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¿Por qué la muerte nos deja sin palabras?
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¿Por qué la muerte nos deja sin palabras?

La rabina francesa Delphine Horvilleur habla del silencio de Dios y de las sociedades secularizadas en un ensayo que reivindica la liturgia y que nos ayuda a convivir con los difuntos y con la angustia de la finitud

Foto: La autora y rabina Delphine Horvilleur. (Reuters)
La autora y rabina Delphine Horvilleur. (Reuters)

“No tengo palabras”. Cada vez que recurrimos a esta expresión, lo hacemos porque incurrimos en un tópico o porque no alcanzamos a verbalizar una situación extrema. Positiva. Y negativa. Particularmente si se trata de consolar a la familia de un difunto. No tenemos palabras.

El cliché sirve de trámite, de convención, pero un deslumbrante ensayo de Delphine Horvilleur ('Vivir con nuestros muertos', Libros del Asteroide) sostiene que el lenguaje se desvanece en el umbral de la muerte. No tenemos palabras porque las palabras capitulan. Y porque la única manera de gestionar el duelo acaso consista en el rito o en el misterio.

Abominan del uno y del otro las sociedades contemporáneas en un proceso de secularización que aspira a eludir la muerte. A presentarla como una estadística —el coronavirus es un ejemplo—, cuando no esconderla. Un ejercicio de ensimismamiento adolescente que predispone al narcisismo y a la cirugía estética. Y que evoca la ingenuidad con que el protagonista de 'El séptimo sello' cree estar ganando la partida de ajedrez a la muerte.

placeholder 'Vivir con nuestros muertos'. (Libros del Asteroide)
'Vivir con nuestros muertos'. (Libros del Asteroide)

Sabe de lo que habla Horvielleur en su condición de rabina. Un 'oficio' reservado a los varones que ella ejerce desde la propia excepcionalidad. Solo hay tres mujeres en Francia, aunque acaso resulte igual de relevante su condición de laica. Ni siquiera hace falta 'creer' para conocer la liturgia ni los himnos antiguos. Ni para arropar a los deudos de los muertos.

Es el sujeto principal de su ensayo. La experiencia de acompañar, de confortar. Como si fuera ella misma la grumete de Caronte. Y como si la religión que profesa, la judía, resultara la más idónea para abordar el tránsito hacia la trascendencia. No por razones fundamentalistas ni excluyentes, sino por la plasticidad de la lengua hebrea en su hibridación —un idioma de idiomas— y por la versatilidad de la doctrina. Son tantas las exégesis de la Torá y proliferan tanto las corrientes religiosas que Horvilleur ha logrado dirigirse con igual credibilidad a los más piadosos y a los más ateos.

Foto: Niños disfrazados de rabinos en una sinagoga (EFE)
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Entiéndase, el ateísmo no en la negación de Dios, sino en la negación de la responsabilidad o las obligaciones de Dios en las travesías colectivas. Haber depositado las Tablas en las manos de Moisés implica una delegación que explicaría por si solo el silencio divino delante de las persecuciones y del Holocausto. Lo describe Horvilleur con un chiste del que participan dos judíos haciendo chistes sobre la Shoah. Han sobrevivido al exterminio, pero la experiencia no les impide hacer bromas al respecto. Y entonces se les aparece Yavé para amonestarlos. “¿Cómo os atrevéis a hacer bromas sobre el Holocausto?”, les pregunta. "Y tú qué sabes si no estabas", le responden.

Es el contexto en el que Delphine Horvilleur profundiza con ingenio en los límites del humor y en la definición del laicismo. Y sostiene que la verdadera dimensión de la blasfemia no consiste en reírse de Dios, sino en creer que unas bromas pueden ofenderlo. Y vengarlas en su nombre con explosivos.

Las sociedades han de ser laicas, sostiene Horvilleur, no para excluir la religión, sino para evitar que una prevalezca sobre la otra. Y no solo las monoteístas, aunque sean la religión judía y sus ritos funerarios los que ocupan las 200 páginas de 'Vivir con nuestros muertos'.

Las sociedades han de ser laicas, sostiene Horvilleur, no para excluir la religión, sino para evitar que una prevalezca sobre la otra

Partiendo de una conclusión, valga la paradoja: los ritos no se conciben para evocar la memoria de los fallecidos, aunque así suceda y tenga cierto sentido, sino para el sosiego de quienes los lloran y los lamentan, precisamente por la incertidumbre con que nos sacude la finitud.

“El ritual debe permitirles atravesar una prueba, la de la supervivencia, que por definición no está en las manos del muerto. Decir esto es como afirmar que, para mí, hay un valor mayor que la voluntad de un desaparecido: el deber de acompañar a quienes lo lloran. Y ese es, a mi juicio, el mayor respeto que se le debe al muerto: preocuparse de su voluntad, pero más aún la posibilidad para quienes lo amaron de sobrevivirlo y honrar dignamente la memoria”, explica Horvilleur desde la convicción y la experiencia.

"El ritual debe permitirles atravesar una prueba, la de la supervivencia, que por definición no está en las manos del muerto"

El ensayo reacciona con valentía a otras cuestiones 'colaterales' como el fanatismo. Y expone con lucidez la idea del sionismo errante. No para repudiar la casa de Israel, sino para discrepar de quienes la convierten en territorio excluyente y para enfatizar la itinerancia y el nomadismo originales. Por eso hay tantos músicos de primer orden que son violinistas. Un instrumento fácil de transportar. Y tan propicio a la entonación del 'kadish'.

“Nadie sabe hablar de la muerte, y puede que esta sea la definición más precisa que se pueda dar de ella. Escapa a las palabras porque rubrica el fin de la palabra. La del que se va, pero también de quienes lo sobreviven y que, en su estupefacción, siempre harán un mal uso de la lengua. Pues las palabras, en el duelo, han dejado de comunicar. A menudo solo sirven para expresar hasta qué punto nadie tiene ya sentido”.

“No tengo palabras”. Cada vez que recurrimos a esta expresión, lo hacemos porque incurrimos en un tópico o porque no alcanzamos a verbalizar una situación extrema. Positiva. Y negativa. Particularmente si se trata de consolar a la familia de un difunto. No tenemos palabras.

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