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'Los nadadores diurnos': un wéstern irregular que ajusta cuentas con tu padre, Dios y el Estado
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'Los nadadores diurnos': un wéstern irregular que ajusta cuentas con tu padre, Dios y el Estado

Carlota Ferrer y José Manuel Mora llevan a escena en el Matadero de Madrid la secuela de ‘Los nadadores nocturnos’, una utopía espiritual sobre los cuidados

Foto: Escena de 'Los nadadores diurnos'. (Ildre Sandrin)
Escena de 'Los nadadores diurnos'. (Ildre Sandrin)

Esta historia comienza con los atentados terroristas del 11M en Madrid, en 2004. Los días siguientes, el dramaturgo José Manuel Mora se lanza a la calle, como si fuera un periodista, y recoge frases y reflexiones y fragmentos de conversaciones de gente de la calle, jóvenes en su mayoría, voces fragmentadas en las que late un temblor y un descalabro emocional que comienzan a inspirar una obra de teatro que acabará en un cajón. Años después, le encargan una obra dirigida a un público juvenil y Mora piensa entonces que aquel texto es perfecto.

Pero no lo es. Aquí hay mucha violencia, cómo vamos a llevar a los chavales de un instituto a ver esto, le dicen. La obra vuelve al mismo cajón hasta que Mora llama a Carlota Ferrer y empiezan a trabajar juntos en esa historia protagonizada por marginados, parias e inadaptados, miembros de una secta llamada la Orden de los Nadadores Nocturnos, jóvenes que nadan y follan hasta la extenuación y que defienden el uso de la violencia para lograr la revolución. La obra, llamada Los nadadores nocturnos, acaba con un atentado terrorista en Madrid, se estrena primero en el Festival Fringe y después en Matadero, se convierte en el espectáculo revelación de 2014 y sitúa en el mapa a Mora y Ferrer.

Es la secuela de 'Los nadadores nocturnos', en la que parias e inadaptados nadaban hasta la extenuación y acababa con un atentado terrorista

En unas líneas llegamos al presente, relax. Esa obra, con personajes en bañador y aletas de buceo, reunidos en una piscina de vinilo rojo que se convirtió en icónica, incluía un monólogo del líder de la secta, un tipo llamado Jean G. (en un guiño a Jean Genet, pero también a Pasolini y Artaud) en el que hablaba del terror que sentimos por la muerte si entendemos nuestra vida como algo autónomo que no forma parte de algo superior: “Se trata de Dios, causa primera y última, aquello que le da sentido al individuo en un cuerpo común”, decía aquel líder mesiánico.

placeholder Escena de 'Los nadadores diurnos'. (Ildre Sandrin)
Escena de 'Los nadadores diurnos'. (Ildre Sandrin)

Y en esas frases está el germen y parte de la tesis de Los nadadores diurnos, secuela de aquella primera, que José Manuel Mora y Carlota Ferrer acaban de estrenar casi diez años después en el mismo teatro, las Naves del Español en Matadero. Pero aquí, la violencia y el terrorismo han mutado en la búsqueda de lo sagrado y los cuidados y ya no hay piscina, sino un salón de belleza en el que refugiarse juntos y prepararse para el buen morir. Y en ese salón no hay espejos ni secadores de pelo ni tratamientos faciales ni masajes reductores. Lo cierto es que ese salón apenas existe.

Gente perdida y ajustes de cuentas

Lo que hay es gente perdida y mucha oscuridad, un autor que hace terapia con la autoficción, una peli porno con caballos, un performer que se introduce clavos de 0,75 euros en su pene, un hotel de Oporto y unas calles de París, un mendigo, una taquillera de cine que fantasea con ser violada por un grupo de albanokosovares, un umbral de neón, un Hijo que busca a un padre, un Hombre Solitario que cuida de su madre, una Mujer Rota que cuida a un Chico Paloma que se alimenta de desechos. Y Johnny Guitar. Y Radiohead. Y una luz de luna que ya no tengo desde que te fuiste. Y referencias a la Biblia, a la Torá y al Corán. Y gente en albornoz o toalla a la cintura que calza botas y empuña pistolas, porque esto no es un salón de belleza sino un wéstern y aquí se trata de ajustar cuentas “con el padre, con Dios, con el mundo que vivimos y con el Estado, por eso esta obra es un duelo de pistoleros”, explica su autor a El Confidencial.

