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Oscar y Haneke, un amor imposible
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Oscar y Haneke, un amor imposible

Las apuestas a este lado del Atlántico abrían grietas a la posibilidad de que Michael Haneke (Múnich, 1942) se convirtiera en la sorpresa de la gala

Foto: Oscar y Haneke, un amor imposible
Oscar y Haneke, un amor imposible

Las apuestas a este lado del Atlántico abrían grietas a la posibilidad de que Michael Haneke (Múnich, 1942) se convirtiera en la sorpresa de la gala de los premios Oscar, como si a lo largo de su historia la celebración del cine más difundida y más sectaria guardase oportunidades a lo imprevisible. Con cruzar el charco es suficiente para que todos los galones se pierdan por el camino, antes de aterrizar en el aeropuerto internacional de Los Ángeles (LAX). La alfombra roja hablaba de lo previsible cuando le pidieron al actor Christopher Plummer que se mojara ante todo el mundo y él reconoció que La vida de Pi era “una obra maestra”. Había evidencias más que notables de que la noche de éxito de Haneke no estaría en el Dolby Theatre, sino en el Teatro Real. El amor entre Haneke y Oscar es imposible, para entregarse a la relación uno de los dos debería cambiar por completo y seguir estas recetas.   

UNO. Si es amor, que sea por Hollywood. A Michael Haneke le habían marcado el camino de las baldosas de oro hacia la estatuilla. El amor es un buen tema, una apuesta a caballo ganador. Con él el cine europeo ha entrado sin permiso hasta la cocina de Hollywood. Si lo llaman amor cuando quieren decir premio es porque los académicos no quieren un cóctel terminal de sufrimiento, ternura, compasión y muerte. No al amor con dolor. No a la cruda realidad, Michael. Prefieren amor en su más pura esencia inverosímil; jurarán fidelidad aunque la película sea (muda) en blanco y negro, sin estrellas y francesa. Nada importa si es amor por Hollywood. Pero si en una película de amor matas el romanticismo, estás sentenciado.

DOS. Que Dios te acompañe. La última palabra en Hollywood la tiene Dios, es decir, la taquilla. La Academia es una entidad politeísta unida por la palabra y el mandato de la taquilla. Todo lo que diga ella va a misa y sube los peldaños del escenario del Dolby Theatre a recoger su estatuilla. No importa el género, el color o la nacionalidad. Los últimos pelotazos europeos en la meca del cine comercial dejan al descubierto las debilidades de la película de Haneke: La vida es bella, recaudó en EEUU 57 millones de dólares; The Artist, 44 millones de dólares; Amelie, sumó 33 millones de dólares; Amor, 5 millones de dólares. Se calcula que sólo Lincoln y Argo han invertido cerca de 8 millones de dólares en perseguir a los académicos para captar su voto. 

TRES. Hagas lo que hagas, no te pongas solemne. Un buen montaje para el perfil sesentón que reina el voto académico es el que demuestre que no está obsesionado por que le tomen en serio. Si tratas un tema trascendental, como el Holocausto, el hambre y el barro deben tener menos presencia que la parodia y la esperanza. Sólo hay una cosa que un académico deteste más que un fracaso en taquilla o una película mal distribuida: el tufillo Schopenhauer. Todo lo que no sea fresco como una lechuga Argo, será vapuleado como Lincoln. El dicho nada vale nada frente a una imagen lo inventaron en Hollywood para declarar la guerra a la solemnidad, empecinada en encumbrar a la palabra, los discursos y la sinceridad, y en matar al espectáculo.

SEIS. La dignidad está sobrevalorada. Para pasar por la derecha a Martin Scorsese, Steven Spielberg o George Clooney y hacerse con los máximos honores en los premios de la Academia, no importa –insistimos- si no tiene diálogos y es blanco y negro. Un homenaje europeo a Hollywood siempre será bien recibido; el análisis de los afectos no, siempre y cuando no sea para amasar con el cartero sobre la mesa de la cocina como si fuera la última vez que amasas o hiciera siglos que no amasas. La vida al pie de un funeral es un ensayo incorregible, una declaración de incertidumbres insoportable. Experimentos que si confirman algo es la propia vulnerabilidad del ser humano sin tener que luchar con las fuerzas del mal.

SIETE. La verdad no estropea películas. Lo que las estropea es que el tema principal sea la manera de afrontar el sufrimiento de un ser querido que se va a morir. No, eso no. La verdad está bien, sobre todo si trata de asuntos políticos que se pueden alterar en thrillers con persecuciones por zocos y asaltos a embajadas. La verdad necesita de la ficción para llevarla a pantalla gigante. Moldear la realidad requiere de una maestría técnica al alcance de pocos. Por maestría no se entiende en el más allá del Atlántico precisión de la vida de la cámara en una escena de interiores. El movimiento interior de los personajes no es tan importante como el frenesí de unos buenos exteriores con persecuciones. Lo más europeo que están dispuestos a tragarse, en esa línea, es un amor alegre, colorido y con acordeones. Suficiente con que los académicos hayan elegido a Haneke como mejor película de habla no inglesa sin saber pronunciar su apellido.  

Las apuestas a este lado del Atlántico abrían grietas a la posibilidad de que Michael Haneke (Múnich, 1942) se convirtiera en la sorpresa de la gala de los premios Oscar, como si a lo largo de su historia la celebración del cine más difundida y más sectaria guardase oportunidades a lo imprevisible. Con cruzar el charco es suficiente para que todos los galones se pierdan por el camino, antes de aterrizar en el aeropuerto internacional de Los Ángeles (LAX). La alfombra roja hablaba de lo previsible cuando le pidieron al actor Christopher Plummer que se mojara ante todo el mundo y él reconoció que La vida de Pi era “una obra maestra”. Había evidencias más que notables de que la noche de éxito de Haneke no estaría en el Dolby Theatre, sino en el Teatro Real. El amor entre Haneke y Oscar es imposible, para entregarse a la relación uno de los dos debería cambiar por completo y seguir estas recetas.