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El triunfo de la mujer a la que los esnobs y la izquierda desprecian por rancia
  1. Cultura
'TRINCHERA CULTURAL'

El triunfo de la mujer a la que los esnobs y la izquierda desprecian por rancia

Es una historia de altanería, desdén y confianza ciega en el futuro que tiene derivadas políticas que van más allá de su protagonista y que describe cómo son las nuevas clases sociales

Foto: Ilustración: El Confidencial Diseño.
Ilustración: El Confidencial Diseño.

Los debates sobre Ana Iris Simón tienen un punto cómico, por disparatados. El tipo de asuntos que aborda la escritora a muchos les parecen nimios, poco relevantes o faltos de sustancia. Sin embargo, para otros son una expresión perfecta del atraso secular y de la ranciedad, cuando no un camino idóneo para que el fascismo se implante. Estas polémicas son divertidas, por complicadas que puedan ser para su protagonista, en la medida en que quienes la critican quedan retratados: que un artículo en el que alaba la amistad pueda ser considerado reaccionario es un sinsentido. En esta época, cualquier cosa cae en la trinchera de las guerras culturales, pero casos como este sobrepasan el límite de lo comprensible.

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Sin embargo, el fondo del asunto va bastante más allá de Ana Iris Simón porque nos sitúa, si se encaja la polémica en su contexto, ante temas políticos de primera magnitud. Lo que se dilucida en las discusiones sobre la escritora va mucho más allá de ella. Acompáñenme en este recorrido por una historia de desprecio, altanería y confianza ciega en el futuro.

1. El futuro contra el pasado: las nuevas clases

Uno de los ejes principales de la política actual tiene menos que ver con el tradicional derecha/izquierda, que con el que marca la línea del tiempo, con la tensión entre los cambios y la estabilidad, entre lo fluido y lo sólido. Lo describía de manera precisa Klaus Schwab, el presidente del foro de Davos: “La línea de la división de hoy no está entre la izquierda y la derecha políticas, sino entre los que abrazan el cambio y los que quieren conservar el pasado. Estos últimos se quedarán atrás”.

No es una mera declaración; es la constatación de un hecho. Gran parte de nuestra economía y de nuestra política se ha dibujado desde este marco. El mensaje dominante era el siguiente: nos está esperando un futuro tejido desde la tecnología, la digitalización, la lucha contra el cambio climático y las nuevas formas de hacer negocios; hay que transformar la sociedad para que pueda enfrentarse a los desafíos, a una economía nueva y a un futuro disruptivo. Había una ola enorme y quien no supiera subirse a ella quedaría anegado. La pandemia no ha hecho más que reforzar este mensaje, en la medida en que ha impulsado el cambio de hábitos, que ha reforzado ese giro tecnológico y ha convencido a gobiernos, como los europeos, para dedicar su dinero, el de los fondos, a estas transformaciones y a promover reformas adaptativas.

La pelea entre un futuro innovador y lo obsoleto y atrasado es la base del discurso político; la guerra cultural no es más que una derivada

Esa prisa por llegar al futuro tenía una contraparte cultural, que ha hecho énfasis en los nuevos derechos, en los cambios imprescindibles en la mentalidad social, y por ese camino se han puesto en primer plano el feminismo, los derechos LGTBI, los nuevos lenguajes, las relaciones con los inmigrantes. Tanto por el lado económico como por el cultural, había una insistencia clara en el progreso, en el avance, en conseguir que la sociedad abandonase los modos caducos del pasado y se dirigiera a los nuevos tiempos. Esta pelea entre el futuro y lo que se debe abandonar por obsoleto y atrasado ha sido la base del discurso de los últimos años, y la guerra cultural no es más que una derivada.

