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El error de traducción que desató la histeria por los marcianos
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El error de traducción que desató la histeria por los marcianos

Algunos malentendidos lingüísticos han provocado guerras, han generado problemas diplomáticos y han cambiado el curso de la historia

Foto: Museo del ovni. (Estados Unidos)
Museo del ovni. (Estados Unidos)

El 23 de octubre de 1940, cuando Franco y Hitler se reunieron en Hendaya acompañados de sus respectivos ministros de Exteriores —Ramón Serrano Suñer y Joachim von Ribbentrop—, un tal Gross ejerció de intérprete de la parte alemana. Y, a decir de Serrano Suñer, fue un absoluto desastre. "No llegó a entender ni la mitad de lo que queríamos decir", señalaría años después.

Al concluir el tenso encuentro, con Hitler visiblemente irritado ante la negativa del dictador español a unirse a las potencias del Eje en la II Guerra Mundial, Franco soltó el típico enunciado grandilocuente que pretendía ser de pura cortesía. "Si llegara el día en que Alemania me necesitase verdaderamente, me tendréis incondicionalmente a vuestro lado, sin pediros nada a cambio", le aseguró al líder nazi.

"Las elecciones lingüísticas de un traductor pueden tener consecuencias enormes", sentencia la ruso-británica Anna Aslanyan

Serrano Suñer se echó a temblar ante la posibilidad de que Hitler se tomara la frase al pie de la letra. Pero Gross o bien no entendió las palabras de Franco o simplemente decidió ignorarlas por considerarlas irrelevantes. El caso es que no tradujo la frase en cuestión.

Es muy posible que el silencio de ese traductor contribuyera a evitar la entrada de España en la II Guerra Mundial. De lo que no cabe duda es que "las elecciones lingüísticas de un traductor pueden tener consecuencias enormes", sentencia la ruso-británica Anna Aslanyan, periodista, traductora literaria, interprete judicial y autora de un libro delicioso titulado en inglés Dancing on Ropes: Translators and the Balance of History (algo así como "Bailando en la cuerda floja: los traductores y el equilibrio en la Historia").

placeholder Portada del libro de Anna Aslayan.
Portada del libro de Anna Aslayan.

Se trata de un entretenidísimo ensayo (aún no traducido al español) en el que Aslanyan repasa el sorprendente papel que algunos traductores e intérpretes han jugado, casi siempre en la sombra, en importantes acontecimientos históricos. A través de malentendidos varios, lagunas fatales y malabarismos lingüísticos, el libro explora el delicado oficio que desarrollan los traductores y las complejidades que los profesionales de las lenguas han afrontado durante siglos.

El propio Ortega y Gasset, en su famoso ensayo Miseria y Esplendor de la Traducción (1937), no dudaba en calificar de "exorbitante" la tarea de traducir y aseguraba que es "más difícil de ejecutar que andar por la cuerda floja". "Formadas las lenguas en paisajes diferentes y en vista de experiencias distintas, es natural su incongruencia. Es falso, por ejemplo, suponer que el español llama bosque a lo mismo que el alemán llama Wald, y, sin embargo, el diccionario nos dice que Wald significa bosque", afirmaba.

Kantaro Suzuki reaccionó a esa declaración pidiendo mokusatsu, palabra que literalmente significaría algo así como "matar con el silencio"

El libro de Aslanyan se abre reconstruyendo el desastroso equívoco lingüístico que se produjo entre Estados Unidos y Japón en julio de 1945, cuando los americanos mandaron un ultimátum a los japoneses. El primer ministro nipón, Kantaro Suzuki, reaccionó a esa declaración pidiendo mokusatsu, palabra que literalmente significaría algo así como "matar con el silencio".

Mokusatsu sería el equivalente nipón al "sin comentarios". Pero el New York Times lo interpretó de otro modo (hay quien piensa que bajo la influencia interesada de la Casa Blanca) y publicó a toda página: "Japón rechaza oficialmente el ultimátum de los Aliados". El 6 de agosto, EEUU lanzaba un ataque nuclear contra Hiroshima.
Los expertos se muestran convencidos de que esa tragedia, que a finales de 1945 se calcula que había acabado con la vida de 166.000 personas, no puede en absoluto atribuirse exclusivamente a ese error de traducción. Pero, desde luego, no ayudó a evitarla.

placeholder La columna de humo dejada por una bomba atómica lanzada en Hirosima.
La columna de humo dejada por una bomba atómica lanzada en Hirosima.

Tampoco fue muy pacificadora la frase que en 2018 el entonces presidente estadounidense Donald Trump eligió para referirse a algunos estados, a los que calificó directamente de "shitholes countries", países de mierda. Algunos traductores, sin embargo, sí se esforzaron en suavizar sus palabras. "La versión más amable, adoptada en Taiwan, fue la de naciones donde los pájaros no ponen sus huevos; Japón optó por "naciones sucias como retretes" y Alemania por "naciones-basurero", se lee en el libro de Aslayan.

