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'Ruido de fondo': despreciable, odiosa, petulante, aburrida y hueca
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'Ruido de fondo': despreciable, odiosa, petulante, aburrida y hueca

Noah Baumbach acrecienta el bache de su carrera con esta adaptación imposible de la novela del novelista estadounidense Don DeLillo

Foto: Adam Driver, Greta Gerwig y Don Cheadle, en 'Ruido de fondo'. (Netflix)
Adam Driver, Greta Gerwig y Don Cheadle, en 'Ruido de fondo'. (Netflix)

A los pocos minutos de comenzar Ruido de fondo, la última película de Noah Baumbach, una adaptación de la novela homónima de Don DeLillo publicada en 1985, se provoca en el espectador una especie de ardor de estómago, una acidez procedente de los diálogos conscientemente mordaces que disparan unos personajes cuya soportabilidad va disminuyendo a medida que avanza el metraje. La culpa no creo que sea de una presupuesta pretensión a la hora de adaptar a un escritor tan fundamental para la literatura americana posmoderna como DeLillo. Ni de la incapacidad de Baumbach —aunque irregular, ya ha dejado para la historia del cine joyitas indie como The Squid and the Whale y Frances Ha, además de muchos de los guiones más brillantes coescritos junto a Wes Anderson—.

Quizá, simplemente, existe una antinaturalidad en la traslación de la pluma posmoderna de DeLillo a imágenes, porque en la cabeza de uno, un personaje de papel y tinta puede hablar y moverse y gesticular como un idiota sin ser un idiota, pero en el cine, el que se mueve, gesticula y se expresa como un idiota es un idiota. "Si algo aparece en televisión, tenemos derecho a encontrarlo fascinante, sea lo que sea", "para mí, Elvis es mi Hitler", son algunas de las frases ocurrentes de unos personajes que, además, asumen el habla monocorde y almidonada de Anderson, como una posesión hipstérica en el estilo anteriormente naturalista de Baumbach.

En Ruido de fondo, disponible en Netflix, todos los personajes encadenan sus líneas de guion como si fuesen raperos, conscientes, además, de la brillantez de sus reflexiones sobre la vida y la muerte. En particular, sobre la muerte. Estamos a mediados de los ochenta —nos avisan las camisas estampadas de ellos y las permanentes de ellas—, en una ciudad de provincias —cuando hablan de Nueva York, parece un lugar exótico y lejano— de Estados Unidos que replica el estilo suburbial de la bonanza económica. El habitual naturalismo al que acostumbra Baumbach pasa a ser aquí una especie de plató de colores estridentes y espacios de programa televisivo al estilo de El precio justo, de nuevo como si Wes Anderson hubiese poseído a Baumbach.

Adam Driver —irreconocible con esa tripita y ese peinado y esa piel envejecida— es Jack Gladney, profesor de Hitlerología —una especialidad universitaria dedicada al estudio del Führer—, y está obsesionado con la muerte. También lo está su cuarta mujer, Babette (Greta Gerwig), que tiene problemas de memoria que puede que vengan de su adicción a un medicamento experimental. Los hijos de la pareja, de anteriores matrimonios, también son neuróticos existencialistas —en particular, el mayor, interpretado por Sam Nivola—, y los de Jack reciben sus nombres —Heinrich, por ejemplo— de próceres de la Alemania nazi. Las discusiones alrededor de la mesa son como disquisiciones de estudiantes de Bellas Artes en un bar de Malasaña a las tres de la mañana: ¿adónde vamos, de dónde venimos? Los padres discuten sobre quién debería morir el primero en la pareja: "Tu muerte sería más que un abismo, ¿qué hay más que un abismo?, una sima".

placeholder Otro momento de 'Ruido de fondo'. (Netflix)
Otro momento de 'Ruido de fondo'. (Netflix)

