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El 'efecto Gatopardo': por qué siempre buscamos una estética que nos haga creer que estamos mejorando
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Fernando Caballero Mendizabal

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El 'efecto Gatopardo': por qué siempre buscamos una estética que nos haga creer que estamos mejorando

Nuestros complejos de inferioridad nos llevan a no poder parar de cambiar los logos de los bancos, televisiones y empresas públicas

Foto: Personas andan por Gran Vía. (Reuters/Ana Beltran)
Personas andan por Gran Vía. (Reuters/Ana Beltran)
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Me da a mí que España es un país en el que la novedad está muy bien vista. Lo nuevo es fresco y no necesita justificación, ventila y ahuyenta la carcunda. Lo nuevo es bueno por el mero hecho de serlo. Lo antiguo, lo viejo, lo pasado de moda, resulta carca y casposo, de una época peor. Quizá por eso seamos un país con ganas de entusiasmarse por la innovación y sospechoso de todo aquello que busca perpetuarse. El problema es que un sistema es inestable cuando cambia demasiado y la innovación viene de la consolidación de ideas frescas, originales y útiles, no del miedo constante a quedarse atrasado.

Cuando vivía en el extranjero, esta dinámica me resultaba más evidente que ahora. Los pequeños cambios, las cosas que aquí son cotidianas me chocaban por inesperadas. Durante años, el mero hecho de llegar a Barajas tras varios meses sumergido en otra cotidianidad se convertía en un estímulo para mis ojos y mi memoria. Siempre había algo nuevo, el logo de una empresa conocida, el nombre de una calle, el color de los autobuses, el uniforme de la policía… Las instituciones estaban en constante renovación cosmética, y siempre había alguna norma o ley que pretendía corregir definitivamente aquel problema fundamental que nos atrasaba, ya fuera el mal vicio de fumar, el sistema educativo o el precio de la vivienda.

Durante esos años, mi impresión era que en España hay un cierto aroma al Gatopardo. La novedad estética cambia mucho, demasiado. Demasiada cosmética. Hay un constante lavado de imagen, y yo me pregunto si tanto cambio se debe a que seguimos sucios, a que ocultamos comportamientos anquilosados y tendencias inamovibles que solo benefician a unos pocos. Unos hacen como que cambian y los demás hacemos como que nos lo creemos.

Yo vivía en Alemania, un país que no idealizo en absoluto. Es más, volví pensando que los Pirineos me parecen demasiado bajos. Alemania es un país donde conviven esas modas románticas del signo de los tiempos, el Zeitgeist, con el más absoluto conservadurismo bismarckiano. De lo primero, de ser rehenes de las modas, ya se quejaba Beethoven cuando compuso la novena sinfonía y añadió al texto de Schiller: "Deine Zauber binden wieder, Was die Mode streng geteilt"; "Tus hechizos vuelven a unir lo que la moda (el momento) dividió".

Manuela Carmena que, si bien prometía un cambio significativo, poco pudo hacer más que virar ligeramente la dirección del transatlántico

Y en buena medida responde al espíritu idealista que, sin parar de dar tumbos, desde Lutero a Honecker, pasando por Kant, Hitler y Habermas, le han causado tanto sufrimiento a su pueblo y al resto de Europa. Lo segundo es el secreto de su éxito: una metodología tranquila, que avanza a paso firme basándose en el ensayo y el error. Si algo funciona, no se cambia. "Keine Experimente (sin experimentos)", rezaba durante la posguerra el lema de la CDU de Adenauer que creó la República Federal y su milagro económico.

