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Si quieres sentirte catalán y español, ¡huye al extranjero!
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Hernán Migoya

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Si quieres sentirte catalán y español, ¡huye al extranjero!

En el año 2013 me fui de Cataluña y me instalé en Perú, donde recorrí los jirones de Lima repitiéndome como un idiota: "Holasoyespañol" sin que me salieran cuernos ni ganas de cristianizar a mis anfitriones

Foto: Manifestantes con banderas españolas y esteladas en la plaza Sant Jaume de Barcelona durante la declaración de independencia en 2017. (EFE/Quique García)
Manifestantes con banderas españolas y esteladas en la plaza Sant Jaume de Barcelona durante la declaración de independencia en 2017. (EFE/Quique García)
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Lo recuerdo como si fuera ayer: sucedió (muy apropiadamente) en la estación de metro Plaça Espanya, hará unos veinte años. Las puertas de un vagón se abrieron y, al disponerme a entrar, choqué ligeramente con un tipo que iba de salida. Me volví para disculparme, pero no llegué a alzar la vista hasta sus ojos: lo que reclamó toda mi atención fue un parche de tela pegado a su niqui. No… no podía ser. Volví a fijarme. Y sí, sí lo era.

¡El tipo llevaba zurcida en el pecho una minibandera española! ¡¡¡En plena Barcelona!!!

Me fijé entonces en su cara para ver quién era aquel insensato. Enseguida reconocí sus rasgos como latinoamericanos. "Uf", pensé, "como lo pillen lo matan". Pero, tras pensarlo dos veces, me imaginé que siendo latino quizá lo respetarían. De ser catalán, eso sí, no se hubiera atrevido a tamaña audacia. Todos los catalanes sabemos que jamás puedes ostentar una bandera española en Cataluña.

Esa fue la primera vez que vi a alguien exhibirla sobre su atuendo en mi comunidad autonómica. Era la época en que los latinos todavía caían bien a los independentistas, cuando estos todavía confiaban en que los podrían controlar para su causa.

Oye, nena, yo soy "diferente"

El supremacismo catalanista empezó a imponerse institucionalmente a finales de los años 80. Todos los que éramos bilingües desde EGB pero teníamos el castellano como primera lengua nos sentíamos cada vez más arrinconados en nuestros pisos obreros de extrarradio, como tipis de esos indios que son tolerados por el gran patrón blanco, pero que las autoridades esperan en el fondo ver desaparecer pronto o refundirse a la nueva nación. El catalán tomó posesión como lengua oficial de toda gestión administrativa, educativa y burocrática. Los jóvenes charnegos que enfocábamos nuestros pasos al mundo de la cultura, por ejemplo, nos acostumbramos a usar el catalán por conveniencia en cualquier acto público para luego cambiar al castellano en privado. Es una pequeña esquizofrenia que todo el mundo ha asumido allí desde hace décadas. El plan maestro lo tenían ellos, nosotros sólo subsistíamos sin doctrina alguna, excepto algún que otro rufián.

A día de hoy, es cierto que los mandamases de la Generalitat de Catalunya han normalizado de sobras ese concepto atroz del "ya aprenderán castellano en la calle" (sólo les falta añadir "mientras andan robando" o "como los perros que son"), pero la primera vez que fui consciente de que realmente el núcleo duro del nacionalismo catalán se sentía superior a sus compatriotas del resto de España fue cuando décadas atrás Jordi Pujol lanzó en medios la campaña propagandística Som diferents. A nadie se le escapó que ese "somos diferentes" implicaba un racista "no somos como tú, somos mejores". Ahí descubrí lo bien que combinaba un victimismo de "pueblo elegido" con el brazalete de una esvástica.

