nostalgia y el indie nacional monolítico engulle espectadores, foco mediático, dinámicas de buena parte de la industria, apoyos institucionales y ayudas públicas. Solo las salas de directo y ciertos festivales y ciclos de pequeño y mediano formato resisten como enclaves de originalidad.

La ciudad camina hacia este modelo estructural. La doctrina de un pedazo de la industria musical valenciana se cimenta en la acumulación de recursos públicos y privados mediante la explotación del turismo en forma de multitud de festivales low cost y la exaltación de la añoranza con eventos remember. Así se forja una atmósfera cultural conservadora. Pocos arriesgan, y quienes lo hacen, sufren las consecuencias. El colapso del Diversity fue la constatación de que Valencia no es lugar para un Primavera Sound, un Bilbao BBK o un Mad Cool, ni siquiera a la escala mediana que suponen 20.000 entradas diarias.

Estas dinámicas culturales casi obsesivas con los artefactos musicales del pasado, cimentan un búnker ideológico que incorpora el bagaje experimentado en la juventud, o incluso jamás vivido, como reafirmación de la propia esencia individual. Un identitarismo con escasos respiraderos hacia la curiosidad y la empatía.

Karol G durante su segundo concierto en Madrid. (EFE)

La filósofa Clara R. San Miguel es la autora de uno de los ensayos más sugerentes del año, El tiempo perdido: Contra la Edad Dorada. Una crítica del fantasma de la melancolía en política y en filosofía. "Creo que vivimos, como dijo muy acertadamente Žižek, en el siglo de la melancolía. Conforme el capitalismo neoliberal se acelera cada vez más, crece la sensación de pérdida de certezas y desorientación. Cada vez es más difícil hacernos una idea a escala humana, imaginativa, de los procesos macroeconómicos y geopolíticos que dominan nuestra vida. Por otra parte, la crisis social, económica y ecológica es ya el paisaje cotidiano de nuestras vidas. Vivimos tiempos de catástrofe: guerras, pandemias, crisis. Por ello, la tonalidad afectiva de nuestra época es crepuscular: sentimos que estamos al final de algo, en su ocaso".

Hace casi quince años, el historiador y crítico musical Simon Reynolds publicó Retromanía, la adicción del pop por su propio pasado. Un estudio donde exponía que, si bien todas las épocas de la música pop han estado influidas por décadas anteriores, al llegar el siglo XXI la sociedad se fascinó con los movimientos culturales pretéritos. La ensayista madrileña incide en que "las generaciones mayores siempre han visto con recelo las modas musicales o culturales de las más jóvenes, pero ahora incluso las propias generaciones jóvenes miran a la época de sus padres con anhelo. Muchos de los asistentes a los festivales clon y los remakes son jóvenes que ni siquiera vivieron el momento original".

Se echa de menos un pasado que no vivieron, y se quiere repetir exactamente tal y como fue. "Es una salida melancólica", sentencia San Miguel, "considerar que una vez hubo una Edad Dorada de plenitud y vivir mirando por el retrovisor a esa soñada Edad Dorada, que en rigor nunca existió. En lugar de eso, me parece más fructífero imaginar salidas políticas y culturales para los retos que enfrentamos en el presente y en los pasados que nunca pudieron ser y que deben ser inventados".

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