El pensamiento alrededor de la muerte es el hilo conductor con el que Baumbach atraviesa la película. Si no el eje central, sí una presencia constante que revolotea sobre cada una de las situaciones. Babette imparte clases posturales a ancianos que buscan escapar de la muerte; las clases de Hitlerismo de Jack reflexionan sobre cómo el nazismo fue un ritual para "honrar a los muertos, pero no los pasados, sino los futuros", mientras que su compañero de universidad, Murray (Don Cheadle), impele a sus alumnos a pensar en los accidentes de tráfico y las explosiones grabadas como "parte de una larga tradición de optimismo estadounidense". ¿Qué quiere decir con esto? Que Estados Unidos ha sido capaz de convertir cualquier cosa en un espectáculo, incluso la muerte. Por otro lado, a través del personaje de Gerwig, también se apunta a la excesiva farmacopea que hemos importado de la cultura americana, en la que cualquier emoción se trata a base de pastillas.

La novela de DeLillo fue una crítica a los primeros síntomas que experimentaba una América que se abría a la desregularización de los mercados, a las televisiones gigantes, a las hamburguesas jumbo, a la expansión del sueño yuppie —el hippie ha muerto— y a la espectacularización total. En un momento de la película, un tres de mercancías descarrila y choca con un camión cisterna que transporta un compuesto tóxico. La manera de los medios de narrar la tragedia, la manera, incluso, en la que se narran unos vecinos a otros la tragedia, la manera en la que Heinrich consigue centrar toda la atención de los vecinos mientras relata los posibles escenarios mortales de la nube tóxica provocada por el accidente, con la consiguiente posibilidad de, una vez salvados, convertirse en los protagonistas de su propia película de catástrofes.

placeholder Adam Driver es Jack Gladney, un profesor que basa su carrera en estudios sobre Hitler. (Netflix)
Adam Driver es Jack Gladney, un profesor que basa su carrera en estudios sobre Hitler. (Netflix)

Las herramientas y las búsquedas de las posibilidades expresivas de la escritura y de la imagen no siempre pueden conciliarse y, en el caso de DeLillo, cuya literatura explora los límites de las estructuras tradicionales, ha demostrado que sus historias no favorecen los ritmos, los pulsos y los tonos cinematográficos, que suelen ser mucho más rígidos e inamovibles —aquí un punto de giro, aquí un arco de personaje— que los del papel. La adaptación de Cronenberg de Cosmópolis fue un intento extraño, pero no del todo exitoso, de mantener la tensión centrada en un personaje y en apenas el espacio del interior de una limusina. ¿Por qué no existe más que una película basada en la obra de un escritor tan imprescindible como David Foster Wallace? Porque es imposible retorcer los mimbres de sus historias sin desnaturalizarlas, sin convertirlas en una plasta informe, absurda y deglutible para el gran público.

Por eso, los problemas de tono de Ruido de fondo son producto de la dificultad de asirse a un género concreto. Las situaciones se plantean desde la comedia, desde una comedia poshumorística —el humor que no hace gracia— y erudita, pero no acaban de funcional, porque se agarran a un texto que convierte a los personajes en pedantes despreciables y acuchillables, lo que convierte la película en una película despreciable y odiosa, petulante, arrítmica y, sobre todo, profundamente aburrida y hueca.

A los pocos minutos de comenzar Ruido de fondo, la última película de Noah Baumbach, una adaptación de la novela homónima de Don DeLillo publicada en 1985, se provoca en el espectador una especie de ardor de estómago, una acidez procedente de los diálogos conscientemente mordaces que disparan unos personajes cuya soportabilidad va disminuyendo a medida que avanza el metraje. La culpa no creo que sea de una presupuesta pretensión a la hora de adaptar a un escritor tan fundamental para la literatura americana posmoderna como DeLillo. Ni de la incapacidad de Baumbach —aunque irregular, ya ha dejado para la historia del cine joyitas indie como The Squid and the Whale y Frances Ha, además de muchos de los guiones más brillantes coescritos junto a Wes Anderson—.

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