Foto: Ana Iris Simón

Estos discursos tenían algo en común, que eran compartidos por clases sociales diferentes, pero que convivían en espacios muy parecidos. Las clases altas ocuparon un nuevo lugar en el reparto del capital internacional, y se situaron, en lugar de en los estratos superiores del Estado y de las empresas estatales, en las consultorías, en los fondos de inversión, en los puestos más prestigiosos de las empresas cotizadas y en la abogacía de élite. Eran clases muy favorables a la retórica de la innovación, el cambio continuo y la iniciativa emprendedora, que adquirieron además nuevas costumbres y adoptaron nuevas prácticas culturales a la hora de mostrar su éxito. Fueron acompañados, tanto en lo cultural como en lo ideológico, por una tecnocracia creciente, que ejercía de fuerza intelectual, que encontraba en el ámbito académico y en parte del comunicativo el espacio de transmisión de las ideas de los nuevos tiempos, y que caló entre generaciones más jóvenes que aspiraban a llegar a la élite. Y, junto con ambas, estaban también las clases creativas, en gran medida conformadas por jóvenes profesionales que aspiraban a un tipo de vida diferente, cuyas opciones políticas y culturales diferían de los anteriores, pero con las que compartían la convicción en que el futuro sería brillante si se soltaba el lastre del pasado. Del ámbito tecnocrático nació Ciudadanos, y de esta burguesía bohemia surgieron partidos como Podemos y Más País.

2. El pasado como lugar sórdido

Todos ellos, por unos motivos u otros, compartían la creencia en que, para alcanzar las posibilidades reales que ofrecían unos tiempos radicalmente diferentes, había que deshacerse de las viejas maneras de pensar y actuar. La sociedad tenía que cambiar para adaptarse a la nueva época, en la que todo tenía que ser mucho más fluido y abierto.

Foto: La escritora Ana Iris Simón en la presentación de la iniciativa 'Pueblos con futuro', ante Pedro Sánchez el pasado sábado en Madrid. (EFE)

En ese marco, el pasado ha cobrado un nuevo sentido: ya no es el espacio de la Historia, aquello que nos aportaba lecciones para el presente o para el futuro, sino que se ha convertido en un lugar sórdido: en todo aquello de lo que había que alejarse. En la medida en que el pasado tampoco es memoria, sino puro atraso, el presente se configura como un momento redentor, ese en el que es posible solucionar todo lo que los tiempos anteriores habían quebrado. El pasado queda constituido de esta manera como un repositorio de agravios, de cuitas que deben zanjarse de una vez por todas. Para unos era un tiempo ineficiente, obsoleto, lleno de trabas, de burocracia, de normas y de modos de pensar rígidos; para los otros, es la época del machismo, del racismo, del clasismo y del fascismo; de todo esto es de lo que hay que huir, y es algo que hoy por fin podemos hacer.

Cuando afirma que no todo el pasado fue peor, se convierte en molesta: va contra el dogma. Pero lo que dice es innegable en lo económico

Esta forma de pensar recorre mucho de los argumentos que encontramos en el debate público, desde la necesidad de reformar las estructuras económicas hasta los indigenismos que quieren ajustar viejas cuentas con las potencias coloniales; desde el régimen del 78 hasta la costumbre de la gente de vivir de papá Estado, pasando por las tendencias fascistas latentes. El pasado amenaza con regresar de mil modos perniciosos. No es extraño que cuando Ana Iris ha reivindicado una vida más sólida, sus ‘haters’ le hayan respondido colgando fotos de personas famélicas en la España rural de hace muchas décadas o fotos de condiciones laborales infames de los años 50, señalando que esa es la España a la que, en el fondo, se desea regresar.

Foto: Noria de feria

Para ese marco de pensamiento, alguien como Ana Iris Simón resulta problemática porque afirma que no todo fue negativo, que había aspectos mejores que los actuales y que no todo debe desaparecer en el pozo de la historia. Y esto es muy difícil de negar, especialmente en lo económico: las décadas del fordismo en Europa fueron bastante mejores para las clases trabajadoras y las medias que las actuales. Pero esa simple afirmación amenaza con romper el dogma, por lo que los reproches que se le formulan no pueden ser más que agrios.

