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Lo importante no es vivir bien, es que alguien viva peor que tú
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'TRINCHERA CULTURAL'

Lo importante no es vivir bien, es que alguien viva peor que tú

Nos reímos de los que se quejan por tardar una hora en ir al trabajo porque nosotros lo hacemos todos los días, pero no nos paramos a preguntarnos si eso es ni medio normal

Foto: Un viajero en un autobús de Moscú. (Reuters/Evgenia Novozhenina)
Un viajero en un autobús de Moscú. (Reuters/Evgenia Novozhenina)

Si no sigue Twitter, ya se lo cuento yo. El otro día, un sanitario publicó uno de esos mensajes que de vez en cuando tocan una fibra sensible en la mente del español medio, una de esas afrentas que solo pueden saldarse poniendo verde al emisario. La razón, que en su mensaje, el desafortunado joven lamentaba que le hubiesen enviado a trabajar al Zendal, al que tarda una hora en llegar, y que lo había rechazado porque era "incompatible con la vida".

Mi primera reacción fue la misma que todo el mundo, y probablemente la que usted esté teniendo. Es decir, acordarme de que he pasado alrededor de veinte años de mi vida empleando unas dos horas diarias en ir y volver de estudiar o trabajar y, por lo tanto, primero indignarme y luego reírme de él. Pero no hay nada como fijarnos en nuestras reacciones instintivas para descubrir nuestro marco mental, en qué hemos aprendido a creer sin preguntarnos por qué lo creemos.

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A medida que le daba vueltas al mensaje, y aunque el lenguaje utilizado me siguiese pareciendo tremendista e inoportunamente victimista, empecé a caer en que tal vez emplear dos horas diarias en desplazarte a tu lugar de trabajo efectivamente es incompatible con la vida. Al menos, con una vida razonable. Una de esas vidas a las que debemos aspirar, en la que disponemos de tiempo libre, podemos disfrutar de nuestra familia y, de paso, no nos pasamos una décima parte del día contaminando.

Queremos que los demás también experimentan lo que más odiamos de nuestra vida

Para darse cuenta de ello no hay como contarle a alguien que vive a cinco minutos de su curro lo que uno tarda en llegar, aunque para eso sea necesario salir de Madrid o Barcelona. Se llevará las manos a la cabeza, te mirará con pena y, simplemente, no lo entenderá. No sé si, como se dice, el cuerpo del cazador-recolector está diseñado para una vida sedentaria, pero para echar dos horas en el metro, ya te digo yo que no.

Sin embargo, no había ni sombra de duda en las respuestas, que se convirtieron en una enumeración de sufrimientos aguantados, convertidos en argumentos que servían para concluir que eso es lo normal, que se jodiese, que todos pasamos por lo mismo. La conclusión está clara: echar una hora en el coche cada mañana es normal, normalísimo. Cuidado con lo "normal". Es la manifestación más clara de uno de los signos más oscuros de nuestro tiempo, que es pensar que todos los aspectos que detestamos de nuestra vida deben reproducirse en las vidas de los demás, en una perversa expresión de justicia cósmica.

Esta ideología del egoísmo competitivo es resultado de otro problema aún mayor, que es nuestra parálisis, nuestra tendencia a aceptar el mundo tal y como es, dar por hecho que es naturalmente injusto e ilógico y, por lo tanto, que debemos renunciar ya no solo a cambiarlo, sino incluso a hacernos preguntas sobre él. Un experimento. Lea de nuevo el tuit. Enfádese. Respire. Y ahora, siéntese un par de minutos a pensar si es razonable que en Madrid el tiempo medio para llegar a tu trabajo en transporte público sean 62 minutos y si no preferiría que no fuese así, y si de hecho podría haber maneras de optimizar el tiempo y la salud de todos. Obvie el lenguaje y céntrese en el fondo de la cuestión: ¿cómo quiere vivir? ¿Cuál cree que sería la mejor forma de vida?

Quizá en su reflexión se haya dado cuenta de que aunque parece natural, no lo es. Por la captura, sospecho que el autor del tuit vive en mi bario, un par de calles más allá de la mía, y ya se lo digo yo: como persona que vive en el sur de Madrid, sé que no es casualidad que todos tengamos que desplazarnos al norte para trabajar. Está estudiado que responde a un modelo de ciudad que se reproduce en otras capitales europeas y en las que las empresas se instalan en las zonas más accesibles para los niveles socioeconómicos más altos.

