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Por las palomitas al cielo: crónica de un contagio
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decameron 20 20

Por las palomitas al cielo: crónica de un contagio

Hemos reclutado a los mejores escritores en español para que nos brinden historias con que resistir al encierro y nuestro primer invitado es el escritor Hernán Migoya. Relájense y disfruten

Foto: Imagen: EC.
Imagen: EC.

Es un rollo tener tantas amantes en Lima y no poder contactar con ninguna por culpa de la cuarentena del coronavirus.

Casi me fastidia más que haberlo pillado.

La manera en que cogí el virus ha sido de lo más tonta, en verdad. Ya había vuelto sano y salvo de una reunión vespertina de dibujantes de cómic en casa de un veterano artista, demasiado viejo y honorable para que ninguno de nosotros se atreviera a mencionarle que tal vez no resultara tan buena idea realizar la dichosa reunión en plena crisis de contagios. Éramos unos veinte en la asfixiante salita, todos hombres -todos procedentes de aquellos tiempos vetustos en que las mujeres no leían tebe… perdón, en que no había tebeos interesantes para el público femenino- y cada vez que a uno le daba por estornudar y se le sacudía la caspa, los demás mirábamos violáceos hacia la puerta cerrada del balcón.

Yo, por rebajar la tensión y el terror innominado que sentíamos los allí presentes, finté con una broma:

-No he pillado el sida después de acostarme con doscientas tías y ahora que me junto con cuatro autores de historietas, ¡seguro que pillo de todo!

Por sus reojos y ausencia de comentarios comprendí que no les había hecho ni puta gracia.

No pillé el sida tras acostarme con 200 tías y ahora que me junto con cuatro autores de historietas...

Sea como fuere, llegué indemne a casa, con la sensación de haber superado la prueba de contagio definitiva. Así que me felicité y resolví celebrarlo dedicándome el resto de la velada a tragarme repantigado varios episodios de ‘Thriller’, la vieja serie inglesa de misterio escrita por Brian Clemens. Me tumbé en el sofá y a mis pies se estiró Pantera, mi otorongo negro de la selva amazónica, que últimamente me estudiaba como si yo fuera su mascota comestible. Ya había abierto el canal de Youtube en la tele, cuando me di cuenta de que me faltaba algo esencial. ¡Las palomitas!

-Mierda, voy a tener que bajar.

Me da mucha pereza tener que salir a la calle una vez cae la noche. Pero no quedaba otra: contaba con mi lata de cerveza, pero no con mi paquete de 'cancha', como le dicen aquí. Así que me resigné y encaminé mis pasos al centro comercial que hay a dos cuadras de mi piso.

Nada más llegar me asusté: ¡el supermercado estaba desbordado de gente! Numerosas familias numerosas haciendo interminables colas con carritos llenos hasta los topes. Mierda, creía haber leído que ese escenario de aglomeraciones humanas resultaba el más peligroso en cuanto a riesgo de contagio. ¡¡¡MIERDA!!! Putas palomitas, me cago en todas y cada una de vuestras sombras. Lo que me obligaban a hacer para hacerme con ellas.

Tomé aire como cuando era niño y me lanzaba a la piscina, y me zambullí entre el gentío, mirando cabreado a todos los que se me acercaban de frente y no hacían ademán de franquearme el paso. El calor era demoledor. Gotas de sudor empezaron a caerme por el bigote de dos días: ¡hostia puta, si me habían respirado en la cara, el sudor bajaría arrastrando los virus apelmazados hasta mi boca! Este aluvión de clientes putos padres de familia monógamos de los cojones me iba a joder la vida.

¡Si me habían respirado en la cara, el sudor bajaría arrastrando los virus apelmazados hasta mi boca!

Llegué al pasillo de las chucherías y tomé mi primera bocanada en la escafandra de aquel horno colectivo apretando la nariz contra mi hombro, en tanto rezaba para que por el camino no me hubiera cagado una paloma contagiada en ese lado de la camisa. Miré los estantes y flipé ante el desaguisado: ¡apenas quedaba nada! No ya palomitas, sino bolsas de churrucas, cortezas de maíz, las porquerías que me gustaban. ¡Las puñeteras familias habían arrasado con la mayoría de golosinas! La culpa era de sus niños tragones, ¡niños cabronazos, siempre acaparando y saqueándolo todo! ¡¡¡Ellos eran el virus!!!

