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La muerte de las conversaciones casuales
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'TRINCHERA CULTURAL'

La muerte de las conversaciones casuales

Cada vez hay menos espacios donde uno pueda mantener conversaciones casuales con personas que no son como nosotros. Esos entornos donde se creaba la sociedad

Foto: Calladitos en la peluquería. (Reuters/Nacho Doce)
Calladitos en la peluquería. (Reuters/Nacho Doce)

Nunca quise aprender a cortarme el pelo porque me gusta hablar sobre nada. Disfruto del ritual de saludar con alguna referencia al tiempo, qué frío pelón, seguir preguntando por la familia, qué mayor ya, pasar por la última polémica, hay que ver lo de Shakira, y al final, totalmente al final, salir de la peluquería sabiendo qué tiene la gente en la cabeza que no le deja dormir.

Mi peluquera de confianza cerró y me fui a otra peluquera de confianza que también cerró, así que acudí a un nuevo peluquero que no me cortó tan mal, pero no volveré porque no me dio conversación. Descubrí en aquel frío salón que lo que busco cuando voy a una peluquería no es un corte de pelo, es una conversación casual. Voy a la peluquería porque es uno de los pocos lugares donde puedo hablar con personas con las que no habría hablado si no hubiese ido a cortarme el pelo.

El manjar de dioses, néctar de periodistas, es ese cliente que, sin que nadie se lo pida, se apunta a la conversación. Cuénteme de su chiquillo.

La tecnología ha eliminado las conversaciones e interacciones no deseadas

Cada vez hay menos espacios donde uno pueda mantener conversaciones casuales con personas que no son como nosotros. Esos entornos públicos donde uno, por compra, ocio u obligación, tenía que compartir su tiempo con desconocidos con los que charlaba. La tecnología del futuro consistía en cercenar por todos los medios esas conversaciones no deseadas, de eliminar toda fricción (oral y física): Uber tiene su modo silencio para impedir que el conductor entable ninguna clase de conversación con sus clientes.

Mientras vuelvo a casa desde la peluquería, observo en el parking del supermercado unos buzones donde los clientes recogen sus paquetes de Amazon. No hace falta ni darle las gracias a la cajera, ni siquiera entrar en el súper, sino dar a un botón del móvil (de tu móvil, ensuciado por tus propios dedos), que conectado con el bluetooth del locker, abre automáticamente el cajón. No es que no haya conversación, es que el único contacto físico que se nos exige es empujar un poquito la puerta.

placeholder No hace falta ni tocar (¡quita la mano de ahí!). (Reuters/Jon Nazca)
No hace falta ni tocar (¡quita la mano de ahí!). (Reuters/Jon Nazca)

Como cada acción tiene reacción, la cadena holandesa Jumbo ha abierto cajas lentas donde uno tarda tanto en ser atendido que está prácticamente obligado a mantener conversaciones con los cajeros. Pero era en esos diez minutos de tiempo muerto que uno esperaba para ser atendido por el carnicero, el pescadero o el ferretero en los que se construía la sociedad. Ya no hay colas en las tiendas porque no hay tiendas y en las que quedan, la gente se pelea para ser atendidos antes que el de al lado, otra muestra más de esa hipercompetitividad que nos anima a ser siempre los primeros. Sin conversaciones casuales, no hay sociedad.

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La muerte del pequeño comercio es la muerte de la conversación casual, esa que iba del clima a los niños, del gobierno a la economía, pasando por un poco de filosofía de monedero con cierre de boquilla. Diez minutos incomprensibles, inaguantables, para nuestra mentalidad hiperproductivista. Pero los minutos en los que uno se enteraba de que el hijo del tendero estaba estudiando Empresariales, que tiene muchas salidas, que el domingo hacen paella en el bar de la esquina, que está muy buena, o que habría que ir a ver al marido de la Paqui, que está en el hospital porque le ha dado un ictus.

Sin las colas, a ver cómo te enteras de que el marido de la Paqui está en el hospital porque le ha dado un ictus.

En busca de la sociedad perdida

El bar también ha desaparecido. Claro, existen muchos bares, mogollón de bares, cada vez más, pero esos bares son terrenos a explorar cada fin de semana, para no volver a ellos hasta seis meses más tarde. No hay bares de parroquianos porque la vida moderna es la del descubrimiento y la novedad y volver dos días seguidos al mismo sitio es un fracaso. Si siempre hay algo nuevo que hacer, lo importante es no repetir. Pero repetir es, paradójicamente, lo que permite mantener conversaciones casuales, que se mantienen en el terreno gris entre lo familiar y lo desconocido.

