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¿Por qué hay tanta polarización política en España y el mundo?
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¿Por qué hay tanta polarización política en España y el mundo?

De Albert Rivera a Pedro Sánchez, de Donald Trump a Jeremy Corbyn: las políticas del enfrentamiento tienen motivos globales y no será fácil volver a los pactos y el entendimiento

Foto: Imagen: Pablo López Learte
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La polarización y el bloqueo político son los temas del momento. El fortalecimiento del populismo y las transformaciones de nuestros sistemas de partidos en mitad de una crisis que parece endémica ha hecho cundir la sensación de que nuestros políticos viven hoy más enfrentados que en el pasado y de que tanto España como la mayoría de países de nuestro entorno están instalados en la parálisis y la división. No hace falta más que asomarse al debate presidencial entre Trump y Biden, repasar la hemeroteca de nuestros últimos debates de investidura o analizar el debate político en Reino Unido tras el Brexit. Esto no se restringe a las democracias avanzadas. Países como Brasil, Chile o India también acusan aumentos en la polarización y el enfrentamiento político. En general, tenemos más fragmentación y, a la vez, más división, lo cual es una combinación con efectos potencialmente perniciosos para la estabilidad, la gobernabilidad y las reformas en las democracias.

Que la polarización sea un fenómeno global ya nos indica que sus causas son profundas y que su solución va más allá de la política de un país concreto. En este sentido, creo que tenemos razones para pensar que la polarización está aquí para quedarse y que puede ser un factor definitorio de nuestro debate político en el futuro. Algunas de las transformaciones que la política ha vivido en los últimos años son terreno abonado para que la polarización aparezca. Aquí me gustaría resaltar tres de estos cambios: la globalización, la volatilidad y la apertura de los partidos políticos.

El malestar de la globalización

En primer lugar, la polarización está relacionada con el avance de la globalización. Esta convierte a la polarización en una opción estratégica más atractiva para los partidos políticos. Una opción fácil a la que recurrir en un mundo cada vez más complejo y restringido.

Uno de los pilares tradicionales de la política es que los partidos políticos han de representar programas electorales claramente diferenciados. La distinción entre la izquierda y la derecha era evidente en las políticas económicas, distributivas y sociales. En cambio, con la globalización, la capacidad de los partidos políticos de ganar elecciones a partir de políticas diferenciadas se ha limitado enormemente. Como bien explica el economista Dani Rodrik, la hiperglobalización del mundo posterior al tratado de Bretton Woods, que estableció las reglas comerciales y financieras que regían el mundo, restringe la capacidad de los gobiernos de decidir soberanamente sus políticas. Tras el colapso del sistema Bretton Woods, la liberalización de los flujos internacionales y la alta movilidad del capital limita las acciones de los gobiernos. Como consecuencia, las diferencias reales en la política económica de los partidos políticos son cada vez menos perceptibles. Las políticas keynesianas ya no son un signo de identidad inequívoco de la izquierda. En el caso de Europa, los gobiernos han de aplicar políticas dentro de unos límites fijados desde Bruselas.

Recordemos el giro de 180 grados de Rodríguez Zapatero. Rajoy tardó una semana en incumplir todas sus promesas de campaña.

Esto difumina la percepción para los ciudadanos de que votar por un partido u otro tiene consecuencias relevantes para las políticas que se van a terminar desarrollando. Incluso cuando los partidos intentan llevar a cabo políticas diferenciadas, las reacciones de los mercados internacionales, las organizaciones supranacionales y, en definitiva, el entorno económico actual lo condicionan considerablemente. Recordemos el giro de 180 grados de Rodríguez Zapatero, transitando drásticamente de una política expansiva a una de austeridad. Igualmente, Rajoy tardó una semana en incumplir todas sus promesas de campaña.