Foto: Estatua de Cristobal Colón en Barcelona con la camiseta del Barça. (EFE/Alejandro García)

Lo que mosqueaba de esa política de confrontación no era solamente la división en catalanes de primera y catalanes de segunda (obviamente, muchos independentistas no consideran catalanes a los que no deseamos la independencia), sino la obligación a renegar de tu cultura materna si querías ser aceptado y a abrazar un único modo de encarnar lo catalán. Algunos charnegos comentábamos sottovoce lo radical de esa presión, pero jamás se nos ocurría arrogarnos el derecho a sentirnos catalanes y a la vez españoles. Ejercer de español nominalmente ya era para nosotros ser poco menos que apologetas del franquismo. El complejo de culpa ya estaba sembrado y, si queríamos progresar en Cataluña, estaríamos obligados a hablarles a nuestros hijos en catalán en todo ámbito doméstico, por miedo a discriminaciones y represalias futuras: la famosa política de inmersión lingüística, autoaplicada por la mayoría de inmigrantes por miedo antes que por convicción.

Fruto de esa política, presencié uno de los incidentes más lamentables que recuerdo de mi vida en Barcelona, en una de las televisiones donde colaboré laboralmente hace veinte años: a primeros de este siglo, me encontré con el actor José Luis López Vázquez, ya ochentón, aguardando en el vestíbulo del canal Flaix TV, donde yo ejercía de crítico cinematográfico. Él esperaba para ser entrevistado y, como lo habían dejado solo y con cara de aburrimiento, me senté junto a él para darle conversación y expresarle mi admiración. Poco después lo condujeron al plató. Apenas diez minutos más tarde me enteré de que acababa de abandonar la tele, indignado porque le habían querido entrevistar en catalán sí o sí, obligándole a portar un pinganillo para que le tradujeran las preguntas, extremo al que él se negó.

A nadie se le ocurrió que lo natural hubiera sido hacerle la entrevista en castellano. Creo que se fue de allí sin sentirse ni un admirador ni un amigo. Y, mucho menos, un esclavo ni un siervo…

Pon un catalanoparlante negro en tu vida

Un hecho que nos estigmatizaba treinta años atrás era el entusiasmo con que los medios indepes mostraban cada dos por tres algún extranjero adiestrado: más de un espabilado anglosajón se aprovechó de la coyuntura para medrar ofreciendo el perfil interesado de "europeo que puede desempeñarse perfectamente en la vida con el uso exclusivo del inglés y el catalán, sin echar jamás mano del innecesario idioma español". Pero cuando más se les notaba el orgullo era cuando te sacaban a algún hermoso muchacho africano y lo exhibían comunicándose en un catalán formalmente irreprochable. Ahí les reventaban las venas de patriotismo. Y los adolescentes charnegos nos sentíamos aún más ruines, porque ese inmigrante ya hablaba únicamente en catalán mientras nosotros todavía creíamos que resultaba posible una convivencia bilingüe. ¡Todavía creíamos que éramos de allí!

Pero se empeñaban en recordarnos que no, que no lo seríamos hasta que escupiéramos sobre una mitad de nuestra cultura, tomada como algo extraño, ajeno a esa sociedad ideal renacida. Para ellos, éramos más extranjeros nosotros. Obviamente, el nacionalismo catalán decidió pronto que el bilingüismo era anatema, porque según unos presuntos estudios científicos que te restregaban por la cara, en una sociedad bilingüe la lengua ¿débil? siempre acaba desapareciendo: por tanto, la "solución final" pasaba por el exterminio del español (la lengua considerada intrínsecamente como fuerte) en el territorio catalán.

Ese es el sueño húmedo que los motiva.

placeholder Foto de carnet de Hernán Migoya a los 14 años. (Cedida)
Foto de carnet de Hernán Migoya a los 14 años. (Cedida)

Dicho buenrollismo con los visitantes exóticos, a fuer de tanto afán de amaestramiento, empezó a desaparecer con la ola de inmigración latinoamericana de hace tres lustros. De repente, saltaron las alarmas: ¡a estos sudacas no solo les importa un pimiento el catalán y siguen hablando con desparpajo su idioma (el mismo idioma invasor, para más inri), sino que además se reproducen como chinches! Claro, los catalanes, tan sensatos y economizadores, siempre hemos tenido pocos hijos: 1,17 por mujer en 2022, frente al 1,85 de América Latina. Y lo que los charnegos no quisimos nunca hacer (llevar una vida monolingüe en castellano), los latinos no tienen absolutamente ningún reparo en hacerlo. De ahí que, por primera vez, el independentismo esté más asustado con los latinoamericanos que con los charnegos de mierda.

