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Con la perfección no se evoluciona
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'TRINCHERA CULTURAL'

Con la perfección no se evoluciona

Marilyn Monroe fue la perfección hecha carne. Sin embargo, ese atributo envenenado la llevó a la tumba. La perfección es un cebo del mercado; un peligro hecho de autodesprecio y decepción, del que es mejor alejarse

Foto: Marilyn Monroe.
Marilyn Monroe.

Vivió la vida de las reinas. De las reinas serias. De las que viven en guerra con todos y consigo mismas. Rubia dorada con temple de fuego, vendió sus besos a Hollywood por miles de dólares, y su alma por cincuenta míseros centavos. La imagino recorriendo sets, escenarios, clubs nocturnos, fiestas de alterne y despachos privados de la Casa Blanca, altiva en su insobornable ternura, dulce, consciente de poder joder de capricho hasta los nervios de un torero. Decían de ella que tenía más coco que una palmera fértil. Que Einstein y Hawking bien le podían haber lamido los pies hasta lijarle las cutículas, como esos pececillos obreros de las tiendas en las playas. Su mayor delito, haber sufrido el despertar de una inteligencia por encima de lo normal, retenida en el papel de una retrasada frívola con complejo de 'brilli-brilli' y el solo don de unas curvas de erección para hospitalizar. Se cargó sobre ella no pocas veces la pesada losa de un adjetivo enfermizo y maldito; Marilyn Monroe era 'perfecta'…

Ahora que Ana de Armas, (¡Oh!, bendita Ana de Armas) va a encarnar a semejante titán cultural del siglo XX, me suscita pasión recordar lo que la Monroe, en su demacrada condena a la excelencia, afirmó tajante sobre esa condición: 'Con la perfección no se evoluciona'. Y, ahora, me pone caer en esta extraordinaria reflexión porque, últimamente, parece que la perfección escasea o, mejor dicho, se exige en todas partes mientras cualquier cosa está legitimada para acabar con ella. Hay una locura moderna, de genes demasiado viejos, que se esfuerza en exigir una perfección alineada con el perpetuo exhibicionismo. Todo lo que salga de esta psicosis, provoca el gesto de quien huele a alcantarilla sin poder identificar el origen del olor.

Se puede soportar el frío, el calor, la pesadez y hasta una desenvuelta ligereza, pero lo que resulta insoportable es la perfección

Los recientes acontecimientos en el alto mando de nuestros amigos vikingos del norte son una innegable prueba de ello. La presidenta de Finlandia, divina ella, debió sentirse como un trapo cuando, resacosa, se dio cuenta el 18 de julio que su juerga había causado estragos en el mundo entero. Lo que para Christopher Hitchens era un día cualquiera, para Sanna Martin se convirtió en el embolado de su carrera. Curioso, pues como bien remarcaba A. J. Ussía, no indignaban tanto así, por ejemplo, las cogorzas bíblicas de Yeltsin. Seguramente, por dos motivos. El primero, el contexto histórico y su ebria majestuosidad colgante. El segundo, de Yeltsin nunca se esperó la misma actitud distinguida y protocolaría, de perfecta representante, que carga sobre sus hombros Sanna Martin. Tampoco se esperaba de Churchill, que se espabilaba el desayuno con brandy, o de tantas otras figuras públicas quienes, en el ejercicio de su humanidad, se han dejado llevar por merlas continentales y meteduras de pata varias… La perfección es un noble atributo para quien se la puede permitir. Resulta, no obstante, tan marginal, tan irreal, que se digiere con dificultad pasados los primeros coletazos de emoción.

Admitámoslo, se puede soportar el frío, el calor, la pesadez y hasta una desenvuelta ligereza, pero lo que resulta insoportable es la perfección, incluso aunque la demandemos. La propia y la del prójimo, digo. Por un lado, la perfección ajena nos recuerda constantemente nuestros defectos y eso nos invita al odio. Por otro, la perfección propia nos hace caer en una autoexigencia por la que nos terminamos odiando constantemente y sin remedio. Lo mejor sería huir de todas ellas. Pero, como siempre, a la omnipresente manita del mercado no le interesa que te gustes. Por mucho que la publicidad se recree en los eslóganes del quiérete-amate-deséate, eso solo se debe a su vicio por clavarte la filosofía Hornimans en el cuerpo. El 'yoísmo' de la compañía británica es una sutil estrategia ontológica que sitúa al consumidor en el centro del universo, aclarándole que exclusivamente importan él y sus dramas. Esta es la mejor forma de terminar pensando que solo las pajas mentales de uno tienen valor, legitimando transformarlas en arcadas de inquina lanzadas con red de arrastre a las mareas cotidianas. Al mercado le beneficia que te leas individual, que te compares y desees compulsivamente lo ajeno. Y que, cuando esas comparaciones se vean inevitablemente manchadas por el tropiezo, te tires al cuello de quien haya patinado, tonificando tu frágil autoestima y, ya de paso, desangrando la de tu víctima. La perfección, en esta caza, es la mejor de las presas. Es lisa como la porcelana y se rompe con la facilidad de una papela húmeda. Por eso se reclama con tanta pasión y se impone como exigencia popular.