En cambio, aunque la globalización haya avanzado, los procesos electorales no se paran. Los partidos políticos siguen compitiendo por ganar elecciones. Y, por tanto, si en el contexto actual, los partidos ya no pueden utilizar los resultados de sus políticas como un factor distintivo para ganar elecciones, tendrán que recurrir a otras cuestiones para distinguirse de sus adversarios. Así, los partidos enfatizarán más las identidades y lo que sus posiciones representan sobre que lo que sus políticas verdaderamente consiguen. Cambian, por tanto, los elementos que ponen sobre la mesa para que los votantes les den su confianza. Así, pasamos de la política de los hechos a la política de la identidad, de la moralidad, e incluso de la teatralidad, en las cuales la polarización es un elemento fundamental. El discurso sobre lo que uno dice representar (casualmente siempre cosas moralmente buenas) y lo que representan los otros (siempre algo perniciosas) se convierte en más importante y más recurrente; es la opción más a mano para competir electoralmente cuando las políticas no nos pueden diferenciar tanto. La desacreditación del rival es una de las pocas herramientas disponibles. Si un partido de izquierdas no puede mostrar que es capaz de aumentar el gasto social lo suficiente para satisfacer a sus votantes, les convencerá apelando a la identidad de clase y afirmando que, a pesar de ello, es el partido que defiende a los trabajadores. La derecha, incapaz de aplicar políticas distintas a las de su rival de izquierdas, intentará convencer a sus votantes de que son el dique de contención frente a las amenazas a la nación. La polarización lo tendrá mucho más fácil para emerger en este contexto.

placeholder El debate de la campaña presidencial entre Donald Trumpy Joe Biden del pasado miércoles. (Reuters)
El debate de la campaña presidencial entre Donald Trumpy Joe Biden del pasado miércoles. (Reuters)

El votante se ha vuelto infiel

Un segundo factor que, a mi juicio, explica el aumento de la polarización es la mayor volatilidad del electorado. En el modelo tradicional de la política, podemos entender que los partidos tienen dos tipos de votantes: los votantes volátiles y los votantes fieles. Los primeros son promiscuos e indecisos. Los segundos votan al partido en toda circunstancia. Mientras que el partido no puede contar con seguridad con los votantes volátiles, los segundos se mantienen fieles incluso en las horas bajas. Gran parte de la labor del partido se dedicará a convencer a los indecisos, que son esenciales para ganar elecciones. Pero cuando las cosas no van bien, los votantes fieles son el ejército de reserva. El partido recibe el oxígeno de sus votantes fieles que le garantizan poder pasar el invierno de la legislatura hasta tener una nueva oportunidad en las siguientes elecciones.

El equilibrio entre votantes fieles y votantes volátiles se ha roto. Ha aumentado el número de quienes no se identifican con ningún partido

El equilibrio entre votantes fieles y votantes volátiles se ha roto. En las últimas décadas, el número de votantes que no se siente identificado con ningún partido y que es más propenso a cambiar su voto ha ido en aumento. Esto tiene una parte sin duda muy positiva. Somos ciudadanos con un sentido de la eficacia política mayor, con mayor exigencia a los políticos y menos conformistas. Y podemos pensar que esto da mayores incentivos a los políticos a ser buenos gobernantes.

La volatilidad, en cambio, también conlleva otras consecuencias. Los partidos se convierten en más aversos al riesgo y cortoplacistas. Cuando un partido tiene bases electorales menos sólidas, su capacidad para mirar a largo plazo se resiente. Esto es particularmente relevante a la hora de llegar a acuerdos con el resto de partidos. Los partidos son más temerosos de ceder y transigir con los otros y se instalan en posiciones de bloqueo. Llegar a acuerdos con el restos de fuerzas políticas es más arriesgado cuando un paso en falso te puede costar mucho apoyo electoral, incluso la irrelevancia. Con bases sólidas, un partido podía correr riesgos y llegar a acuerdos con partidos de ideología contraria. Si ese acuerdo no salía bien siempre contaban con el ejército de reserva de los votantes leales. En cambio, hoy los partidos políticos se juegan más en cada decisión. La respuesta de los partidos es encastillarse en sus posiciones y negociar con más líneas rojas.