Incluso mi exesposa ha sido arrastrada en múltiples ocasiones a conversaciones surrealistas por parte de los indepes, con la única pretensión de convencerla de que comparten un enemigo común:

—¿Y tú de dónde eres?

—Sudamericana.

—Ah, los catalanes también sabemos lo que es haber sido invadidos por los españoles…

Horror: ¡los catalanes invadimos América!

En el año 2013 me fui de Cataluña saturado de tanta normalización de la xenofobia y me instalé en Perú, porque ese continuo enfrentamiento entre dos pueblos dentro del mismo territorio me hizo odiar tanto una identidad como la otra. Reconozco que nunca me ha gustado la gente, así en bloque, por lo que el destino de ambas naciones me importaba tirando a poco, aunque fueran también las mías. Pero adoro la cultura popular de ambas. Así que no me quedó otro remedio que aferrarme a esa cultura para desactivar mi resentimiento: leer novelas de Joan Perucho y José Mallorquí, tebeos de Aroha Travé y Quim Bou, y oír a Maria del Mar Bonet y a Rosalía (por citar solamente referencias catalanas —con una excepción mallorquina— en ambos idiomas) me reconcilian y reafirman en la idea de que el orgullo por una tradición cultural no tiene por qué implicar una exacerbación del fanatismo nacionalista, ni en Cataluña ni en España ni en ningún lugar.

Cuando unos años más tarde, con bastante retraso, me enteré de la existencia de Vox, lo primero que pensé fue que ese partido era el mayor favor que le hacían los fanáticos centralistas a los periféricos: ahora estos ya tenían el pretexto idóneo para decir que, en efecto, los españoles son todos unos fascistas. Qué mejor que un enemigo eterno para fortalecer tu identidad. Y qué harán algún día los unos sin los otros… el odio es su pegamento.

Sin embargo, nada más pisar Perú me sorprendió una sencilla reacción: cada vez que me preguntaban de dónde era, yo respondía con un cauto "de Barcelona", pero por más que subrayara esa particularidad, mis interlocutores automáticamente me asumían como español. Como mucho, alguno más informado de la actualidad política podía llegar a comentar "ah, ustedes no quieren mucho a la Madre Patria, ¿no es cierto?".

Ejercer de español ya era para nosotros ser poco menos que apologetas del franquismo

Pero, por lo general, que en ciudades como Lima te presumas vasco o catalán pero no español da exactamente lo mismo, porque durante la Conquista vinieron un montón de vascos y catalanes a joderlos igual. De hecho, el virrey más famoso del Perú es catalán: Manuel de Amat y Junyent (1704-1782), que da nombre a otra parada de metro en Barcelona. El tipo se echó una amante limeña durante muchos años, la actriz Micaela Villegas, a la que apodó Perricholi (el poco cariñoso mote "perra chola" tal como se percibía en Lima pronunciado con acento catalán) y hasta le engendró un hijo. Pero tras tres lustros de virrey, el imperialista español regresó a Cataluña septuagenario, se casó con una aristócrata veinteañera (también imperialista la joven barcelonesa, presumo) y se hizo construir el Palacio de la Virreina. Él nunca reconoció a su hijo americano ni le permitió heredar nada. ¿Resultado? Dicho hijo fue uno de los firmantes del acta de independencia del Perú.

Da que pensar, ¿no?

"¿Cómo no vas a querer a tu país?"