Los proverbios y las expresiones idiomáticas son con frecuencia un quebradero de cabeza para los intérpretes, que muchas veces han de elegir entre la literalidad pura y dura o retocar las palabras de quienes traducen para evitar posibles malentendidos u ofensas. Ahí están por ejemplo las memorias de Oleg Trojanovsky y Viktor Sudhodrev, quienes acompañaron a Nikita Kruschev en calidad de traductores en sus viajes a EEUU, y de las que se hace amplio eco Aslayan en su libro.

Es bien sabido que al secretario general del Partido Comunista de la URSS le encantaba echar mano de refranes y aforismos, a lo que se añadía su carácter impulsivo y su locuacidad irrefrenable. Sus dos traductores optaron por reformular algunas declaraciones de Kruschev que consideraron arriesgadas.

El traductor al ruso de Berlusconi se ha visto obligado a suavizar algunos de sus chistes

Y qué decir de Ivan Melkumjam, el traductor ruso de Silvio Berlusconi, el ex primer ministro italiano famoso por su imparable propensión a contar chistes y chascarrillos… "Cuando estaba con amigos, es decir, en compañía de personas a las que claramente les parecía simpático, traducía sus palabras sin filtro, pero en eventos protocolarios en general las atenuaba un poco", recoge Aslayan en su libro. "Trabajar para Berlusconi era al mismo tiempo fácil y difícil. Es un auténtico personaje, en él hay una vena artística".

Aunque también Melkumjam pasó momentos complicados con los rusos, como cuando se estaban preparando unas jornadas de celebración italo-rusas. "Como gesto de especial amistad, nos gustaría comenzar interpretando una canción italiana, por ejemplo, vuestra preferida, Bella Ciao, le soltó la delegación del Kremlin al representante de Berlusconi. Bella Ciao, el himno de la resistencia antifascista italiana, es hoy considerada por muchos una canción de izquierdas. Así que Melkumjan se tomó la licencia de modificar la propuesta: "Nos gustaría interpretar una canción italiana, algo que, para el país en su conjunto, tenga el significado que Bella Ciao tenía para los partisanos". Al final se interpretó O sole mio.

Declaración de guerra incomprensible

Los problemas de traducción no son en realidad nada nuevo, desde siempre algunos de ellos han contribuido a cambiar el curso de la historia. Como por ejemplo en 1826, cuando el conflicto armado entre el imperio ruso y el persa se mascaba en el aire. Los rusos decidieron entonces lanzar una declaración oficial de guerra (como se estilaba entonces) y encargaron a un empleado de la administración que la tradujera al persa. La declaración fue enviada a Teherán, pero estaba redactada en un persa tan lamentable que fue enviada de vuelta a Rusia con la apostilla de que por favor mandaran un texto comprensible. Pero, antes de que llegara la respuesta de Teherán, los rusos lanzaron su ataque, que pilló desprevenidos a los persas. Acabaron ganando la guerra.

Así las cosas, no es de extrañar que muchos dragomanes —como se conocía a los traductores en el imperio otomano— tuvieran fuerte capacidad de influencia y que algunos, como Alessandro Maurocordato, se convirtieran en personajes clave de la historia. Maurocordato contribuyó por ejemplo a negociar en 1699 la Paz de Karlowitz, que puso fin a las guerras libradas entre la Liga Santa y el Imperio otomano. Hizo creer a las dos partes que la iniciativa de firmar la paz provenía de la otra…

No faltan las películas y los libros que se ocupan del delicado oficio de traducir. Ahí está como muestra La Intérprete, el filme de Sydney Pollack. O el famoso pasaje de Corazón tan blanco, de Javier Marías, en el que el protagonista, un traductor, decide durante la aburrida conversación entre dos importantes políticos (supuestamente Margaret Thatcher y Felipe González) en la que ejerce de intérprete inventarse algunas partes. "Dígame, ¿a usted la quieren en su país?" le lanza por ejemplo a la dirigente británica como si la pregunta se la formulara su homólogo español. Y así, consigue convertir una charla insulsa en un momento de profunda intimidad.

placeholder Nicole Kidman en un fotograma de la película 'La Intérprete', de Sydney Pollack
Nicole Kidman en un fotograma de la película 'La Intérprete', de Sydney Pollack

En su Curso de Literatura Rusa, Vladimir Nabokov agrupa en tres grandes categorías los errores de traducción: aquellos que derivan de la simple ignorancia, los que son deliberados y los que tratan de mejorar o de embellecer el original, este último, en su opinión, el peor de los tres crímenes. De todos esos grupos hay numerosos ejemplos.
Uno de los más sonados es la traducción que en 1872 se hizo al francés del cuento que Mark Twain había publicado por primera vez siete años antes con el título La célebre rana saltarina del condado de Calaveras. Se trata de un relato humorístico, pero la traducción al francés era tan mala y tan plana que dejaba fuera toda la carga divertida del texto original. Twain se vengó retraduciendo al inglés la apática versión francesa y publicándola en 1903 junto a la original.

Pero incluso en los textos científicos, llenos de terminología especializada y donde supuestamente es más difícil meter la pata, se han cometido errores garrafales. Uno de los más aparatosos tuvo como involuntario protagonista al astrónomo italiano Giovanni Virginio Schiaparelli, quien en 1877 observó, a través del telescopio del Observatorio de Brera en Milán, cómo en la superficie de Marte había una extensa red de depresiones en el suelo no muy profundas a las que llamó canales, canali en italiano.