Yo pienso que uno de los grandes problemas de España es que oculta con lo peor de lo primero: la falsaria innovación estética y un exceso de idealismo, la peor parte de lo segundo: un sistema de poder esclerótico con unas élites económicas y políticas cada vez más disfuncionales y endogámicas, que estropea el ascensor social y acrecienta los niveles de deuda y de pobreza mientras nos narcotiza con frases bonitas, sonrisas, política de gestos y estética muuuuy "moderna". ¿Recuerdan el viejo dicho de que la mujer del César, además de buena, ha de parecerlo?, pues parece que aquí, de un tiempo a esta parte, lo importante es parecerlo, lo otro…

Explicaba Jorge Dioni López en su último libro, El malestar de las ciudades, como los cambios estéticos consiguen perpetuar la ilusión de pertenencia de la gente a instituciones como los equipos de fútbol de su ciudad. Se hacen consultas a los aficionados sobre el color de la camiseta o el escudo, pero el club ya no es suyo. Es de un oligarca, o de un jeque o forma parte de la cartera de equipos de un fondo de inversión. El caso del reciente cambio del escudo del Atlético de Madrid es un ejemplo evidente de esto.

placeholder Evolución de los logos de diferentes marcas. (Fernando Caballero)
Evolución de los logos de diferentes marcas. (Fernando Caballero)

En las últimas dos décadas, hemos sido testigos de innumerables cambios en logos e identidades visuales, desde empresas hasta instituciones públicas, reflejando una tendencia hacia la renovación constante sin un propósito claro más allá de la apariencia superficial. El afán por el cambio cosmético parece estar arraigado en la cultura española, donde cada modificación se justifica con argumentos como cambios en la dirección, la orientación política o la necesidad de modernización. Sin embargo, este constante vaivén solo logra perpetuar la ilusión de progreso mientras oculta un estancamiento real en aspectos más fundamentales. A menudo, estas transformaciones se limitan a cambios superficiales que no abordan las verdaderas necesidades de mejora en áreas como las políticas empresariales, los programas gubernamentales o la infraestructura urbana. Por eso, la rapidez con la que se implementan estos cambios estéticos contrasta con la lentitud de los cambios sustanciales que realmente impactan en nuestro día a día.

Un buen ejemplo fue la breve alcaldía de Manuela Carmena en Madrid, que, si bien prometía un cambio significativo tras casi 30 años de gobiernos de derechas, poco pudo hacer más que virar ligeramente la dirección del transatlántico. Su gran aportación, Madrid Central, era poco más que una continuación de lo que ya se estaba haciendo en los gobiernos anteriores, eso sí, bajo una fanfarria nueva de transformación radical y cartelería. Incluso las modificaciones simbólicas de nombres de calles, los disfraces en la cabalgata o las fiestas del invierno, aunque se vendieron como transformadoras carecen de un impacto significativo en la realidad cotidiana de los ciudadanos, y por eso la derecha volvió a hacer un cambio sanador y recuperó las coronas y los camellos. Quizás el único cambio tan vistoso como transformador fue ampliar la acera de Gran Vía frente a Zara, Primark y H&M consolidando el centro como la milla de oro de la rentabilidad inmobiliaria de los grandes tenedores. Por lo demás…, ahí sigue el señor Zorita con su calle, aunque le hayan cambiado el título de comandante a aviador.

Foto: Un bidé en un baño de estilo moderno.
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La política se acelera, pero los cambios reales son lentos, y, por eso, la estética sirve para aparentar lo que no existe. Cambia el continente, pero no el contenido. Y una sociedad que, desde hace dos siglos, lleva en su ADN la idea de que lo nuevo y lo de fuera es mejor que lo propio y lo de siempre es una sociedad desnortada y que va por la vida sin frenos. Hemos democratizado los complejos de nuestras élites, que durante muchas generaciones que se afrancesaban en el Palace y el Ritz porque las calles de este país les apestaban a ajo.

