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Maldito trabajo: el lado oscuro de la vocación profesional y del culto al exceso laboral
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Maldito trabajo: el lado oscuro de la vocación profesional y del culto al exceso laboral

¿Cómo surgieron los trabajos y por qué acabaron sometiéndonos? El médico Eduardo Vara responde a esas y otras preguntas en su nuevo ensayo, del que publicamos la introducción

Foto: iSotck.
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Siempre quise ser luz, aportar un destello positivo a mi alrededor, por pequeño que fuera; pero mi vocación me condujo al lugar más oscuro que he conocido en mi vida. Todo yo me convertí en negrura. Solo quería que me dejaran en paz, desaparecer, librarme de la angustia y la impotencia que sentía a todas horas, incluso en mis sueños mientras dormía. Pero no perdí mi brillo de repente. Mi entorno laboral lo consumió poco a poco, sin misericordia, absorbiendo mi energía física y mental hasta agotarla y justificando toda clase de situaciones irregulares y abusivas porque se suponía que esa era mi vocación y estábamos ante una situación excepcional. Mi sufrimiento, como el de otros muchos, fue evidente. La frustración y la desesperanza lo hacían brotar en forma de chispazos de irritabilidad que fueron haciéndose más habituales; sobre todo, en las reuniones donde nos exigían cada vez más sin dotarnos de recursos humanos ni espacios ni materiales suficientes y donde las dudas legales y éticas sobre muchas de las decisiones tomadas eran constantes. Pero los responsables de hacerlo no interpretaron mis cambios de humor como síntomas del daño que esa sobrecarga continua de trabajo me causaba. Era más fácil atribuirlos a mi "gestión de las emociones" y culpabilizarme a mí por no esforzarme lo suficiente en controlarlas. El mensaje que recibí fue que el problema era yo, no la situación desbordante que debía enfrentar un día tras otro. Así que me resigné, seguí las órdenes, por contradictorias que fueran, y cumplí con lo que me decían que era mi vocación. Encendí al máximo mi entrega y antepuse mis obligaciones a mis necesidades, brillé tan fuerte como pude para alumbrar a otros en medio de una noche de sufrimientos e incertidumbres que nunca acababan y, cuando quise darme cuenta, no quedaba el más mínimo destello de luz dentro de mí. Me había convertido en cenizas.

No soy el único trabajador que ha enfermado por habérsele impuesto esa interpretación de la palabra "compromiso". Millones de personas en todo el planeta han sufrido y continúan sufriendo diversos tipos de trastornos mentales y físicos por culpa de mentalidades laborales que las llevan al límite o las obligan a trabajar en condiciones insanas. Se trata de un problema global de tal dimensión que, en 2019, la Organización Mundial de la Salud añadió el burnout a su Clasificación Internacional de Enfermedades y, en 2022, junto a la Organización Internacional del Trabajo, advirtió a los gobiernos que el trabajo era ya una de las principales causas del desarrollo de diversos trastornos mentales y del agravamiento de otros previos. No importa con cuánto entusiasmo se desgañiten algunos gurús del progreso al predicar los presuntos beneficios personales y sociales de entregarse a una profesión en cuerpo y alma. Hace tiempo que ese futuro de bienestar que nos habían prometido a cambio de esforzarnos al máximo nos ha llevado a una sociedad más angustiada, enferma y medicada. Y lo más desconcertante del asunto es que lo ha hecho pese a la existencia de unidades de salud laboral y de prevención de riesgos cuya principal razón de ser era evitar que eso sucediera.