'Canals' en Marte

Pero cuando los resultados de su investigación fueron divulgados en inglés, los canali fueron traducidos por canals, no por channels. Con la particularidad de que en inglés channels alude a aquellos canales que surgen en un terreno de forma natural, mientras que canals se emplea para denominar a los canales creados de manera artificial. Resultado: la traducción inglesa dio pie a pensar que los canales que Schiparelli había visto en la superficie marciana eran obra de los marcianos.

Numerosos científicos —incluido por ejemplo el astrónomo francés Camille Flammarion— se dejaron llevar por ese error de traducción y se lanzaron a especular con la posibilidad de que hubiera vida en Marte. Y así, a finales del siglo XIX, la posibilidad de que en Marte hubiera vida inteligente desató una oleada de histeria colectiva, generando obras como La guerra de los mundos, la novela escrita en 1898 por H. G. Wells y cuya adaptación para la radio en 1938 por Orson Wells llevó a muchos oyentes a creer que realmente los alienígenas estaban invadiendo la Tierra.

Mártires de la traducción

Por supuesto, en el gremio de los traductores tampoco faltan los mártires. Ahí está el erudito holandés Adriaan Koerbagh, quien en 1664 publicó un diccionario jurídico con el que se proponía lanzar luz sobre el críptico lenguaje de los abogados, empleado por muchos de ellos para aprovecharse de sus clientes.

Koerbagh prosiguió con su campaña contra los abusos cometidos por algunos profesionales sacando cuatro años después otro diccionario en el que no sólo explicaba de manera llana términos técnicos, jurídicos y médicos, sino que analizaba también el lenguaje de las Sagradas Escrituras, a su entender deliberadamente oscuro. La Iglesia lo consideró una blasfemia y Koerbagh fue condenado a prisión, donde murió en 1672. Gran parte de sus obras fueron destruidas por ser consideradas subversivas.

Y continúa habiendo mártires de la traducción. Uno de los últimos caídos es Sohail Pardis, intérprete de las tropas estadounidenses en Afganistán, decapitado el 12 de mayo de 2021 a los 32 años por los talibanes tras acusarle de ser un espía americano. En su libro, Anna Aslayan dedica varias páginas a analizar las penalidades por las que han pasado (y pasan) los traductores de las fuerzas militares británicas y estadounidenses en Afganistán cuando éstas decidieron salir del país, dejando en muchos casos a sus intérpretes abandonados a su suerte frente a los talibanes, que los consideraban unos traidores.

San Jerónimo tuvo que esperar más de mil años para que su traducción de la Biblia fuera reconocida por la Iglesia como texto canónico

Hasta san Jerónimo, el patrón de los traductores, tuvo sus más y sus menos cuando a finales del siglo IV tradujo la Biblia del latín clásico al latín corriente, un texto conocido como Vulgata. Su traducción fue objeto de agrias críticas y polémicas (con famosas las objeciones a la misma que realizó san Agustín), y tuvieron que pasar más de mil años para que la Iglesia, en el Concilio de Trento, reconociera la Vulgata como texto canónico y decidiera adoptarla como la versión latina oficial de la Biblia. Los ataques a la traducción de san Jerónimo duran hasta hoy, azuzados en la actualidad por las acusaciones de misoginia contra él y su Vulgata.

El último personaje de los muchos que desfilan por el libro de Anna Aslayan es el traductor automático. Una tecnología a la que aún le queda mucho por mejorar y que está por ver si alguna vez será capaz de interpretar correctamente los giros, las ironías o los dobles sentidos. Mientras tanto, lo que están haciendo los servicios judiciales de muchos países (España incluida) es subcontratar los servicios de traducción, pagados con tarifas cada vez más exiguas y dejando muchas veces en la indefensión a acusados que no dominan la lengua de ese estado.

Muchos servicios de traducción están pagados con tarifas cada vez más exiguas y dejando muchas veces en la indefensión a acusados

Aslayan cita por ejemplo el caso de Iqbal Begum, una mujer de origen indio que en 1981 fue procesada por un tribunal inglés por haber matado a su marido maltratador. Se declaró culpable de homicidio voluntario y fue condenada automáticamente a cadena perpetua. Sólo después se supo que su traductor no le había explicado la diferencia entre homicidio voluntario e involuntario. En 1985 fue excarcelada y, tras ser repudiada por su propia familia, se suicidó.

"Traducir no sólo significa llevar al lector a entender la lengua y la cultura original, sino también a enriquecer la propia", dijo en cierta ocasión Umberto Eco. Ojalá fuera siempre así.

El 23 de octubre de 1940, cuando Franco y Hitler se reunieron en Hendaya acompañados de sus respectivos ministros de Exteriores —Ramón Serrano Suñer y Joachim von Ribbentrop—, un tal Gross ejerció de intérprete de la parte alemana. Y, a decir de Serrano Suñer, fue un absoluto desastre. "No llegó a entender ni la mitad de lo que queríamos decir", señalaría años después.

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