Se trata de ajustar cuentas "con el padre, con Dios, con el mundo que vivimos y con el Estado, por eso esta obra es un duelo de pistoleros"

Carlota Ferrer sitúa la acción en un no lugar, un espacio de tránsito desnudo y tan oscuro que apenas refleja la luz en el que se desarrollan e intercalan las dos tramas, los dos planos de esta historia que conserva la misma estructura fragmentada de la obra primera, y en la que se van alternando las voces y relatos de todos los personajes. La primera trama gira en torno a un hijo (Manuel Tejera) que busca en Oporto las huellas de ese padre, líder de la secta, que se inmoló en aquel atentado en aras de la revolución. Un hijo que no sabe qué hacer con la herencia recibida. Y un padre (Juan Codina) que es un fantasma y un gerente de hotel y el empleado de una papelería y un experto espiritista y un Dios desvalido y cansado que le pide a los seres que ha creado que se pongan las pilas, que ellos también son responsables de la creación.

Codina irá asumiendo las distintas personalidades en un juego vinculado a la idea de transmigración de las almas y en un diálogo padre-hijo en el que Mora coloca gran parte del ajuste de cuentas con su biografía, con su propio padre y con su visión de una sociedad que se ha desconectado de lo espiritual y lo sagrado: “Busco parte del sentido en esa reconquista de espacios sagrados en lecturas del Evangelio, de la Torá o del Corán, y encuentro una belleza, una calma y una paz que no encuentro en muchos otros textos. Te hablo —dice— como persona que tiene muchas dudas, pero en esas dudas está la creencia de que hay algo más allá entre tú y yo, que tiene que ver con Dios. Cuando hicimos Los nadadores nocturnos había mucho tabú con la sexualidad y ahora ese gran tabú está en la dimensión sagrada, porque cuando yo hablo de Dios no me refiero a alguien que está ahí arriba, estoy hablando de la conquista de nuestra humanidad, de que nosotros somos dioses y tenemos una responsabilidad en la creación”.

Lo que decimos versus lo que hacemos

La segunda trama gira en torno al reclutamiento de todos esos seres inadaptados y abandonados: el Mendigo (Tagore González), el Hombre Solitario (Carlos Beluga), el Joven Performer (Enrico Bárbaro) o la Taquillera (la propia Carlota Ferrer), pero también la Mujer Rota (Julia de Castro) o el Chico Paloma (Alberto Velasco), personajes que ya aparecían en el primer montaje. Todos, personajes-deshecho que sueñan con terminar juntos en ese lugar de amparo que imaginan como un salón de belleza donde cuidarse y desde el que cruzar el umbral a la muerte. Personajes tan desgraciados y rotos como los de Los nadadores nocturnos, pero aquellos “se reunían y se liberaban, era la fiesta de los suicidas y de las droguitas y ahora, en Los nadadores diurnos, esa liberación pasa por una idea mucho más introspectiva y de reflexión en torno a los cuidados, cuidados entendidos como sacrificio, y por eso aquí no hay fiesta, porque yo creo que cuidar a cualquiera que no sea una misma es un sacrificio. Porque la vida, tal como funciona el sistema, no nos deja el tiempo”, explica Carlota Ferrer a este diario.

placeholder Juan Codina, en 'Los nadadores diurnos'.
Juan Codina, en 'Los nadadores diurnos'.

En esa visión de los cuidados desde un lugar de sacrificio hay otro ajuste de cuentas con la corrección política “y con una misma”, explica Ferrer, que busca “el reconocimiento de cierta zona oscura en esa relación entre lo público y lo privado porque, en realidad, no siempre decimos lo que realmente queremos hacer. En lo público hay una búsqueda del buenismo generalizado. No digo que sea malo, pero es buenismo. Y en el terreno de lo privado cada uno tiene unos instintos y no siempre sigue reglas morales o éticas. Hablo de cuidados y hablo de violencia. Hablo de ir a una manifestación feminista y al mismo tiempo tener una relación absolutamente tóxica en casa”.