Todo se va al norte, y como bien sintetizó un vecino, en Carabanchel o curras de camarero o en un taller, o te vas al otro lado de la M-30. Lo bueno de haberse criado en el extrarradio es que eres consciente de que las distancias son dinero.

La meritocracia perversa es aguantar lo que te echen con la esperanza de salir de ahí

La realidad es que unos tenemos que pasar una hora en el transporte para ir al trabajo y otros tardan unos minutos, y la diferencia entre unos y otros no es siempre casual. La ideología del egoísmo competitivo nos pide que entendamos la realidad como un sacrificio continuo, en el que si el esfuerzo y el mérito ya no garantizan nada, lo justo es que todos suframos en igualdad de condiciones, algo que también ocurre con la retórica que tacha a los funcionarios de privilegiados. Es lo que se ha denominado el dilema del tranvía de los 'boomers', que considera que todo avance es injusto para todas las personas que no han podido disfrutar de él en el pasado.

A quien nunca se le reprocha nada es a quien se monta la empresa al lado de casa porque se lo puede permitir. No se le reprocha porque ese es el estado natural de las cosas: que unos tarden dos horas y otros diez minutos. Esa es la idea debajo del egoísmo competitivo, no que todos vivan en el futuro un poco mejor de lo que nosotros hemos vivido (que debería ser a lo que aspire toda sociedad), sino que todos vivamos igual de mal. Y que, de paso, corramos un tupido velo sobre por qué las cosas son así.

La injusticia asumida

Este marco mental es el lado oscuro de la meritocracia. Si esta ofrece sobre el papel recompensar a cada cual por sus méritos y esfuerzos, permitiendo en teoría que cualquiera (ejem) pueda conseguir lo que desea si pelea por ello lo suficiente, lo que el egoísmo competitivo sugiere es que todos suframos hasta que seamos capaces de diferenciarnos del resto, igualarnos por abajo. La meritocracia perversa es aguantar lo que te echen con la esperanza de que, a base de tragar, algún día salgas de ahí.

Foto: Foto: Reuters/Jon Nazca.

Esto no sería posible si no asumiésemos con tanta naturalidad que el mundo es injusto y que no hay nada que se pueda hacer por cambiarlo, una perspectiva pesimista que favorece el "tonto el último". El tiempo de desplazamiento al trabajo es el mejor ejemplo, porque si no tienes dinero, lo que seguro tienes es tiempo, que es lo que uno vende cuando no tiene otra cosa que vende. En el marco del egoísmo competitivo, da igual que el sacrificio sea absurdo, responda a razones perversas o sea consecuencia de una organización de la sociedad que no tiene mucho sentido: lo importante es que nos fastidiemos todos.

El de que el mundo es un lugar injusto lo hemos asumido todos, porque nos parece realista, virtuoso, responsable: es el prisma a través del cual miramos el mundo. Pero no hay nada mejor para arruinar la vida de nuestros hijos que inculcarles que vivimos en un mundo terrible, como muestra una interesante investigación realizada por los psicólogos estadounidenses Jeremy D.W. Clifton y Peter Meindl, que han descubierto que, oh sorpresa, los hijos cuyos padres les habían criado recordándoles lo injusto que es el mundo sufrían más depresión, tenían más emociones negativas, lo pasaban peor en el trabajo y en la vida, tenían una peor salud y en general, les iba peor. Es terrible vivir pensando que los demás van a por ti, que todo va mal y no se puede hacer nada.

El egoísmo individual devalúa nuestra vida al aceptar como natural lo que no lo es

Y, sin embargo, es la fe de nuestro día a día, la misma que nos lleva a alardear de todo el tiempo que hemos tirado a la basura, de la mierda que hemos tenido que tragar, de las infamias que hemos sufrido, como si fuese nuestra redención. Lo único a lo que conduce este egoísmo individualista es a una devaluación continua de nuestras condiciones de vida, al aceptar que es lo natural. Como los peces en una pecera, no sabemos qué es el agua. Y el agua es pasar dos horas al día en el metro y ni siquiera preguntarse por qué.

Si no sigue Twitter, ya se lo cuento yo. El otro día, un sanitario publicó uno de esos mensajes que de vez en cuando tocan una fibra sensible en la mente del español medio, una de esas afrentas que solo pueden saldarse poniendo verde al emisario. La razón, que en su mensaje, el desafortunado joven lamentaba que le hubiesen enviado a trabajar al Zendal, al que tarda una hora en llegar, y que lo había rechazado porque era "incompatible con la vida".

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