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Zelda Fitzgerald no era la loca que acabó abrasada en un psiquiátrico en llamas
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Ni los años veinte tan felices

Zelda Fitzgerald no era la loca que acabó abrasada en un psiquiátrico en llamas

Se edita la magnífica biografía que Nancy Milford escribió sobre la compañera de Scott Fiztgerald y que leída hoy descubre aspectos pavorosos y trágicos de su enfermedad mental

Foto: Zelda Sayre Fiztgerald antes de cumplir veinte años en un baile en Montgomery (CEDIDA POR LA EDITORIAL)
Zelda Sayre Fiztgerald antes de cumplir veinte años en un baile en Montgomery (CEDIDA POR LA EDITORIAL)

Al final de la bahía hay una luz verde que Jay Gatsby quiere alcanzar a toda costa porque en ella está la realización de todos sus sueños y ambiciones. Por el camino, sin embargo, hay atracones alcohólicos, fiestas, amores dolorosos, resacas aún más cruentas, tristeza y problemas psiquiátricos. Francis Scott Fitzgerald (1896-1940) escribió la El gran Gatsby, pero ese recorrido vital podía corresponder a Zelda (1900-1948), la que fuera su mujer, pero no quiso anclarse ni al papel de musa, ni al de flapper -las mujeres más modernas de los años veinte- ni, sobre todo, al de loca, como se la etiquetó después. Zelda fue mucho más que la chica divertida, frívola, compañera de embrujos etílicos de Scott durante la era del jazz y después una esquizofrénica encerrada en psiquiátricos. Y ya es hora de que eso quede para siempre en el imaginario.

Lo hizo ya Nancy Milford con la estupenda biografía Zelda. Luces y sombras de Zelda Fitzgerald, que publicó en 1970 y que ahora la nueva editorial Bamba reedita con un prólogo de la periodista Marta Fernández. Milford, que falleció el pasado marzo, realizó un gran trabajo de investigación al charlar con numerosas personas que conocieron a Zelda y consiguió cambiar su imagen al revestirla de un mensaje feminista y también creador. Porque, y esto lo dijo hasta Zelda, además de su novela (Resérvame un vals) y sus relatos (La vida moderna), era ella la que estaba detrás de alguna de las frases más brillantes de las novelas de Scott: “El señor Scott Fitzgerald piensa que el plagio empieza en casa”. Sin desmerecer al autor de Suave es la noche -título que le dio ella-, no es gratuito reseñar el talento de Zelda.

placeholder Zelda. Luces y sombras, de Nancy Milford (Bamba)
Zelda. Luces y sombras, de Nancy Milford (Bamba)

Cincuenta años después de la publicación original es interesante acercarse de nuevo a ella para observar otros aspectos que, quizá todavía en los años setenta, pasaban más desapercibidos. Uno de los más importantes tiene que ver con la salud mental. Y con que el alcoholismo ni es tan moderno ni tan divertido. Zelda ingresó por primera vez en un psiquiátrico en 1930 -a los 30 años- diagnosticada de esquizofrenia. Fue durante la época en la que los Fitzgerald andaban por Europa zascandileando con Ernst Hemingway y demás miembros de la Generación Perdida en París. Ya no eran tan buenos tiempos; ya no vendían tanto y no tenían tantos ingresos. Zelda pasó por un sanatorio de Francia, por varios de Suiza y al volver a EEUU fue ingresada en Baltimore. Y no recibió tratamientos como los de ahora, sino electroshocks y otros que hoy nos provocan pavor. Su muerte es un epítome trágico de todo esto: falleció abrasada por llamas de un incendio en el centro en el que se encontraba recluida.

“Sí, Zelda tuvo problemas serios que necesitan un diagnóstico. Milford entra en el tristísimo peregrinaje por distintas instituciones mentales, los métodos que se utilizaban y que ahora son inquisitoriales… Y piensas, esta mujer tenía un problema mental, un cuadro de esquizofrenia que se le fue agravando con el tiempo… Y a mí me produce una tristeza grandísima porque hoy ya sí que no se puede hacer una enmienda sobre lo mucho que sufrió porque no se tenían los conocimientos de cómo tratar la salud mental y una enfermedad como la que tenía ella”, comenta Fernández a El Confidencial.

Uno de los aspectos más importantes de la biografía tiene que ver con la salud mental. Y que el alcoholismo ni es tan moderno ni tan divertido

De ahí que en esta biografía, leída hoy, se revele una figura trágica. Un fulgor esquivo, como la describe Fernández, y que su biógrafa supo ver entre tantas luces de neón y colorines. “Milford, viendo las fotos de Zelda”, que era una belleza, “se empieza a preguntar por esa tragedia que queda reflejada. Es una tristeza que se va apoderando de ella con el tiempo. Se va haciendo cada vez más evidente”, apostilla Fernández. Las luces de la fiesta se han apagado, Scott ya no está en casa sino en Los Ángeles flirteando con otras -hasta que le da un infarto al corazón después de beberse medio Hollywood- y ella pegada a una cama. La loca de Zelda.