"Hay una búsqueda del buenismo generalizado. No digo que sea malo, pero es buenismo"

“Lo voy a decir muy claro porque ya estoy cansada: no hay amor sin sometimiento (...) te sometes al amor, te sometes a Dios, te sometes a la belleza de la piedra, a lo que sea que te dé un sentido, pero te sometes”, dice en la obra la Mujer Rota, una idea que atraviesa la obra de Angélica Liddell, que defiende la entrega radical al amor, al arte o a la belleza en un mundo cada vez más vacuo y superficial. No será la única influencia que asimila este montaje, ya que Ferrer recrea en escena el cuadro Finis Gloriae Mundi (El fin de las glorias mundanas), de Valdés Leal, un recurso plástico y un diálogo escénico con el arte que Liddell suele utilizar habitualmente en sus puestas en escena.

Obra irregular con momentos brillantes

A pesar de que estos nadadores son diurnos, hay muy poca luz en esta obra y no hablamos solo de foco. Ya hemos dicho que en esta secuela no hay alegría ni celebración, pero tampoco ese espíritu juguetón y desafiante que invadía el texto y la puesta en escena de Los nadadores nocturnos, responsable en gran medida de su éxito. José Manuel Mora apuesta por la introspección, la suya, y su propuesta de utopía espiritual y de cuidados se pierde en un texto que no arriesga ni profundiza, un texto no depurado que apuesta por la acumulación. Y, aunque Carlota Ferrer juega de forma inteligente con la estructura fragmentada de la obra y mueve bien a sus actores en escena, Mora estira mucho algunas de esas voces, sobre todo la de Codina, que aguanta textos muy largos, farragosos y repetitivos, sobre todo aquellos acerca de dios y la búsqueda espiritual. Textos que, en ocasiones, tienen un tono más new age que político y que imprimen a la obra un ritmo irregular, que pasa de escenas más ágiles a estas otras casi interminables.

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'Los nadadores diurnos'.

Además de irregular, Los nadadores diurnos es un montaje con unos cuantos finales falsos, una obra que parece que se acaba en tres o cuatro ocasiones pero solo amaga, y que estira tanto su conclusión que cuando Carlos Beluga interpreta Exit (for a film), de Radiohead, cruzas los dedos, agotado, para que esta vez sí termine, por favor.

Cuando Carlos Beluga interpreta 'Exit (for a film)', de Radiohead, cruzas los dedos, agotado, para que esta vez sí termine, por favor

A favor de la obra, unas cuantas cosas: el trabajo de ese animal escénico que es Juan Codina, maestro de actores y festival de registros; la música original de Tagore González, que crea una atmósfera envolvente e hipnótica con sus clarinetes o con la mezcla en directo de cantos sacros con bases techno; y la versatilidad de un reparto compenetrado y entregado que canta, baila y toca instrumentos como el violín, el violonchelo o las guitarras eléctrica y acústica. Además, hay varias escenas gloriosas. El solo de danza libérrimo y disfrutón que se marca Alberto Velasco mientras Enrico Bárbaro interpreta de forma delicada aquella Luz de luna que cantaba Chavela Vargas. Una escena poderosa en la que la taquillera que interpreta Carlota Ferrer, semidesnuda y sentada en una mecedora, relata su fantasía de violación por un grupo de albanokosovares mientras en la primera fila del patio de butacas la Mujer Rota masturba al Hombre Solitario. Y una última, que nos recuerda al Mount Olympus de Jan Fabre, una sesión trance con una coreografía repetitiva que lleva a los intérpretes hasta la extenuación y que provocó aplausos del público el día del estreno.

Los nadadores diurnos. Texto y dramaturgia: José Manuel Mora. Dirección: Carlota Ferrer. Intérpretes: Enrico Bárbaro JR, Carlos Beluga, Julia de Castro, Juan Codina, Carlota Ferrer, Tagore González, Manuel Tejera y Alberto Velasco. Hasta el 5 de marzo en las Naves del Español en Matadero.

Esta historia comienza con los atentados terroristas del 11M en Madrid, en 2004. Los días siguientes, el dramaturgo José Manuel Mora se lanza a la calle, como si fuera un periodista, y recoge frases y reflexiones y fragmentos de conversaciones de gente de la calle, jóvenes en su mayoría, voces fragmentadas en las que late un temblor y un descalabro emocional que comienzan a inspirar una obra de teatro que acabará en un cajón. Años después, le encargan una obra dirigida a un público juvenil y Mora piensa entonces que aquel texto es perfecto.

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