Aunque a ellos no les vaya mucho mejor, los alemanes también piensan que casi todo lo español es atrasado por defecto. Y es normal. Nos dedicamos a reinventar la rueda cada pocos años en vez de mejorar. Y al final terminamos importando sus productos. Por ejemplo, allí la señalética prácticamente no ha cambiado en más de un siglo. Las señales de metro o autobús son casi las mismas que en la época del Kaiser. Si acaso con ligeras variaciones sobre el logo original. Vale, quizás el logo del Metro de Madrid (y la T de los estancos) sean la excepción que confirma la regla, y en el caso del suburbano ha sobrevivido un siglo sin cambios más allá de algún cambio de color en alguna parada concreta. No es necesario. Es más, nadie se plantea modificarlo. La cosa es que en Alemania pasa lo mismo con la música de las noticias o de las series de televisión, que son las mismas desde los años 70. Los logos de los bancos, de los trenes, de Lufthansa, de las farmacéuticas y de las principales compañías industriales del país han permanecido prácticamente iguales desde hace décadas. Pero es que, además, sus sistemas sanitario y educativo son una evolución del que existía en época de Bismarck, igual que las normativas urbanísticas de sus ciudades.

placeholder Evolución del logotipo de Lufthansa. (Fernando Caballero)
Evolución del logotipo de Lufthansa. (Fernando Caballero)

Esta mentalidad no es una excepción, sino la regla. Y eso es así porque "lo de siempre" se entiende como un signo de fiabilidad y confianza. "Si funciona, no lo cambies". Los cambios se producen poco a poco en el contenido. Nunca han dejado de innovar, pero normalmente lo hacen sin despreciar ni tirar a la basura el esfuerzo y las horas de trabajo y de energía acumulada durante años de desarrollo y mejora de productos testeados. Los miles de horas que trabajó un operario de la Siemens de los años 90 siguen siendo rentables hoy, porque los nuevos prototipos para nuevas patentes se hacen sobre variantes desarrolladas cuando esa persona trabajaba.

Y, claro, lo que se esconde tras ese sistema es algo mucho más profundo: si innovas, creas la norma. No solo exportarás tu producto patentado, sino que encima has escrito las primeras instrucciones de uso, que posiblemente los políticos terminen convirtiéndose en reglamento oficial. Y, quién sabe, igual incluso los eurodiputados alemanes se encargan de impulsar una directiva europea basada en esa norma y tu patente se convierte en el estándar. Así se conquista Europa.

Creo que no soy el único de mi generación de retornados tras la crisis que aprendió a hacer croquetas en el extranjero

Nuestros complejos de inferioridad nos llevan a no poder dejar de querer parecer modernos. Pero solo lo parecemos. Cambiamos los logos de los bancos, de las televisiones y de las empresas públicas. Cambiamos los escudos de los equipos de fútbol y hasta de las ciudades. Incluso hacemos rebranding en la tabla del Excel del paro y ahora nos inventamos los "fijos discontinuos". Pero nuestros problemas continúan.

Volviendo a la Gran Vía de Madrid, hoy sus reformadas farolas y semáforos ya se ven viejos y fuera de moda —las farolas, que no el rendimiento del suelo—. De aquí a 20 años habrá que volver cambiarlas. Pero, al lado, en la calle de Alcalá, se han recuperado las farolas originales en una extraña apuesta por la atemporalidad, por lo que sabemos que funciona. Por lo que no hace falta volver a cambiar nunca. Ojo, que hay otras intervenciones historicistas que rayan lo reaccionario. En Alemania, por ejemplo, con la reconstrucción del palacio del Kaiser frente a la catedral de Berlín, o de muchos centros históricos bombardeados, que ahora suponen un borrón en la memoria colectiva del país. En Madrid, no es el caso, porque desde el franquismo y hasta Carmena se dedicaron los alcaldes a poner y quitar escalextrics y farolas modernas para que pareciese que llegaba por fin el progreso.