Lo cierto es que sí podríamos vestir con el traje de la perfección un hecho: el instante

Sin embargo, si hablamos de cosas esenciales, como la belleza, de ese escurridizo y placentero hechizo del momento, veremos que esta se esconde en la imperfección, que es el don más democrático de la conciencia. Solo hay que fijarse en las cosas del joder. Paradójicamente, la perfección del sexo no se pavonea en la exhibición de los mejores dones, sino en la sincera y tierna querencia de los defectos. En mi caso, las estrías. Esos quebradizos rayos de anfetamínica piel, dibujan, como las huellas dactilares, la identidad de unas curvas. Rendirse a la corriente de su tacto es dejarse arrastrar por los abismos de una imperfección que tiende a su contrario. El deseo de un dulce error está esterilizado de defectos. Una vez superada la condena, solo queda la excitante glorificación de lo que ya no es cuestionable y, eso sí, es cosa 'perfecta-imperfecta'.

Pero si nos ponemos puristas, guerreros de la existencia de lo total… Lo cierto es que sí podríamos vestir con el lujurioso traje de la perfección un hecho: el instante. El momento efímero se sostiene en un limbo tan débil, un lugar donde su inesperado nacimiento viene instantáneamente acompañado de su propia muerte, que carece de defectos. Con toda seguridad, más porque no nos da tiempo a verlos, que porque no existan. Pillar un taxi justo cuando hace falta, un jugoso cruce de miradas, el primer trago de la primera cerveza tras una jornada sudando mala sangre, mandar al carajo a quien se lo merece, encontrarse un billete en la calle… Tantas cosas que son perfectas porque, en el mismo momento en que se toma consciencia de ellas, ya se han esfumado, dejándonos un orgásmico sabor de boca.

Sin deudas en la nada, el vacío niega el cambio, defendiéndose así de la imperfección. Solo lo que está muerto puede flirtear con lo perfecto

En definitiva, la perfección es una ceguera. Una perla que, encomendada a un momento efímero, es un baluarte donde refugiarse. Pero que, por el contrario, codiciada en la constancia, es el deseo de los plásticos, además de una perpetua decepción. Por no hablar ya, de un aburrimiento. La perfección puede ser elegante, pero no original, puede ser distinguida, pero no sexy, puede llevar a la admiración, pero difícilmente puede desencadenar en un amor sincero, que entienda que lidiar con el peor momento, es el único camino para merecerse disfrutar del mejor.

Además, si tomamos distancia de esta obstinación por la pulcritud perfeccionista, deberíamos, por los clavos de Cristo, preguntarnos ¿qué hay más sospechoso que quien nunca tiene un desliz? Para esos… para los impecables, ¡los impolutos!, esos con sonrisa Profidén no-he-roto-un-plato-en-mi-vida, conviene recordar a Freud diciendo: "cuanto más perfecto luzca uno por fuera, más demonios tiene por dentro". La pura excelencia es un pacto con lo maligno de la mentira; con la imposibilidad. Lo único perfecto, ¡la sola exclusiva de la totalidad sin fallos!, la tiene la muerte. Sin deudas en la nada, el vacío niega el cambio, defendiéndose así de la imperfección. Solo lo que está muerto puede flirtear con lo perfecto. Por eso la perfección del amor, es morir por él. Y un amor perfecto es la consecuencia de que 'la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda, y cómo la recuerda para contarla', que decía G. G. Márquez.

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No confundamos, a pesar de todo, la perfección con perfeccionarse. Hasta la Monroe, sospechosa de la perfección como era, sabía que uno debía esforzarse y resistir. Quien considera algo perfecto es porque ha perdido la fe en que pueda mejorar. Perfeccionar es extirpar errores, guardarlos en un tarro de formol, estudiarlos, diseccionarlos como pústulas, hasta poder reconocer su amanecer. La búsqueda de la perfección es el digno camino de quien tiene el valor de cuestionarse, siempre que eso no lo ahogue en cenagales de autodesprecio. Debemos entender la excelencia como un horizonte. Un lejano y dentudo confín hacia el que arrastrarse ansioso, conscientes de que es inalcanzable, pero dispuesto a avanzar hacia él, enriqueciéndose por el camino.

Con el subidón de atención que va a recibir Marilyn estos días con el estreno de su biopic, no está de más revisar estos apuntes sobre un elemento tan afilado y goloso, como es la 'perfección'. Un atributo que exigimos en demasía, sin percatarnos de su venenoso núcleo, de su obsesiva naturaleza y de su irreal esencia. La Monroe es la personificación del riesgo que supone. Habiendo vendido su alma miserablemente a Hollywood, se convirtió en la mujer perfecta. Haciéndose consciente de ello, finalmente supo que se le había acabado la posibilidad de evolucionar y, para no evolucionar, en su privilegiada mente, se iluminó ceder a la más cruel de las perfecciones… Marilyn Monroe encontró la muerte en el fondo de un bote de barbitúricos. Un terrible y perfecto final, para la más bella e imperfecta de las reinas.

Vivió la vida de las reinas. De las reinas serias. De las que viven en guerra con todos y consigo mismas. Rubia dorada con temple de fuego, vendió sus besos a Hollywood por miles de dólares, y su alma por cincuenta míseros centavos. La imagino recorriendo sets, escenarios, clubs nocturnos, fiestas de alterne y despachos privados de la Casa Blanca, altiva en su insobornable ternura, dulce, consciente de poder joder de capricho hasta los nervios de un torero. Decían de ella que tenía más coco que una palmera fértil. Que Einstein y Hawking bien le podían haber lamido los pies hasta lijarle las cutículas, como esos pececillos obreros de las tiendas en las playas. Su mayor delito, haber sufrido el despertar de una inteligencia por encima de lo normal, retenida en el papel de una retrasada frívola con complejo de 'brilli-brilli' y el solo don de unas curvas de erección para hospitalizar. Se cargó sobre ella no pocas veces la pesada losa de un adjetivo enfermizo y maldito; Marilyn Monroe era 'perfecta'…

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