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Los legionarios, la bandera y los toreros 'okupan' el Liceu
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Los legionarios, la bandera y los toreros 'okupan' el Liceu

La fabulosa 'Carmen' de Calixto Bieito cumple un cuarto de siglo convertida en clásico, pero también provista de plena actualidad política en medio de la batalla identitaria

Foto: Un momento de la representación de la 'Carmen' de Calixto Bieito en el Teatro Real de Madrid, en 2017. (EFE/Javier del Real)
Un momento de la representación de la 'Carmen' de Calixto Bieito en el Teatro Real de Madrid, en 2017. (EFE/Javier del Real)

Ha cumplido ya un cuarto de siglo la Carmen de Calixto Bieito que escandalizó en el Festival de Perelada. Y puede decirse que el montaje de la ópera de Bizet tanto ha adquirido la reputación de un clásico como ha cobrado actualidad en sus connotaciones políticas. Lo demuestra el lenguaje iconoclasta con que se representa en el Liceu, hasta el extremo de que la versión de Bieito expone la bandera de España, recluta a decenas de legionarios e intimida al personal con un gigantesco tótem del toro de Osborne. Sucedía así cuando la versión ochentera del mito exótico y racial sacudió a los espectadores de Perelada, pero la coyuntura soberanista en la Barcelona de 2023 predispone una fascinante lectura presentista.

Hay más legionarios sobre la tarima del Liceu de cuantos todavía sobreviven en Cataluña. Y nunca como ahora produce tanta estupefacción en el templo de La Rambla el inventario de tópicos españolazos —toreros, gitanas, faralaes— que contextualiza la versión radical, extrema, de Calixto Bieito.

La peculiaridad del montaje consiste en la eficacia de sus códigos universales —la dialéctica del erotismo y la muerte, la opresión machista, el acoso a la mujer emancipada, las bajas y altas pasiones—, pero no reviste el mismo efecto presentar esta Carmen de sangre y arena en Sídney, en Santa Fe o en Viena que hacerlo en el Liceu. Cuestión de semiótica. Y del efecto que produce restregar a los espectadores locales una gigantesca bandera rojigualda que se yergue y airea en un símbolo fálico.

La peculiaridad del montaje consiste en la eficacia de sus códigos universales —la dialéctica del erotismo, la opresión machista...—

Bieito extrapola la ópera a los primeros años de la Transición. No en la Sevilla folclorista que imaginó Mérimée, sino en la Ceuta del contrabando, la marihuana y los Mercedes de torero viejo. Por eso no desfilan soldados decimonónicos, sino legionarios desabrochados, postrados como idólatras a los atributos del toro Osborne en la épica genital de Jamón, jamón.

Carmen sin mujer fatal

Toda la ópera es un ejercicio desmitificador. La concibe Bieito entre el feísmo y el prosaísmo. Y la ambienta con la nocturnidad de una pintura negra, un páramo estético que amalgama la testosterona de los legionarios, la ordinariez de las chonis, las altas pasiones y los bajos instintos. Muerte y amor. Amor y muerte, entre brochazos de sangre y esperma.

Es de una enorme crudeza esta Carmen sin heroína emancipada, hembra revolucionaria ni mujer fatal. El epílogo de la ópera se resuelve con la abyección de un crimen de género convencional, aunque no haya concesiones a la moralina ni a la moraleja. Y aunque la cantante protagonista, Clémentine Margaine, se desenvuelva con cierta vulgaridad, no está claro si premeditadamente o constreñida a hacerlo en sus limitaciones de actriz mediocre y de contraindicaciones eróticas o voluptuosas.

placeholder Presentación en diciembre pasado de la 'Carmen' de Calixto Bieito en el Liceu de Barcelona. (EFE/Enric Fontcuberta)
Presentación en diciembre pasado de la 'Carmen' de Calixto Bieito en el Liceu de Barcelona. (EFE/Enric Fontcuberta)

La mayor contribución de la mezzo francesa —y no es poca— se concentra en su idoneidad vocal. Un timbre muy atractivo. Un color volcánico. Y unos medios apabullantes en el estupor del tercer acto. Allí lo espera la calidad de Simón Orfila en el papel de Escamillo —imponente su registro agudo— y lo aguarda la interesantísima actuación de Michael Spyres.

Es un cantante atípico el nuevo figurón estadounidense. Y no solo porque a veces parece un tenor lírico y otras un barítono de voz oscura, sino porque aporta una línea de canto exquisita. Y porque se desdobla con autoridad en los pasajes de más sensibilidad el dúo con la refinada Adriana González (Micaela) y en el desenlace brutal del último duelo. Una escena poderosa y desnuda que finaliza con Don José arrastrando el cadáver de Carmen como hacen las mulillas con el toro de lidia una vez estoqueado a muerte.

Toda la ópera es un ejercicio desmitificador. La concibe Bieito entre el feísmo y el prosaísmo

Claroscuro, antorchas. Puede decirse lo mismo de la versión musical de Josep Pons. Abrupta y oscura cuando lo requiere la dramaturgia. Y delicada y sensible cuando la música de Georges Bizet exige mayores primores. Un buen ejemplo se localiza en el remanso de la escena en que Guillermo Castillo baila desnudo a la luz de la luna, emulando a Juan Belmonte en el pasaje más deslumbrante de novela de Chaves Nogales.

Percute, golpea, hiere la dirección escénica de Bieito. Y conserva la iconografía que la definió en su bautismo, de tal forma que el recurso de una cabina telefónica y los Mercedes fletados para bajarse al moro redundan en una postal de estética remota, pero de sociología vigente y de una actualidad política que garantiza a la Carmen otros 25 años de vida.

Ha cumplido ya un cuarto de siglo la Carmen de Calixto Bieito que escandalizó en el Festival de Perelada. Y puede decirse que el montaje de la ópera de Bizet tanto ha adquirido la reputación de un clásico como ha cobrado actualidad en sus connotaciones políticas. Lo demuestra el lenguaje iconoclasta con que se representa en el Liceu, hasta el extremo de que la versión de Bieito expone la bandera de España, recluta a decenas de legionarios e intimida al personal con un gigantesco tótem del toro de Osborne. Sucedía así cuando la versión ochentera del mito exótico y racial sacudió a los espectadores de Perelada, pero la coyuntura soberanista en la Barcelona de 2023 predispone una fascinante lectura presentista.

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