Al final, lo atemporal, lo que encaja en el contexto de los edificios de su época es lo que se quitó por mera banalidad de estética desarrollista.

placeholder Diferencia de las farolas entre las calles de Alcalá y Gran Vía. (Streetview)
Diferencia de las farolas entre las calles de Alcalá y Gran Vía. (Streetview)

Quizás ese simple contraste en dos avenidas sea un ejemplo claro de la diferencia entre dos mentalidades: una que nadie discute y nos hace más fuertes y otra que supone tirar a la basura demasiadas horas de trabajo y esfuerzo en un cambio constante sobre los mismos temas que, por no tener una dirección clara, se convierte en sistemático, improductivo y a crear equipos a favor y en contra, es decir, a polarizar.

Pero vivir fuera sirve también para comparar y darse cuenta de en qué cosas somos cojonudos. Creo que no soy el único de mi generación de retornados tras la crisis de 2008-2015 al que le ha empezado a gustar el flamenco o aprendió a hacer croquetas en el extranjero. Si hay dos cosas en las que los españoles mantenemos un sistema tan conservador como el de los alemanes son precisamente la comida y la música. Y por eso innovamos. Ambas son lo que mejor exportamos y lo que más celebran de nosotros en el resto del mundo.

En la comida y en la música, no hay dos Españas porque somos originales. Somos escépticos y exigentes con lo nuevo, que debe probar su calidad. Aceptamos lo nuevo, pero solo si merece la pena, y no renunciamos a nuestras tradiciones, a nuestros orígenes, porque son precisamente los que nos permiten innovar. Y es que, para deconstruir una tortilla de patatas, hay que saber hacer tortillas de patatas. El hecho de que el flamenco sea, junto a la música celta, la única música tradicional no fosilizada en Europa tiene que ver con su capacidad de conservar sus tradiciones. Eso da confianza de cara al experimento. Y permite a cada generación reformar sin derribar, ahí están Rosalía y C. Tangana, cogiendo el testigo de Paco de Lucía, Camarón, Lola Flores…, es la forma de volverte atemporal.

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Y es que, aunque a muchos les parezca contraintuitivo, esa actitud conservadora es el verdadero motor de progreso. La que se apoya en lo existente para mejorar o adaptar, no para cambiar. La actitud que no desprecia lo viejo si ha funcionado ni las decisiones de quienes lo pensaron.

Por último, cabe hacerse una pregunta que nos ayude a señalar el foco de nuestros problemas: ¿qué dos cosas comparten la música y la comida tradicional españolas? Pues que son eminentemente populares. No son un producto de las élites ni de la inteligentsia, que ha tendido históricamente a eludir eso de la rendición cuentas. Evolución y no revolución es la fórmula que convierte a las élites al mando en responsables. Porque, cuando sus grandes ideas salen mal, los aprendices de brujo y los jefes revolucionarios le echarán la culpa a los empleados, al pérfido sistema o directamente a pueblo que no está a su altura. Quizás habría que disolverlo y elegir uno nuevo, como decía Bertolt Brecht.

Fijémonos en el lado bueno de los alemanes, que es también lo mejor del nuestro. El de las tradiciones vivas que son el seguro que tienen las clases populares contra cualquier conejo que las élites se sacan de la chistera. Esa es la trampa que nos enseñaba el príncipe Salina en El Gatopardo. Que desde hace dos siglos el cambio es el progreso y el peligro está en que sean las élites quienes controlan ese cambio. Porque nunca será en su contra. "A veces todo debe cambiar para que todo siga igual".

Me da a mí que España es un país en el que la novedad está muy bien vista. Lo nuevo es fresco y no necesita justificación, ventila y ahuyenta la carcunda. Lo nuevo es bueno por el mero hecho de serlo. Lo antiguo, lo viejo, lo pasado de moda, resulta carca y casposo, de una época peor. Quizá por eso seamos un país con ganas de entusiasmarse por la innovación y sospechoso de todo aquello que busca perpetuarse. El problema es que un sistema es inestable cuando cambia demasiado y la innovación viene de la consolidación de ideas frescas, originales y útiles, no del miedo constante a quedarse atrasado.

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