Hay también hacia el final de la historia una imagen que choca con la chica fiestera, la que decía, “para hacer algo con moderación, mejor no hacer nada”, y es su versión maternal. Zelda había tenido a Scottie a los 21 años y había mostrado un actitud algo despegada, pero cuando la hija se casa e incluso tiene su primer nieto, los gestos de la escritora son distintos. “El libro revela muy bien esos gestos de ternura, ese triángulo familiar. Habría que leer la versión de todo eso de Scottie. Revela a una Zelda en relación con su maternidad, con su hija y a lo que sentía por Scott, a quien ella quiso toda la vida como esos amores que son tan particulares”, afirma Fernández.

placeholder Zelda y Scott (CEDIDA POR LA EDITORIAL)
Zelda y Scott (CEDIDA POR LA EDITORIAL)

Y tan desestabilizantes porque hubo dinero, luego ruina, rupturas, cuernos, reconciliaciones y todo regado con muchísimo alcohol lo cual no suele ayudar mucho. Sin embargo, la biografía tampoco es una enmienda a la totalidad de Scott ni a que él fuera solo el responsable de la imagen que se creó de Zelda como se ha querido ver a través de personajes de las novelas del escritor. “Cuando uno construye un personaje, construye un personaje. Los masculinos tampoco son Scott. Y los argumentos giran en torno a la relación de los dos pero tampoco son ellos. Zelda ha quedado como la flapper y loca por testimonios de después. Pero, por ejemplo, Scott aceptó todo tipo de trabajos para que su mujer estuviera bien tratada”, admite Fernández

El romanticismo del alcohol

Los Fitzgerald, al igual que Hemingway y tantos otros de la Generación Perdida, se romantizaron con un velo idealista que duró décadas y que nunca llegó a mostrarles enteramente de verdad. Uno de estos velos fue la frivolidad con la que se vistió la década de los años veinte del siglo XX. “Esto convirtió a Zelda en el arquetipo de la muchacha de los años veinte. El problema de los arquetipos es que se dejan los problemas más importantes de lado”, comenta Fernández. Zelda era la mujer hiper moderna, la del corte bob, la falda corta, no llevaba corsé, escuchaba jazz (que era como escuchar ahora música urbana, pero en bueno), bailaba, bebía, fumaba y conducía coches. Después ya no era moderna, sino, simplemente, una tarada. “Esto también le ha hecho daño al propio Scott Fitzgerald, que ha quedado como el escritor borracho y nada más. Y ellos dos eran muchas más cosas”, añade Fernández.

La frivolidad con la que se vistió la década de los años veinte del siglo XX convirtió a Zelda en el arquetipo de la muchacha de aquellos años

Detrás de ello está, en gran parte, la visión idealizada del alcoholismo que, por el contrario, no existe en los textos de los Fitzgerald. Para ellos no es divertido porque hay algo autodestructivo irremediablemente. “Es algo que hemos hecho con toda esta generación y con las fiestas de Nueva York y con el París de los años veinte… pero para ellos era una tortura muchas veces. Y queda reflejado en sus textos”, recalca Fernández.

placeholder Zelda a los 30 años, cuando fue admitida en un psiquiátrico (CEDIDA POR LA EDITORIAL)
Zelda a los 30 años, cuando fue admitida en un psiquiátrico (CEDIDA POR LA EDITORIAL)

La biografía también sirve para adentrarse en la obra literaria de Zelda si todavía se desconoce. Como cuenta Milford, Zelda no tenía una formación académica -porque no le dio la gana, ya que provenía de una familia acomodada, pero solo le interesaba ligar con chicos y nadar-, pero sí tenía genialidad. “Su escritura tiene una textura muy particular, muy parecida a como era ella. Ella escribía de una manera inmoderada, sin ataduras y como vivía. La gente escribe como vive y ella lo hacía sin demasiadas descripciones, sin ceñirse a la puntuación, de una manera muy desbordante y desbocada”, manifiesta Fernández.

Es verdad que su obra se ha ido recuperando poco a poco, (ahora, según la web todostuslibros.com, podemos encontrar la novela Resérvame el vals (Román y Bueno Editores, 2012); los relatos de La vida moderna (Abada, 2019) y las cartas de Querido Scott, Querida Zelda (Lumen, 2021), pero no está bien reeditada ni con muchos ejemplares. Sería una buena manera de conocer mejor a Zelda porque, como dice Fernández, “cuesta mucho romper con la estructura que se tiene de un personaje. Ahí está todavía Yoko Ono, que se la sigue culpando de la ruptura de Los Beatles”. Y ha pasado medio siglo.

Al final de la bahía hay una luz verde que Jay Gatsby quiere alcanzar a toda costa porque en ella está la realización de todos sus sueños y ambiciones. Por el camino, sin embargo, hay atracones alcohólicos, fiestas, amores dolorosos, resacas aún más cruentas, tristeza y problemas psiquiátricos. Francis Scott Fitzgerald (1896-1940) escribió la El gran Gatsby, pero ese recorrido vital podía corresponder a Zelda (1900-1948), la que fuera su mujer, pero no quiso anclarse ni al papel de musa, ni al de flapper -las mujeres más modernas de los años veinte- ni, sobre todo, al de loca, como se la etiquetó después. Zelda fue mucho más que la chica divertida, frívola, compañera de embrujos etílicos de Scott durante la era del jazz y después una esquizofrénica encerrada en psiquiátricos. Y ya es hora de que eso quede para siempre en el imaginario.