Me fijé bien en los escasos paquetes de palomitas que languidecían tirados de cualquier modo, como soldados moribundos tras la batalla: todos anunciaban en su envoltorio que eran 'popcorn para microondas' con mantequilla, o con modalidad extra de mantequilla, o 'dulces'… o sea, con una cantidad moderada de mantequilla. No había sobrevivido ni un solo paquete de palomitas saladas o, como mínimo, de sabor 'natural'. Yo podía añadirles la sal en casa, pero así… ¡no había tu tía! No soporto las palomitas dulces.

Mierda, mierda, mierda. Retomé aire hundiendo la cara en el hombro opuesto, para compensar por si tenía el otro contaminado pero no me había calado el residuo radioactivo tras la primera inspiración, y me dispuse a salir corriendo del centro comercial. Al voltear el recodo di de bruces con una cajera con gafas que siempre me había gustado, arrollada en su camino hacia un estante para reponer un montón de rollos de papel higiénico. Me volví como en acto reflejo de la ira acumulada y por suerte la reconocí cuando ya le iba a mentar la madre: por unos segundos nos miramos mientras me apresuraba solícito a recoger y entregarle unos cuantos rollos que se le habían caído. Al devolvérselos, sus ojos brillaron con el silencio tímido que da pie a una iniciativa romántica y sus labios se despegaron mullidos. Ya iba a besarla cuando me acordé de que no podía hacerlo. No era el momento.

Ya iba a besarla cuando me acordé de que no podía hacerlo. No era el momento

¡Podía contagiarme! Las cajeras trabajan muchas horas rodeadas de gente apestosa y mueren a menudo en estas pandemias, sólo que las grandes empresas las sustituyen enseguida por otras pobres cenicientas y pagan a sus familias de deudos de clase humilde para que no cuenten nada.

Así que proseguí corriendo y la dejé dudando de mi amor.

Casi me asfixio antes de alcanzar la calle. Aspiré una bocanada inmensa, justo delante de un grupo de cromañones que bromeaban, escupían y reían en la acera a la espera de clientes. "Taxistas informales”, pensé. Contagio seguro.

Di un rodeo para evitarlos y me iba a encaminar ya a casa, forzado a claudicar en mis planes de recolección palomitera, cuando reparé en el súper del 'grifo' al otro lado de la pista. Nunca entraba en esa tienda de la gasolinera, todo era el doble de caro que en el centro comercial, pero por un día podía pagar medio euro más. Y a lo mejor hasta tenían de las saladas saldadas…

Cuando rebasaba el umbral, me pegué un topetazo con un pelirrojo adolescente, un chico pálido Chernobyl que venía de salida, un puto turista anglosajón de esos que viaja por el mundo en bermudas transmitiendo enfermedades impunemente desde los efluvios de sus sandalias. Me quise echar atrás, pero ya era tarde: le asaltó un acceso de tos que bañó toda mi cara.

-I shit in your whore of mother!!! -grité enfurecido.

Me quise echar atrás, pero ya era tarde: le asaltó un acceso de tos que bañó toda mi cara

Me miró asombrado, el imbécil, como si no me hubiera entendido de sobras. En ese instante de derrota, empapado en esputos infecciosos y encima provenientes de un heterosexual blanco, me sentí tan depre que a punto estuve de largarme sin más a mi piso, a esperar la enfermedad y la muerte.

-Venga, Hernán, ya no tienes nada que perder. Por probar… -que conste que cuando hablo en voz alta se trata de una licencia narrativa, no soy de ésos.

Así que me convencí a entrar en el súper. Había una chica muy guapa atendiendo, pero demasiada cola. Remoloneé en la cola por si tal vez me animaba a pedirle a la chica que saliéramos juntos la noche siguiente. Espera, pensé, seguramente para mañana ya estés muerto. Mejor volverse a casa entonces. Mucho mejor, así no tienes que decidir entre las dos cajeras.

