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'Síndrome de hielo': la extraña enfermedad que sufren los niños refugiados
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'Síndrome de hielo': la extraña enfermedad que sufren los niños refugiados

El Teatre Lliure estrena una obra sobre el síndrome de resignación que sufrieron en Suecia centenares de menores que huían de la guerra

Foto: 'Síndrome de hielo'.
'Síndrome de hielo'.

Dejaban de jugar, de comer, de hablar, de relacionarse con su familia o sus amigos. Completamente aislados y desconectados del mundo que los rodeaba, se dormían boca abajo y asumían un estado similar al coma o la catatonia, alimentados a través de sondas. Afectaba a niños y niñas de entre 8 y 16 años, hijos de familias refugiadas. Se les llamaba ‘niños apáticos’ y comenzaron a aparecer en Suecia en los años noventa. En algunas ocasiones se recuperaban al cabo de los meses, pero los casos fueron en aumento. Entre 2000 y 2005, fueron detectados más de 400 niños y niñas ‘apáticos’ y, durante dos décadas, especialistas suecos como la doctora Elisabeth Hultcrantz crearon pequeñas unidades para tratar esta enfermedad que ya tenía un nombre: síndrome de resignación.

En 2015, con la crisis migratoria en Europa y el aumento de refugiados pidiendo asilo en Suecia, volvió a dispararse el número de familias con niños que sufrían estos síntomas. Mientras, políticos de ultraderecha declaraban en los medios que los niños fingían para lograr quedarse en el país e impulsaban una nueva Ley de Extranjería mucho más restrictiva con los permisos de residencia. Los niños con síndrome de resignación empezaron a empeorar. Además de nutrir el libro 'Si fueran niños suecos', de la propia Hultcrantz, artículos científicos y periodísticos, las historias de algunos de estos niños fueron llevadas al cine en varias películas: 'Wake up on Mars' y 'Life Overtakes Me' (La vida me supera), esta última nominada al Oscar a mejor cortometraje documental.

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'Síndrome de hielo'.

‘Síndrome de gel’ ('Síndrome de hielo'), dirigida por Xicu Masó y escrita por la dramaturga Clàudia Cedó y el poeta y traductor palestino Mohamad Bitari, cuenta la historia de una de estas familias. Una historia que transcurre en 2016, en la ciudad sueca de Malmö, pero que nos conecta de forma automática con la situación que sufren los más de tres millones de refugiados que ha provocado hasta la fecha la guerra de Ucrania. El montaje, que se estrena el próximo 23 de marzo en el Teatre Lliure de Barcelona, exhibe las costuras de nuestro estado de bienestar, se pregunta si nuestras sociedades tienen una verdadera vocación de acogida más allá de las crisis puntuales y si son refugios y espacios realmente seguros para todos aquellos que abandonan sus países huyendo de la guerra o el hambre.

¿Qué vivieron para desconectar así?

Cedó y Bitari articulan la dramaturgia a partir de la historia de una madre, Emán, y sus dos hijas adolescentes: Barán y Giran. Emán se marcha de Irak en agosto de 2014 huyendo del genocidio del Estado Islámico en la comarca de Sinyar. Llega a Suecia después de un largo viaje con sus hijas y consigue un permiso de residencia temporal para las tres. En 2016 se modifica la legislación de extranjería, mucho más restrictiva, y el Gobierno sueco les notifica que tienen que abandonar el país. Barán, de 16 años, que fue escolarizada nada más llegar a Suecia y aprendió el idioma enseguida, traducirá a su madre la carta en la que les anuncian que serán deportadas. A partir de ese momento, la joven comienza a sufrir los síntomas del síndrome de resignación. Se desconecta del mundo. Respira, pero ha entrado en pausa. “¿Qué ha tenido que vivir una niña para desconectar así? ¿Estamos locos?”, dice alguien sobre el escenario del Lliure.

Mis padres vinieron huyendo de la dictadura de Siria. Cuando llegamos, yo dejé de hablar. Cuando empecé a hablar de nuevo, hablé en sueco

Mientras Barán entra con su familia en el Hospital Público de Malmö para que la traten, otra joven, Lamya, acaba de ser operada de apendicitis. Tiene 27 años y nació en un campo de refugiados en Siria. Se dirige al público y dice: “Yo llegué a Suecia con seis años. Mis padres vinieron aquí huyendo de la dictadura de Siria. Somos palestinos. Cuando llegamos, yo dejé de hablar. Estuve un tiempo sin decir nada y, cuando empecé a hablar de nuevo, hablé en sueco. Recuerdo haber hecho como una especie de nudo. Un nudo aquí en la garganta, y lo apreté fuerte, para que no se deshiciera”. Dos chicas, dos nudos distintos y una sensación de ahogo compartida.

Una historia contada por mujeres

‘Síndrome de hielo’ está narrada y protagonizada por mujeres de orígenes distintos y generaciones diferentes. Agatha, una doctora a punto de jubilarse que lleva años diagnosticando y tratando a niños y niñas con síndrome de resignación, personaje inspirado claramente en la figura de Elisabeth Hultcrantz. Linda, una asistente social que trabaja en el Servicio sueco de Migración, agotada de enfrentarse a ese armatoste sin sensibilidad en que se convierte siempre toda maquinaria administrativa y burocrática. Y Margaret, una psiquiatra de origen nigeriano que tendrá que escuchar de sus pacientes que prefieren que les trate un médico blanco. Mujeres que redactarán páginas y páginas de solicitudes y apelaciones detallando la violencia sufrida por estos niños y sus familias para tratar de convencer al sistema de que han vivido el horror suficiente para hacerles merecedores de su ayuda.

