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Por qué no podemos dejar de hablar de nosotros mismos: la teoría del botijo invertido
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Héctor G. Barnés

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Por qué no podemos dejar de hablar de nosotros mismos: la teoría del botijo invertido

La cantidad de cosas interesantes que podemos decir es limitada, así que si tenemos que producir contenido sin parar, terminamos hablando de lo que mejor conocemos: nosotros

Foto: Foto: EFE/Rafa Alcalde.
Foto: EFE/Rafa Alcalde.
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A la gente nos ocurre una cosa en la vida, a lo sumo dos. Hay a quien de forma excepcional le pasan tres cosas. Mejor así. Cuanto peor lo has pasado, más cosas tienes que contar a los nietos. La felicidad está bien, pero da para pocas batallitas alrededor de la chimenea.

Ese par de cosas que te han ocurrido terminan definiendo a una selecta minoría, ya sea haber sobrevivido a un accidente de avión en Los Andes, haber hecho carrera como cómico trágico, o haberte enfrentado a la incomprensión ajena por pertenecer a una minoría en un entorno hostil. Quien no ha vivido algo tan excepcional, encuentra algo que le defina y que le distinga de los demás: ser de barrio, ser precario, ser de Roquetas de Mar, ser jugador de póker o ser el gigante más bajito del mundo.

Todo el mundo tiene una historia y, por lo tanto, un libro (o un documental, o un pódcast, o un artículo largo) que vender. Se habrá dado cuenta de que hoy gran parte del contenido que consumimos son personas contándose a sí mismas. La autoficción se ha convertido en el género literario por antonomasia. El lenguaje terapéutico nos empuja a hablar de nosotros mismos sin parar. Los streamers convocan a miles de personas alrededor de su canal. Los debates televisivos, sean políticos o del corazón, están compuestos por personas que están ahí por ser quien fueron. Yo, yo, yo, yo.

A los escritores, incluso a los ensayistas, se nos anima a utilizar la primera persona, a hablar de nosotros mismos, a buscar nuestra "voz" que nos diferencie del resto. Hace no tanto era habitual que publicar un libro fuese el resultado del trabajo de una vida, un testamento en el que el sabio ofrecía al mundo lo que había aprendido a lo largo de su existencia. Hoy es al contrario: sacas tu libro (o tu programa) cuando eres joven, construyes tu marca, y a opinar de todo. Un español, una historia que contar, un producto de la industria cultural.

El botijo invertido echa por la boca una cantidad de líquido mayor de lo que mete en su cabeza

El problema en esta vida es que el número de cosas que sabemos, de las que podemos opinar con auténtica autoridad o que hemos vivido en primera persona, son limitadas y se nos acaban pronto. La autobiografía da para lo que da. Entonces solo nos queda una alternativa: hablar de lo único de lo que sabemos, es decir, de nosotros mismos y acumular experiencias para tener algo que contar.

Lo he llamado la teoría del botijo invertido. El botijo funciona introduciendo una gran cantidad de agua por la boca, que es expulsado en forma de refrescante hilito de agua. Hoy, debido a la necesidad de producir o subir contenido sin parar, sacamos por el pitorro mucho más de lo que metemos. Y, además, lo que sale está calentorro. No es casualidad que haya tanta gente diciendo tonterías. Los pódcast, los programas de tele, los periódicos y los streams se basan en ser capaz de mantener durante horas, días y años un flujo constante de locuacidad, de forma desenfadada y mordaz. Pasamos más tiempo hablando, opinando o escribiendo que pensando, leyendo o reflexionando.

Por eso, esos vacíos se rellenan con comentarios banales o autorreferenciales. Cuando no tenemos nada de lo que hablar, hablamos de nosotros mismos. Hay escritores que publican más libros de los que leen, periodistas que opinan en profundidad sobre un complejo tema a partir de la media ponderada de tres opiniones ajenas y profesores que pasan más tiempo justificando su investigación que investigando. Lo resumía bien aquel Pantomima Full reciente sobre los tertulianos: "Para preparar los temas, con mirar Twitter lo tienes. Y luego estando aquí todos los días acabas sabiendo de todo".

El tono de las personas botijo lo conocemos todos: es esa verborrea imparable conformada por muletillas que vienen bien en cualquier ocasión ("icono"), frases hechas que suenan genial ("esto —lo que sea— se debe a la polarización") o citas a autores de moda ("esto ya lo contaba Stefan Zweig"), según su público. Estoy agotado de escuchar pódcast sobre temas que me interesan que no van sobre dicho tema, sino sobre los libros que han leído los presentadores la última semana, la conversación que tuvieron con otro amigo que casualmente también tiene un pódcast o un tipo muy interesante que conocieron el otro día y que monta exposiciones.