Hoy todo está diseñado para que nadie traspase la frontera entre los demás y nosotros

Las conversaciones casuales son las que nos hacen saber que no sabemos, conocer a los que no son como nosotros, ampliar nuestros horizontes. La conversación casual tiene el sabor de lo desconocido y lo sorprendente. Detesto ese tópico de "los tuyos", que traza una frontera entre los demás, los Otros, y nosotros, como si "los tuyos" no hubiesen sido en algún momento "los Otros". Hoy todo parece diseñado para que nadie traspase esa frontera entre los demás y nosotros, para que no haya la posibilidad de mantener una conversación casual, la puerta de entrada a lo desconocido.

La conversación casual ha sido engullida por la funcionalidad, y por eso tenemos aplicaciones diseñadas para satisfacer necesidades específicas. Ya no se liga en discotecas, bibliotecas o colas del cine, sino en Tinder, y si acaso, ya uno va a la discoteca o a la biblioteca con el ligue. No se encuentra trabajo porque alguien se entera de que el hijo del vecino está montando una empresa y ya no se forman bandas porque de casualidad dos personas descubran que tocan el bajo y la batería: para eso están LinkedIn y los foros de internet, para evitar la arbitrariedad de las conversaciones casuales. Pero eso también elimina la sorpresa, lo inesperado, las serendipias.

placeholder Todo tiene su momento y su lugar: a ligar, a Tinder. (Reuters/Akhtar Soomro)
Todo tiene su momento y su lugar: a ligar, a Tinder. (Reuters/Akhtar Soomro)

Hoy uno puede levantarse y acostarse sin hablar con nadie. O, mejor aún, levantarse y acostarse sin hablar con nadie que no sea su compañero de al lado, su pareja o sus padres. La pandemia ha elevado aún más las barreras que se levantan entre los desconocidos: ¿recuerdan aquello de los grupos burbuja y de juntarse solo con los amigos cercanos? Los extraños contaminan, y hablar transmite el virus.

Con todo lo bueno que tiene el teletrabajo, también ha contribuido a liquidar las conversaciones casuales. La soledad del hogar es muy cómoda, hasta que uno se da cuenta de que es a veces una soledad impuesta y que echa de menos saludar al tipo que te pone el café, que el informático te cuente un chiste malo, tener que imaginar algo en el ascensor para no tener que mirar fijamente las llaves.

Todas esas conversaciones tienen mala fama, las acusamos de banales y nos ponen nerviosos porque hemos perdido el arte de llevarlas a cabo. Hasta yo me sorprendo cuando, antes de una entrevista, corto la conversación informal y digo: vamos al grano. Siempre al grano.

¿Cuánto hace que no entabla una conversación con un completo desconocido?

Pero una conversación banal nunca lo es totalmente. Tal vez lo que tienen que decirse dos personas en esos veinte segundos de tiempo muerto dice más de esas dos personas que una conversación de tres horas.

Hágase una pregunta: ¿cuánto hace que no entabla una conversación con alguien que no sea amigo, familiar o compañero estrecho de trabajo? ¿Cuánto hace que no se vio obligado a sacar un tema de conversación improvisado para lidiar con el silencio compartido con un desconocido? Callamos en las peluquerías, en los taxis nos hacemos los dormidos y en las colas aprovechamos para mirar el móvil y, así, sortear toda tentación del tendero de preguntarnos por nuestra vida.

Todos vivimos cabizbajos, literal y figuradamente, porque intentamos ser invisibles para que nadie se dirija a nosotros: como en Parque jurásico, la clave para evitar el peligro se encuentra en no cruzar la mirada con el otro. Que no se dé cuenta de que estamos ahí, como el peluquero que sueña con que el ser humano al que corta al pelo es un maniquí.

placeholder No mires a ese señor a los ojos o a lo mejor te dice algo. (Universal Pictures)
No mires a ese señor a los ojos o a lo mejor te dice algo. (Universal Pictures)

A medida que pasan los años, cuando abandonamos el colegio, el instituto o la universidad, cuando el trabajo deja de ser presencial, las posibilidades de entablar una conversación casual se reducen. Por eso la gente (los jubilados, los solitarios, cualquiera) se apunta a clases de bachata o un curso de filosofía, porque son los únicos lugares donde uno puede bailar Juan Luis Guerra agarrado a un absoluto desconocido o departir sobre Friedrich Nietzsche con alguien con quien jamás habríamos hablado de Nietzsche. O, simplemente, charlar sobre el tiempo, ese primer paso hacia la reconstrucción de la sociedad.

Nunca quise aprender a cortarme el pelo porque me gusta hablar sobre nada. Disfruto del ritual de saludar con alguna referencia al tiempo, qué frío pelón, seguir preguntando por la familia, qué mayor ya, pasar por la última polémica, hay que ver lo de Shakira, y al final, totalmente al final, salir de la peluquería sabiendo qué tiene la gente en la cabeza que no le deja dormir.

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