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'Síndrome de hielo'.

Y en toda la obra, un solo hombre que “representa el 'statu quo', el poder, esa sociedad heteropatriarcal que está ahí, inamovible, tomando las decisiones desde su despacho”, explica Clàudia Cedó a El Confidencial. Se llama Christopher, es cirujano y director del hospital, un tipo enamorado de la socialdemocracia europea, del mito de Olof Palme y de sus célebres reformas de los setenta. Le escucharemos decir: “Cambiamos el modelo de familia, conseguimos que las mujeres no dependieran de sus maridos, que los mayores no dependieran de sus hijos, que los jóvenes no dependieran de sus padres, que los enfermos no dependieran de su propia economía”. Las bondades de un modelo que, gracias a multitud de ayudas públicas, promovió la independencia de los ciudadanos suecos, pero que, dice Cedó, “favoreció también el individualismo de la sociedad, y eso choca frontalmente con la condición de un refugiado, que necesita de los demás para salir adelante”.

Los hombres de hielo

‘Síndrome de hielo’ nos habla de niños que apagan su cuerpo cuando su extraordinaria capacidad de adaptación se rebela y su tolerancia al dolor se satura, niños que se desconectan del mundo mientras esperan que alguien tome las decisiones. Nos habla de una Europa que diseña políticas y protocolos para una acogida que suele tener fecha de caducidad y de esa generosidad que muda en rechazo cuando el que cruza nuestras fronteras lo hace en patera y no arrastrando un 'trolley' por una estación de tren.

La obra, que en su título alude al hielo, habla de esa frialdad en la mirada de quien solo observa al individuo y no a la comunidad, de esa frialdad cuando nos declaramos incapaces de cambiar las cosas y nos decimos eso de que es el Gobierno quien ha de solucionar el problema —“Ni tú ni yo podemos hacer nada. No somos malas personas por eso, ¿no?”—. Es la joven Lamya quien le dice al director del hospital, en su despacho, mirándole de frente: “Mi padre me habló de usted, de hombres como usted. Los racistas que dicen ser racistas son como el fuego. Queman, los ves venir. Pero los demás, los que dicen ‘yo no soy racista, no veo los colores, solo veo a las personas’, esos son de hielo. Y son los más peligrosos. Porque sí que hay colores, hija”.

Y en esas palabras de una mujer joven a un hombre mucho mayor que representa a la dirección, que simboliza la autoridad, vemos también el rastro de otros cuestionamientos en otros escenarios sociales y, por qué no, teatrales. En esta obra son las mujeres las que cuidan y las que resuelven, las que buscan las grietas que permitan impugnar la injusticia. Pero también estamos en el Lliure, y esa confrontación con una figura de autoridad resuena aquí con más fuerza que en cualquier otro teatro, tres años después de la dimisión de Lluís Pasqual al frente de su dirección, tras ser acusado de malos tratos y despotismo.

En 'Síndrome de hielo' se echa de menos más energía, más brío en escena y algo más de imaginación y ambición artística

Xicu Masó, director de la obra, decide contar esta historia en catalán y en árabe y lo hace con una puesta en escena realista, en un espacio inhóspito, hospitalario, que divide en varios ambientes: una consulta, una sala de espera, una habitación, una máquina de 'vending', otra de agua, un perchero con abrigos y paredes de colores. Esos colores pastel que, al tercer día de estar ingresado, no sabes si odias o solo detestas. Al fondo, una cortina azul que, al descorrerse, nos muestra el piso de acogida en el que vive Barán con su familia, con una cama, una mesa de comedor, alfombras, cojines. Un espacio que, a medida que avanza la historia, irá invadiendo el otro, el aséptico, como si la humanidad fuera ganando terreno.

Tras ver un ensayo general una semana antes de estreno, quien escribe esto cree que Xicu Masó tendrá que pulir aún deficiencias en el ritmo y la intensidad de la obra, además de elevar en varios grados la ambición artística del montaje. Tiene tiempo. La historia tiene fuerza y todo a su favor para generar interés en el espectador, pero en ‘Síndrome de hielo’ se echa de menos más energía, más brío en escena y algo más de imaginación. Quizá haya que desactivar el esfuerzo porque el montaje no sea sensiblero o lacrimógeno y apostar por sumergirnos emocionalmente en la experiencia del desarraigo o en el sufrimiento de los refugiados.

* ‘Síndrome de gel’ (‘Síndrome de hielo’). En el Teatre Lliure, del 23 de marzo al 24 de abril. Autoría: Clàudia Cedó y Mohamad Bitari. Dirección: Xicu Masó. Intérpretes: Sílvia Albert Sopale, Muntsa Alcañiz, Judit Farrés, Carles Martínez, Roc Martínez, Ramon Micó, Jana Punsola, Manar Taljo y Asma Ismail.

Dejaban de jugar, de comer, de hablar, de relacionarse con su familia o sus amigos. Completamente aislados y desconectados del mundo que los rodeaba, se dormían boca abajo y asumían un estado similar al coma o la catatonia, alimentados a través de sondas. Afectaba a niños y niñas de entre 8 y 16 años, hijos de familias refugiadas. Se les llamaba ‘niños apáticos’ y comenzaron a aparecer en Suecia en los años noventa. En algunas ocasiones se recuperaban al cabo de los meses, pero los casos fueron en aumento. Entre 2000 y 2005, fueron detectados más de 400 niños y niñas ‘apáticos’ y, durante dos décadas, especialistas suecos como la doctora Elisabeth Hultcrantz crearon pequeñas unidades para tratar esta enfermedad que ya tenía un nombre: síndrome de resignación.

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