placeholder El presidente del Gobierno Pedro Sánchez en el Congreso de los Diputados. (EFE)
El presidente del Gobierno Pedro Sánchez en el Congreso de los Diputados. (EFE)

Los ejemplos abundan. Cuando Ciudadanos decidió jugar la partida de convertirse en el partido mayoritario del bloque de la derecha, lo hizo con una receta principal: ahondar en la polarización. Entre el Albert Rivera que no veía rojos ni azules y el Albert Rivera que se refería a la “banda” de Sánchez hubo un cambio fundamental: cuanto más aspiraba a ser el partido más votado de la derecha, más polarizador fue su discurso. En las elecciones de abril de 2019 Rivera entendió bien la situación (aunque no fuera capaz de jugar bien la mano). En un contexto en que hay mucha volatilidad y poco movimiento entre bloques, señalizar claramente que era un partido que no estaba dispuesto a hacer concesión alguna al PSOE era su receta para evitar que sus votantes se fueran al resto de partidos de la derecha. Esa estrategia le dejó a un punto de convertirse en el líder de la oposición. Con bases electorales más sólidas, probablemente la estrategia del partido habría sido distinta y Ciudadanos se habría visto más dispuesto a llegar a un acuerdo con el PSOE de Pedro Sánchez.

Otra consecuencia de la volatilidad es que los partidos viven más pendientes de los votos que pueden perder que de los que ganan. Si un líder político percibe que sus rivales tienen mucha más capacidad de robarle votos, muchas de sus energías se dedicarán a desacreditar al resto de partidos. Cuando la amenaza del rival es menor, uno puede ignorarlo o dedicarle menos atención. Cuando la amenaza es mayor, los esfuerzos por crear un antagonismo aumentan. Polarizar y desacreditar al otro es una estrategia destinada a evitar fugas cuando las vías de salida son mayores.

Más poder para los militantes

Finalmente, otro factor al que creo que hemos prestado poca atención en su capacidad de transformar la política es el de los cambios en las estructuras de los partidos políticos. Los partidos políticos en España, y en la mayoría de los países de nuestro entorno, se han convertido en organizaciones más abiertas. Las primarias, tan infrecuentes hace apenas una década, hoy son un mecanismo habitual de elección de líderes. Hasta el Partido Popular, en el que Aznar ungió a Rajoy con su dedo en 2004, ha cambiado su sistema de elección del Presidente y ha dado la voz a la militancia (aunque en una fase posterior y definitiva son todavía los compromisarios los que deciden).

placeholder Jeremy Corbyn, ex líder del Partido Laborista británico, en un acto de campaña en 2019. (Reuters)
Jeremy Corbyn, ex líder del Partido Laborista británico, en un acto de campaña en 2019. (Reuters)

Las primarias se han convertido en un símbolo de la democratización de los partidos. Sin duda, las primarias anima a los ciudadanos a acercarse más a estas organizaciones. Cuando en 2015 Jeremy Corbyn anunció que se presentaría a la secretaría general, el Partido Laborista experimentó un aumento espectacular de su militancia con nuevos miembros deseosos de ser influyentes en la elección del secretario general. Pero como todo, no existen formulas mágicas. Este aumento del poder del militante en muchos casos no ha supuesto una verdadera revitalización de las estructuras del partido. Más bien al contrario, los partidos se han convertido en organizaciones más verticales. ¿Dónde quedan, por ejemplo, los círculos de Podemos que en una primera fase parecían foros de deliberación que informaban el programa político del partido? En la actualidad, Podemos es claramente un partido cesarista y jerarquizado.