3. El comodín

Si hay que optar entre un futuro brillante y un pasado en blanco y negro, la elección resulta muy sencilla. Si por un lado tenemos un porvenir de innovación, adelantos técnicos y liberación cultural, y por otro un mundo manual, de labrar el campo con azada y de comer toda la familia en la cocina los mendrugos que se han podido encontrar, es fácil saber cuál va a ser la elección. Pero esta perspectiva, que formar parte de la retórica habitual, ignora por completo las profundas contradicciones que atraviesa, en una época como la nuestra, la relación entre el progreso y lo conservación. A ellas dediqué parte de ‘El tiempo pervertido’, de manera que no volveré sobre el tema, pero sí haré hincapié algún aspecto obvio.

Íbamos a tener una revolución tecnológica y nos hemos encontrado con que los trabajos consisten en llevar comida en bicicleta

El porvenir no ha sido tan divertido como se esperaba. El despliegue de expectativas sobre el progreso, la innovación continua y los grandes avances que íbamos a vivir se ha resuelto, hasta ahora, con tintes negativos: íbamos a tener una revolución tecnológica y nos hemos encontrado con que los nuevos trabajos consisten en llevar en bicicleta comida a casas ajenas. Esta ola de cambios nos ha traído instrumentos más veloces y cómodos, pero también una reestructuración económica reaccionaria que trata de barrer lo construido en la segunda mitad del siglo XX en cuanto a equilibrio social; y el momento geopolítico se parece más al de finales del XIX que al que esperábamos para el siglo XXI. Avanzamos mucho, pero quizá no hacia un buen lugar.

Foto: Antonio Maestre y Fernando Sánchez Dragó, en 'La Sexta noche'. (La Sexta) Opinión
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En medio de esa recomposición, ya no es posible seguir afirmando la potencia enorme del porvenir, entre otras cosas porque esa ya no es la creencia mayoritaria. El discurso dominante entre los jóvenes es que van a vivir peor que sus padres, lo que demuestra que ni siquiera las nuevas generaciones confían en el futuro. Pero en lugar de cambiar las políticas, lo que se ha hecho es modificar el discurso: ahora no se afirma que el porvenir será positivamente disruptivo, sino que se incide más aún en lo malos que fueron los tiempos anteriores y los peligros de regresar a él. No es únicamente en lo cultural, en lo político hay ejemplos claros: los partidos del establishment occidental, incluidos los de izquierda, apenas tienen nada propositivo, pero mucho de reactivo: no están construyendo nada ilusionante, más bien su oferta es la defensa contra ese pasado que quiere volver en forma de extremas derechas y de fascismo. En el plano social ocurre algo similar, ya que las críticas que reciben las discusiones sobre el género, con su lenguaje extrañísimo, son refutadas como si cualquier reparo a sus propuestas no fuera más que una defensa a ultranza del patriarcado de toda la vida. Y las críticas a la ineficiencia de esta democracia liberal son combatidas señalando que la otra opción es mucho peor. El comodín del pasado se utiliza una y otra vez, en lugar de asumir las disfunciones e intentar ponerles remedio.

4. Lo sólido y lo incierto

En medio de todos esos discursos hay personas, y no se plantean las cosas en términos de progreso o de reacción, o de la pelea entre la innovación y la nostalgia; para ellas, la diferencia esencial se sitúa entre lo sólido y estable, y lo fluido e incierto. En lo laboral es evidente, porque las trayectorias profesionales son muy inseguras, porque las rentas del trabajo cada vez tienen menos peso a la hora de garantizar una vida digna, y porque cada vez se perciben menos posibilidades de trazar planes personales que vayan más allá de lo inmediato. Hay personas que viven cómodas en ese entorno, pero no son la mayoría de la gente. El deseo de estabilidad, de cierta seguridad, de protección, es común entre las poblaciones occidentales y se ha buscado, antes que en la política, en terrenos mucho más personales.