Ya me dirigía a la salida cuando vi las palomitas. Reposaban en el propio mostrador. ¡Y eran de las naturales! Agarré tres paquetes y volví a la cola. Había como diez personas delante mío. La cajera era muy guapa pero muy lenta. La tranquilidad latinoamericana. Jódete, imbécil, por eso te quedaste en este país, por su tranquilidad, ¿no? Jódete ahora y cuécete en los gérmenes de estos cabrones gringos de la cola. Mamones extranjeros, ¿qué mierda hacen en el Perú? ¡Nos vienen a contaminar y a llevarse el oro y la canela!

Por fin me atendió la muchacha. Una andina muy bonita. Le sonreí y me sonrió. Me dolió el euro de más que tuve que pagarle, pero qué demonios, ¡una noche era una noche! Llegué a casa mordiéndome las uñas de nerviosismo. ¿Le habré gustado?, pensaba. Sólo cuando cerraba la puerta del portal caí en que no debía de haberme mordido las uñas, eran otro foco de infección.

Caí en que no debía de haberme mordido las uñas, eran otro foco de infección

Mierda, mierda, mierda. No había manera de que pudiera evitar el coronavirus. Muerto desde la línea de salida.

En la escalera me crucé con mi casero.

-Sr. Migoya, ¿ya se enteró de la cuarentena?

-¿Cuarentena? ¿Qué cuarentena?

-¿No vio la tele? El presidente Vizcarra. Hace tres horas acaba de decretar el estado de emergencia y la cuarentena por dos semanas. ¿No ha visto cómo están las tiendas abarrotadas de gente comprando de todo?

-N-no… No he visto nada… Yo… Fui a dar un paseo por el parque para pensar en ideas y temas para mis cuentos. -Y me hice el literato ofendido-. ¡La realidad no me interesa! ¡¡¡La realidad está superada!!!

-Ah, es verdad, que usted escribe, ¿no? -lo dijo para joderme-. Pues desde mañana no podrá salir a la calle: supere eso. Yo de usted iría corriendo al centro comercial a aprovisionarme. No le van a dejar nada en los anaqueles. Y esa canchita no le va a alcanzar para toda la quincena. ¡Provecho!

En casa, microondeé las palomitas y me puse a comerlas viendo uno de los casos de ‘Thriller’. Por crear calor de hogar, le quise acariciar la barriga a Pantera, pero me gruñó raro. También me tiré un rosario interminable de pedos, aunque eso no era por el virus. Pantera me miró peor. Al salir de Youtube se me ocurrió que quizás un día de éstos debería conectar el televisor a algún canal televisivo, para poder estar informado antes de que fuera demasiado tarde.

Esa noche adiviné quién era el asesino a la primera. Sólo me hizo falta mantener la cabeza fría.

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'Baricentro'

* Hernán Migoya (Ponferrada, 1971) es guionista de cine y cómic y escritor; vive en la actualidad a caballo entre Barcelona y Lima. Su último libro es 'Baricentro' (Reservoir Books), una travesía de regreso a los años cruciales, un viaje del que nadie sale indemne porque rendir cuentas a la infancia significa enjuiciar a la persona en que nos hemos convertido, una novela brutal y tierna sobre la enfermedad y la familia que puedes comprar a continuación.

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En el siglo XIV la peste azotó Italia. Giovanni Boccaccio escribiría años más tarde una obra cumbre de la literatura universal: el Decamerón, donde diez amigos huyen de Florencia a una villa campestre y matan el tiempo contándose historias ligeras, picantes y divertidas. El Decamerón nos recuerda qué importante es la evasión cuando el terror de la enfermedad oprime a los hombres, y en El Confidencial no estamos dispuestos a que las noticias sobre el coronavirus sean todo cuanto tenemos que ofrecerles. Les abrimos en esta sección una puerta abierta a otros paisajes. Hemos reclutado a los mejores escritores para que nos brinden historias que nos sirvan como mascarillas del espíritu, para protegernos del virus de la obsesión. Podrán leerlos miércoles, viernes y domingos.

Si lo desean, pueden enviarnos sus historias a decameron2020@elconfidencial.com

Es un rollo tener tantas amantes en Lima y no poder contactar con ninguna por culpa de la cuarentena del coronavirus.

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