En una columna publicada esta semana, Diego Garrocho, jefe de opinión de ABC y profesor de filosofía de la Universidad Autónoma de Madrid, lamentaba que "las horas de acopio cultural y reflexión han quedado prácticamente desterradas de las labores universitarias en lo que atañe a los saberes humanísticos". O como zanjaba Mark Fisher con ironía: "Solo los prisioneros tienen tiempo para leer, si quieres involucrarte en un proyecto de 20 años, tienes que matar a alguien". Sin quitarle la razón, sí hay algo que podríamos hacer tanto él como yo (y no es matar a nadie): no estar a tantas cosas.

"Estoy agotada de hablar de mí misma todo el rato", lamenta la 'influencer' Anna Wolfermann

El problema es que en el mundo de la ultraproductividad a uno le pagan por soltar muchas cosas por el pitorro, no por meter agua en el botijo. Es decir, lo importante es hablar y opinar y producir, y no tanto que eso que hablas, opinas o produces sea el resultado de una ardua reflexión, años de estudio e investigación o una mirada única sobre la realidad. Ahí es donde dejamos de hablar de lo que sabemos y empezamos a hablar de lo único que creemos conocer: nosotros.

Porque en un mundo en el que cada vez estamos más obligados a ser marcas personales y creadores de contenido si no queremos desaparecer, hay un momento en el que lo único que podemos utilizar como materia primera es a nosotros mismos, haciendo además el juego a un modelo de consumo que se basa en el exhibicionismo del eventillo o del producto "solo soy una chica". Ya no basta con abrir un negocio de manera anónima, sino que tienes que promocionarlo con tu propia cara, subiendo a tus redes contenido sin parar y convirtiéndote en el protagonista de la aventura de tu vida.

La influencer Anna Wolfermann anunció el otro día que había decidido dejar de serlo a tiempo completo porque estaba "aburrida de sí misma". "Estoy agotada de que todo vaya sobre mí", explicaba en TikTok. "Mi trabajo me obliga a mirarme, a hablar de mí misma y a responder a comentarios sobre mí. Es un trabajo demasiado obsesivo". Había empezado a hablar a base de eslóganes y frases cortas, porque generan más engagement en redes, y era incapaz de tener pensamientos elaborados. Sobre todo, lo odiaba porque le estaba impidiendo aprender nada nuevo. Como todos, está aburrida y asqueada de escucharse a sí misma.

Escapando de nosotros mismos

Una de las críticas más frecuentes sobre la evolución de la cultura de internet es la que lamenta que la red de hace veinte años favorecía el diálogo y el intercambio entre iguales, pero hoy se ha convertido una suma de monólogos donde cada uno vende su marca a los cuatro vientos mientras el resto escuchan. Es decir, el paso de los foros y los chats al de Twitch u OnlyFans. De hacer colegas en el chat de IRC a El Xokas divagando desde el púlpito de su casa.

A comienzos de año, la compañera Jimena Marcos publicaba una genialidad de tuit que refleja a la perfección este hartazgo hacia nosotros mismos: "Pa' 2024 menos terapia, pódcast de oversharing, novelas de autoficción, pelis sobre la infancia. Pensamos demasiado sobre nosotras mismas. Yo ya esto lista pa' dejarme en paz y empezar a investigar sobre los agujeros negros". Algo bueno tenía que tener ser periodista: estás obligado a salir al encuentro de los demás, a relacionarte con otras personas, a comprender cómo funciona el mundo y contarlo después. No podemos permitirnos ensimismarnos.

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Últimamente, ando escuchando otra vez a Bob Dylan, que tiene un par de versos que pueden ayudarnos a dejar de ser botijos invertidos: "Voy a intentar huir de mí mismo tanto como pueda" de Things Have Changed y "Voy a olvidarme de mí un rato, voy a ver qué necesitan los demás" de Thunder on the Mountain. El gran cronista del siglo XX (y parte del XXI) no se mira al ombligo, que es lo que hacemos nosotros cuando nos quedamos sin materia prima, y eso que a él sí le han pasado tres o cuatro cosas en su vida. El infierno no son los otros, el infierno es uno mismo.

A la gente nos ocurre una cosa en la vida, a lo sumo dos. Hay a quien de forma excepcional le pasan tres cosas. Mejor así. Cuanto peor lo has pasado, más cosas tienes que contar a los nietos. La felicidad está bien, pero da para pocas batallitas alrededor de la chimenea.

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