Las primarias dan oportunidades para que líderes con posiciones más extremas y más tribales tengan opciones de ganar

Esta mayor apertura y democratización de la elección del líder también tiene otras implicaciones. Siguiendo con el ejemplo anterior, no es casualidad que Corbyn, una figura claramente polarizadora en el Reino Unido, fuera el primer ganador de un proceso abierto de primarias en el Partido Laborista. Las primarias dan oportunidades para que líderes con posiciones más extremas y más tribales tengan opciones de ganar. Los militantes de base, por lo general, suelen tener posiciones más extremas que la élite del partido y que sus votantes. Esto se conoce en Ciencia Política como la ley de May. Los activistas suelen ser ciudadanos muy comprometidos con unas ideas y menos dispuestos a aceptar líderes conciliadores con el resto de partidos. Por tanto, reglas de funcionamiento que dan más voz a los militantes generarán líderes más polarizadores y extremos. Para ganar las primarias, los incentivos de los candidatos es presentarse como guardianes de las esencias.

A la vez, las primarias debilitan los equilibrios internos. El líder no tiene gran necesidad de acordar sus posiciones con los barones del partido porque puede sobrevivir gracias al voto de la militancia. Los aparatos de los partidos, tan denostados, en realidad ayudan a filtrar políticas, candidatos y discursos. Dentro del aparato coexisten distintos intereses que empujan hacia la moderación del partido. Cuando solo priman los intereses del líder y este se alinea con un cuerpo electoral, los militantes, con posiciones menos flexibles, el partido termina siendo menos propenso a la conciliación y más beligerante. Recordemos la investidura de Rajoy en 2016. El aparato del PSOE forzó la dimisión de Pedro Sánchez ante su negativa a dar una salida al bloqueo político y el partido terminó absteniéndose para permitir un nuevo mandato de Rajoy. En aquella ocasión el aparato actuó como contrapeso, pero la victoria del aparato duró poco. Pedro Sánchez volvió a la secretaría general encumbrado por la militancia. El líder no necesitó reconciliarse con el aparato. Le bastó hacer bandera del “no es no” para volver a la secretaría general ganando a Susana Díaz, quien contaba con el apoyo de casi todo el aparato. Es difícil pensar que una jugada como la abstención vuelva a repetirse en el PSOE. En el futuro, el aparato sabe que tiene la batalla perdida frente a un líder que se presente como el representante legítimo de la militancia.

Estos son solo algunos apuntes sobre algunas cuestiones que pueden fomentar la polarización. No son ni mucho menos las únicas. Tampoco son una invitación a resignarse. Mi argumento general es que si queremos entender por qué la polarización está avanzando, debemos intentar entender las causas estructurales. La política ha cambiado enormemente en las últimas décadas. El modelo clásico en el que se basaba la política electoral -partidos con votantes fieles y políticas diferenciadas- está en declive. El nuevo contexto global y el modelo de la política que emerge en este escenario es un campo abonado para una mayor polarización. Cualquier solución que se proponga será desde el entendimiento de cuáles son las nuevas coordenadas.

*Ignacio Jurado es politólogo y profesor de la Universidad Carlos III de Madrid

La polarización y el bloqueo político son los temas del momento. El fortalecimiento del populismo y las transformaciones de nuestros sistemas de partidos en mitad de una crisis que parece endémica ha hecho cundir la sensación de que nuestros políticos viven hoy más enfrentados que en el pasado y de que tanto España como la mayoría de países de nuestro entorno están instalados en la parálisis y la división. No hace falta más que asomarse al debate presidencial entre Trump y Biden, repasar la hemeroteca de nuestros últimos debates de investidura o analizar el debate político en Reino Unido tras el Brexit. Esto no se restringe a las democracias avanzadas. Países como Brasil, Chile o India también acusan aumentos en la polarización y el enfrentamiento político. En general, tenemos más fragmentación y, a la vez, más división, lo cual es una combinación con efectos potencialmente perniciosos para la estabilidad, la gobernabilidad y las reformas en las democracias.

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