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En el mismo barco: oda a la política de lo pequeño
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TRINCHERA CULTURAL

En el mismo barco: oda a la política de lo pequeño

Cuando la actualidad política sobrepasa a las personas, la micropolítica y el civismo pueden recordar a los ciudadanos que son algo más que solo votantes

Foto: Vecinos acampados en San Fernando de Henares. (EFE/Fernando Villar)
Vecinos acampados en San Fernando de Henares. (EFE/Fernando Villar)
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La política mediática, la de encuestas y salones, ocupa el tiempo y el espacio desde hace semanas —y lo que queda— hasta rozar el agotamiento. Cada uno ha soportado sobre su espalda el vasto peso de la vergüenza de la campaña, ha salido a la calle —o no— en dirección al colegio electoral y ha esperado con paciencia su sino. Y hasta ahí parece llegar la participación política habitual de la ciudadanía. La percepción al respecto cambia, sin embargo, cuando se muda de perspectiva, se da un paso atrás para tomar distancia de la situación y, luego, se acerca la mirada a la vida común.

Más allá de partidos políticos y sindicatos, de organizaciones y colectivos e, incluso, de debates sobre si el consumo —¡o la misma existencia disidente!— puede ser política o no, hay un ámbito humano del que todos participamos a diario y que podría llamarse, tomando como modelo la economía, micropolítica. Su definición es tan variada como cada uno y se concreta mejor con el ejemplo que con la descripción.

Cuando al terminar la universidad me mudé a Madrid, lo hice a un edificio viejo y pequeño que compartía con estudiantes, migrantes y una anciana, también vieja y pequeña, que vivía en el piso superior y sobrepasaba los noventa años. Su existencia entonces me preocupaba y me preguntaba qué podía hacer por su comodidad y seguridad, sin llegar a inmiscuirme en la vida de nadie. Una visita de vez en cuando, una mano con la compra, un ojo atento a la frecuencia de salida. Las semanas pasaron y me fui percatando de que esta mujer, que paseaba a diario sobre la misma hora, era ampliamente conocida entre vecinos y comerciantes y que, entre todos, vigilábamos por su bienestar de manera silenciosa e invisible, pero efectiva.

Con el ojo ya entrenado para detectar estas actividades de guerrilla de la responsabilidad social, he observado esto muchas más veces, en muchos ejemplos, siempre cambiante el rostro del beneficiado —una madre soltera de dos, los chiquillos del bazar que juegan en la plaza, un hombre que vive en el parque cercano—. Y una vez comienzas a percibir las huellas de estas acciones aparecen por todas partes, todo el tiempo.

Foto: Varios niños acuden a un colegio de Fuerteventura. (EFE/Carlos de Saá)

Recuerdo ahora acompañar a un perro recién perdido, a la espera de que su dueño lo encontrase. Recuerdo, por supuesto, llamar al SAMUR en varias ocasiones ante cualquier señal callejera de sobredosis o hipotermia. Puedo recordar ofrecer mi mano y un taxi a una desconocida en estado embriaguez, pero también recuerdo a ese grupo de chicas que rodeó una noche y habló conmigo para que yo no esperara sola a mis amigos, que llegaban tarde. Y recuerdo también oídos alerta a un llanto de un nene solo en el parking de un centro comercial, como recuerdo miradas —y palabras y llamadas— de asistencia ante lo que parecía una discusión en lo que algunos llaman ahora un divorcio duro.

Puede que estos gestos, solo algunos ejemplos, parezcan naturales, meros actos de amabilidad o buena educación, pero nada de esto tiene que ver con las buenas formas o la cortesía. Todo esto es política. Se trata, en definitiva, del tipo de política que se ejecuta desde la individualidad pero se comparte entre todos y es, además, la política básica que permite el resto de estructuras superiores —los pilares de la sociedad, si se quiere expresar con cierta cursilería— y que a su vez es el resultado permeado de políticas mayores —política de despachos, pero también de asambleas—. La micropolítica es, a un mismo tiempo, la causa y la consecuencia de la macropolítica.

Foto: Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo en el cara a cara. (Reuters/Juan Medina)

Bajo la luz prismática que arroja esta idea se revelan como micropolítica muchas más realidades cotidianas, actos que tienen más de buenos hábitos conscientes, forjados a través de la voluntad, que con los automatismos básicos de la vida adulta. Ejemplos de lo primero serían guardar las colillas hasta poder tirarlas apropiadamente o cruzar siempre en verde, aunque no sea necesario, especialmente si algún niño puede verte. En la otra parte están los gestos de protocolo, que nos hemos dado de forma aleatoria como sociedades, que sin duda facilitan la convivencia pero crean comunidades.

Así, la práctica totalidad de las acciones de cuidados —y, casi diría, de afecto—, sean propios, ajenos o del entorno, se pueden considerar actos políticos directos que vertebran la sociedad que nosotros habitamos aquí, pero no todos disfrutan en otros sitios y sistemas. Pensar la política como un espectro del que participamos a diario, pero también de forma periódica, puede permitir recolocarnos mentalmente como sujetos activos y conscientes para resistir a los discursos derrotistas que nos relegan a meros espectadores de la democracia.

La política mediática, la de encuestas y salones, ocupa el tiempo y el espacio desde hace semanas —y lo que queda— hasta rozar el agotamiento. Cada uno ha soportado sobre su espalda el vasto peso de la vergüenza de la campaña, ha salido a la calle —o no— en dirección al colegio electoral y ha esperado con paciencia su sino. Y hasta ahí parece llegar la participación política habitual de la ciudadanía. La percepción al respecto cambia, sin embargo, cuando se muda de perspectiva, se da un paso atrás para tomar distancia de la situación y, luego, se acerca la mirada a la vida común.

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