Por lo general, mis nuevos vecinos dan por sentado que uno es catalán y español, lo que yo siempre me he sentido, sin que ese sentimiento personal tampoco suponga un gran avance para la Humanidad ni para la conservación del planeta. Tampoco le pretendo hacer daño a nadie ni cambiar sus sentimientos (la identidad nacional es poco más que un sentimiento y las naciones tan caducas como la vida humana). Pero esa asunción de mis interlocutores permite no tener que dar más explicaciones, porque para toda Latinoamérica resulta natural amar a tu país. Así que al poder ser percibido como catalán y español a la vez sin generar en mí ningún sentimiento adicional de culpa ni temor a empezar a pillarle el gusto al Cara al sol o a comenzar a encontrar sexi el bigotito de Franco, experimenté algo insólito que jamás hubiera esperado sentir: experimenté alivio. Un alivio sensacional y completo.

Y como en Un pez llamado Wanda, cuando el personaje tartamudo de Michael Palin recupera la capacidad de hablar sin trabas y se echa a la calle a parlotear como una cotorra para sí mismo, yo también recorrí los jirones de Lima repitiéndome como un idiota: "Holasoyespañol, holasoyespañol, holasoyespañol". ¡Y no pasaba nada! No me salían cuernos ni me entraban ganas de cristianizar a mis anfitriones… mucho más cristianos que yo, por otro lado.

Mi patria es el sardanetón

La mayor comodidad como mero residente en Sudamérica, sin embargo, la proporciona el sentirte integrado en una nación donde todos sus habitantes se consideran del mismo lugar. Nadie discute por no reputarse del país conjunto, no hay división de pertenencias a banderas excluyentes, toda la población se autodefine de un mismo estado. Eso genera cierta ilusión de poder integrarme en una sociedad sin choque de patriotismos ni escisiones de idiosincrasias íntimas y, a la vez, insufla una sensación optimista de país con futuro, que no se está deshilachando en una agonía sin fin. Seré lo que sea por accidente, pero lo único que me hace ilusión ser por elección, en cuanto pueda, es peruano.

Ya no me preocupa la independencia de Cataluña ni el miedo a acabar como sus cruzados, abrazando con fervor atolondrado un árbol pensando que ha nacido en el mismo suelo que yo. Soy un catalán y un español que no volverá a pisar su tierra, porque soy más aún de otra que me ha tratado mejor. Atrás queda ese país (o esos dos países, o lo que sean) que exuda virulencia y crispación y que te obliga a tomar partido. Ya no es guerracivilismo: es ganas atávicas de joder.

En el fondo los fanatismos patrioteros se merecen unos a otros, pero no deja de producirme cierta satisfacción comprobar que muchos de quienes resisten a la agresividad independentista, de quienes sujetan banderas españolas y catalanas como si fueran una sola sin generar contradicción, son ciudadanos latinos. Tienen las de perder, claro: apelar a la convivencia nunca ha sido del gusto de ningún bando. Yo me conformo con haber mantenido allá, gracias a haberme marchado, amigos de todos los colores e idearios. Ningún trapo merece la pérdida de una amistad. Soy un tibio y un equidistante, sí, y me alegro de ello: pagué mi precio para serlo. Ese conflicto ya no es mi guerra.

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Eso sí, igual que los patriotas españoles deberían acostumbrarse a mimar y respetar lo catalán como algo propio, los patriotas catalanes van a tener que acostumbrarse a bailar el sardanetón. No por casualidad Latinoamérica aprecia nuestra cultura mediterránea gracias a las canciones bilingües del genio mestizo de Joan Manuel Serrat, el mayor heraldo del catalán en el mundo.

Visca el mestissatge!

Lo recuerdo como si fuera ayer: sucedió (muy apropiadamente) en la estación de metro Plaça Espanya, hará unos veinte años. Las puertas de un vagón se abrieron y, al disponerme a entrar, choqué ligeramente con un tipo que iba de salida. Me volví para disculparme, pero no llegué a alzar la vista hasta sus ojos: lo que reclamó toda mi atención fue un parche de tela pegado a su niqui. No… no podía ser. Volví a fijarme. Y sí, sí lo era.

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