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Soltad amarras
  1. Cultura

Soltad amarras

El mar es una superficie emocional y un todo dinámico, permanentemente cambiante; un amante caprichoso capaz de las mayores crueldades. El mar es una suerte de

El mar es una superficie emocional y un todo dinámico, permanentemente cambiante; un amante caprichoso capaz de las mayores crueldades. El mar es una suerte de espejo vivo que refleja las ilusiones, las esperanzas, los miedos del voluntario navegante, del azaroso pasajero. Es inevitable, pues, que el escritor se vierta sobre las volutas marinas, que el mar sea uno de los lugares narrativos por antonomasia. Después de todo, la Odisea, una de las obras fundacionales de la narrativa occidental, es una novela náutica. El mar, que recibe los epítetos de anchuroso y vasto, puede erigirse, narrativamente, en obstáculo o camino o vía de salvación o de perdición; lo surcan piratas o héroes, o simples grumetes o exploradores perdidos, y el náufrago puede reconstruir toda su civilización tan lejana en una isla desierta, o hundirse para siempre en el reino de Neptuno.

Por ello, es más que adecuado que la narrativa marina se recoja en una antología, sumando múltiples puntos de vista, para expresar la experiencia humana de la navegación. El argentino Juan Bautista Duizeide, avalado por Arturo Pérez-Reverte, resulta ser un nauta literario que ha recogido y seleccionado una buena serie de relatos navales. Parecería que la narrativa marina es patrimonio de la literatura anglosajona, y que las demás tradiciones sólo pueden aspirar a componer versos acuáticos; Duizeide sin embargo recopila además autores en castellano, desde los archiconocidos Borges o García Márquez hasta los -para mí- desconocidos Leopoldo Brizuela o Haroldo Conti. No podía faltar, por supuesto, la figura imponente del gran maestro -con permiso de Melville- de la literatura naval, Joseph Conrad, que participa además con uno de los relatos mejores, no sólo de la antología, sino de la literatura universal, Juventud.

Dividida en tres partes, Singladuras, Orillas y Naufragios, por las páginas de la antología desfilan Quiroga, Maupassant, Mutis o Arlt, ofreciendo al lector retratos de triunfos y fracasos, barcos de altura y de bajura -incluso de agua dulce-, rumbos sin destino y rumbos que son destinos en sí mismos. Aunque no falta la típica cháchara marinera -en Mancuso, de Carlos María Domínguez, por ejemplo- ese lenguaje tan privado y sugerente -un barco parte al puño, que no es igual que irse a hacer puñetas- no ocupa, por desgracia, un lugar prioritario en la selección de Duizeide, pensada para un público amplio. Con inteligencia ha sabido escoger relatos variados, que componen un arco amplio donde cualquier lector podrá encontrar piezas de su gusto.

Claro que predomina, como resulta casi inevitable, la melancolía. Pero hay incluso espacio para el terror, con Los buques suicidantes de Quiroga o Una voz en la noche de Hope Hodgson -terror romántico, quizá-, para el humor, con El barco que se hunde, de Stevenson, hasta para el relato antropológico con Luna roja, de Brizuela-. No es necesario, como hace Pérez-Reverte, leer libros como éste en alta mar, porque al lector siempre le basta con su imaginación: suelte amarras y fíe el rumbo, como los antiguos polinesios, a las buenas divinidades marinas y sus literarios sacerdotes.

LO MEJOR: La cantidad de distintos navegantes que surcan esta selección.

LO PEOR: ¿No hay singladuras felices?

El mar es una superficie emocional y un todo dinámico, permanentemente cambiante; un amante caprichoso capaz de las mayores crueldades. El mar es una suerte de espejo vivo que refleja las ilusiones, las esperanzas, los miedos del voluntario navegante, del azaroso pasajero. Es inevitable, pues, que el escritor se vierta sobre las volutas marinas, que el mar sea uno de los lugares narrativos por antonomasia. Después de todo, la Odisea, una de las obras fundacionales de la narrativa occidental, es una novela náutica. El mar, que recibe los epítetos de anchuroso y vasto, puede erigirse, narrativamente, en obstáculo o camino o vía de salvación o de perdición; lo surcan piratas o héroes, o simples grumetes o exploradores perdidos, y el náufrago puede reconstruir toda su civilización tan lejana en una isla desierta, o hundirse para siempre en el reino de Neptuno.