Foto: La escritora Ana Iris Simón. (EFE) Opinión
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Un efecto claro de los tiempos difíciles, y estos son percibidos como tales, es que se presta mucha más atención a lo privado que a lo político. Cuando las cosas se perciben mal fuera, se busca dentro. A menudo, este giro ha ocurrido desde el puro individualismo, ya que, en un mundo regido por el éxito, triunfar se vuelve más importante, incluso al precio que sea. Ese ha sido el espíritu de los tiempos, y sigue vivo en muchas de las prácticas contemporáneas, también en aspectos como el furor por el bitcoin. Pero otra parte de la población, y es la mayoritaria, ha vuelto su mirada hacia las cosas cercanas, hacia aquellas que, en un mundo cínico, hipócrita y turbio, entiende importantes, como son la pareja, los amigos o los hijos. Se preocupan por la gente que quieren, tratan de construir un pequeño refugio con ella y siguen adelante. La estabilidad que no encuentran en el entorno social la tratan de construir en su círculo cercano.

Oponerse al cinismo, al pragmatismo egoísta y a las fantasías de charla de café tiene su precio

Lo curioso en el caso de Ana Iris es que ha unido la línea de puntos, y ha subrayado tanto la falta de solidez laboral y las escasas opciones vitales que esa desnudez provoca, como la importancia de los vínculos emocionales en un mundo demasiado fluido, falto de suelo y de raíces. Ambas cosas han molestado, porque van en contra del espíritu de la época, y porque encajan muy mal con la ideología de las tres clases dominantes. Oponerse al cinismo, al pragmatismo egoísta y a las fantasías de charla de café tiene su precio.

5. El desdén

Aclaremos que las explicaciones habituales a la pregunta de por qué nos iba mal y por qué estaban triunfando de repente las extremas derechas, atribuían a los hombres blancos enfadados la causa primera; eran gente con miedo al cambio y a los otros, que viendo que en el nuevo mundo no conservaban su puesto de privilegio, se volvían (todavía más) racistas, machistas y reaccionarios, y encontraban en las noticias falsas y en las banderas al viento el camino de salida a su declive. Así se explicaron el Brexit, la llegada de Trump al poder, el ascenso de Le Pen y tantas otras cosas. Pero Ana Iris no encaja en ese perfil en absoluto, de modo que ese tipo de argumentos no podían utilizarse respecto de la escritora, y además están ya muy gastados en muchos aspectos. En ese giro, la nostalgia y lo rancio han sido las nuevas explicaciones. La estabilidad y la seguridad son nostálgicas y rancias, como Ana Iris. El mismo insulto de siempre, actualizado según las circunstancias. Todo esto, si lo elevamos por encima de la protagonista, tiene efectos políticos profundos. De ellos hablaremos en el artículo de mañana.

Foto: Un diente de león al amanecer. (EFE) Opinión

Pero con Ana Iris ha ocurrido algo todavía menos tolerable para este mundo esnob, engreído y altanero que tacha a quienes se le opone de atrasados, ignorantes y reaccionario. Al no proceder de ninguna de las tres clases que abogan por el futuro (no es rica, ni tecnócrata, ni activista bohemia), se le perdona todavía menos que tome la palabra en el suelo público. Carece de la legitimidad que la pertenencia a algunos de esos estratos le garantizaría. Más al contrario, viene de fuera, pertenece a esa gente que les parece despreciable, y defiende lo muchos de ellos piensan, y eso escuece. Ese “no ser de los nuestros” es uno de los peores pecados que se pueden dar en la vida pública actual, precisamente por el grado de superioridad y de desdén con que se observa a quienes no pertenecen a esos estratos afortunados ni coinciden con ellos. Y eso merece una reflexión profunda.

Los debates sobre Ana Iris Simón tienen un punto cómico, por disparatados. El tipo de asuntos que aborda la escritora a muchos les parecen nimios, poco relevantes o faltos de sustancia. Sin embargo, para otros son una expresión perfecta del atraso secular y de la ranciedad, cuando no un camino idóneo para que el fascismo se implante. Estas polémicas son divertidas, por complicadas que puedan ser para su protagonista, en la medida en que quienes la critican quedan retratados: que un artículo en el que alaba la amistad pueda ser considerado reaccionario es un sinsentido. En esta época, cualquier cosa cae en la trinchera de las guerras culturales, pero casos como este sobrepasan el límite de lo comprensible.

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