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Recuerdos que son alas
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Recuerdos que son alas

La magdalena de Proust o el avión de madera -que dio media vuelta al mundo- de Quim Aranda, estamos hablando de lo mismo; un objeto epifánico,

La magdalena de Proust o el avión de madera -que dio media vuelta al mundo- de Quim Aranda, estamos hablando de lo mismo; un objeto epifánico, capaz de desencadenar un torrente de recuerdos y de iniciar un periplo literario, espiritual -catártico: “El pecado de haber nacido en Escua, el pecado de ser un inmigrante, el pecado de que apenas si teníamos dinero en casa, el pecado de no hablar más catalán que decir collons, collons, como mi padre, el pecado de no mirar hacia atrás”- y físico. Su viaje a Buenos Aires es “una toma de conciencia, un aprendizaje, la recuperación de unas vidas que había arrinconado” (p. 28). Ese viaje -o, más exactamente, la carta que le llama a hacerlo- y, sobre todo, el avión de madera que evoca, son la proustiana magdalena de esta historia.

Bien pronto (p. 25) justifica la elección de la estructura narrativa. Si bien el aliento es clásico, la arquitectura es totalmente contemporánea. Así, el narrador se propone ir poco a poco, de manera ordenada, “para evitar que unos a otros se sobrepongan hasta confundirse”, pero “¿y si la memoria fueran estímulos que se azuzan unos a los otros, saltos hacia delante en el tiempo, vueltas atrás apresuradas y sin sentido aparente?”. La novela resulta absolutamente honesta en el sentido de que todo argumento narrativo se subordina a las necesidades del relato, sin encauzarlo sino dejándolo correr de forma natural.

En narrador, Marcelo, construye la historia a partir de sus propios recuerdos (“palabras que arriban desde el pasado y que nos vinculan a él”), de los cuadernos de don Ricardo, el médico de Escua, de las cartas de su abuela Teresa (“aquellas cartas [...] eran, en el fondo, la misma: una novela, la historia de sus vidas”) y de su propia imaginación (“a veces no es suficiente con mirar al pasado para encontrar una respuesta. A veces el pasado no quiere responder y sólo se puede imaginar”). Aunque los referentes históricos más antiguos se remontan a la guerra de África (1919-1926), en la que combatió y fue herido su abuelo, el grueso del relato discurre a través del desarrollismo franquista, el mismo que se lleva por delante Escua en nombre del progreso.

Escua, su solar familiar, fue tan insignificante que estaba condenado a desaparecer de los mapas y aun del recuerdo. Como tantos pueblos del sur peninsular estaba destinado a nutrir con sus hijos los arrabales de las grandes urbes, pero éste con más razón pues, en los años cincuenta, se decidió que quedara sepultado por las aguas de un pantano al que Franco no se dignó a inaugurar -sintomático cuando su mote, uno de ellos, era “Paco el Rana”-. Su familia sufre una diáspora que les dispersa por medio mundo, el medio mundo que recorre el avión del título, “un avión, un avión de madera. Herencias que son como anclas” (p. 132). Cuando la carta de su tía Magda le llama a reunirse con ella en Buenos Aires para devolverle aquél avión -el avión es, como la emigración, un símbolo del olvido a través de su quintaesencia, la partida- que su padre le construyó.

Pocas editoriales se atreverían a publicar una novela de más de seiscientas páginas -tras una primera criba; tampoco le habría venido mal una poda más-, de un autor desconocido; Candaya, lenta pero segura, va constuyendo un catálogo sólido y rico de libros, además, muy bien editados, con pasión artesana. Y la novela también obedece a la misma pasión, al amor por lo narrado que da lugar a un mundo novelesco amplio y hondo, surcado por vetas de dolor -la “sobrecarga de tristeza” que padece el pueblo de Escua, aunque afecte más al sastre- y nostalgia. Pero una nostalgia dulce por cuanto se reconcilia con el pasado.

LO MEJOR: el poderoso universo narrativo, realista y emotivo.

LO PEOR: algunas partes resultan repetitivas.

La magdalena de Proust o el avión de madera -que dio media vuelta al mundo- de Quim Aranda, estamos hablando de lo mismo; un objeto epifánico, capaz de desencadenar un torrente de recuerdos y de iniciar un periplo literario, espiritual -catártico: “El pecado de haber nacido en Escua, el pecado de ser un inmigrante, el pecado de que apenas si teníamos dinero en casa, el pecado de no hablar más catalán que decir collons, collons, como mi padre, el pecado de no mirar hacia atrás”- y físico. Su viaje a Buenos Aires es “una toma de conciencia, un aprendizaje, la recuperación de unas vidas que había arrinconado” (p. 28). Ese viaje -o, más exactamente, la carta que le llama a hacerlo- y, sobre todo, el avión de madera que evoca, son la proustiana magdalena de esta historia.