Ese daño ha resultado mayor en los sectores profesionales que son considerados más altruistas porque garantizan los derechos básicos de los demás (seguridad, salud, educación, justicia...) y en quienes sustentan el funcionamiento global de nuestro sistema económico: los "trabajadores esenciales". Un término este último que puede prestarse a interpretaciones más que discutibles, como la de cierta responsable de un centro de atención telefónica que, presuntamente, mandó a sus empleados seguir trabajando junto al cadáver de una compañera que falleció de forma súbita porque consideró que la actividad de telemarketing de su empresa era "un servicio esencial". Pero la forma en que los auténticos trabajadores esenciales son exprimidos acostumbra a ser más sibilina, una mezcla de sobrecarga progresiva, chantaje emocional y cinismo que intentaré ilustrar con mi propia experiencia como pediatra que tuvo que vivir seis olas de covid-19 en un centro público de Atención Primaria de Barcelona.

placeholder Portada de 'Maldito trabajo', de Eduardo Vara.
Portada de 'Maldito trabajo', de Eduardo Vara.

Llegué a mi puesto actual hace más de una década, después de aprobar unas oposiciones y huyendo de la mala experiencia que había tenido en otras dos empresas privadas que gestionaban dos ambulatorios públicos. Al principio, fue un cambio a mejor. Al menos, disponía de un tiempo razonable para ofrecer a mis pacientes el trato que se merecían; pero, a medida que los años transcurrieron, la precarización de la Atención Primaria fue agudizándose y acabó alcanzando a mi centro también. En contra de lo que algunos gestores argumentan, no es que cada vez hubiera menos pediatras. Solo en la ciudad de Barcelona, se especializan más de veinte cada año. El principal problema radicaba y sigue radicando en las condiciones laborales que se les ofrecen en Primaria y que obligan a muchos profesionales a atender en una jornada asistencial de seis horas una cantidad de pacientes que puede ser la misma que atenderían en una guardia de 24 horas en un hospital, con menos recursos diagnósticos a su alcance, con muchas más exigencias respecto al cuidado global que deben ofrecer y, por supuesto, cobrando mucho menos en proporción. Pocos pediatras, por mucha vocación que tengan, se sienten atraídos por semejante oferta.

Para compensar la escasez de trabajadores, algunos gestores sanitarios tuvieron una gran idea: fusionar equipos pediátricos de la misma zona para que, sin necesidad de nuevos contratos ni tener que recurrir a sustitutos ante vacaciones, bajas o permisos, la carga de trabajo se distribuyera entre quienes siguieran en activo. Antes de la pandemia, mi centro ya vivió esa situación con la fusión con otro equipo de pediatría de la misma área. Una fusión que, por cierto, se hizo durante el verano y sin notificarse a las asociaciones vecinales. Cabría preguntarse si a sabiendas, para que el cambio fuera un hecho consumado cuando todos regresaran de vacacio nes. Por supuesto, hubo quejas cuando los afectados vieron que tendrían que desplazarse mucho más para ser atendidos; pero no se dio marcha atrás.

placeholder Paciente con Covid-19 en la UCI. (EFE/ Ramón de la Rocha)
Paciente con Covid-19 en la UCI. (EFE/ Ramón de la Rocha)

El estallido de la pandemia allanó el camino a más de esas fusiones rentabilistas. En el caso de mi centro, incorporamos a los profesionales de un tercer equipo de pediatría, como una medida temporal a la espera de la evolución de la covid-19. No importó que no hubiera espacio físico para que pediatras y enfermeras dispusieran de consultas suficientes en las que atender a su población asignada. Como siempre había algún profesional de baja o con reducción de jornada, la decisión fue no cubrirlos al cien por cien y colocar sus visitas a los demás con el argumento de que eran "urgencias" o "visitas inaplazables" en el contexto de una "situación excepcional". Esa misma falta de espacio motivó que tampoco se respetara el derecho a la intimidad y la confidencialidad de muchas personas. Algunas tuvieron que dar explicaciones sobre sus circunstancias personales y dolencias en espacios comunes donde cualquiera que pasara por allí podía escucharlas y, en el caso de mi consulta — donde decidieron colocar un armario con las mascarillas y el resto de material de protección y una nevera con vacunas—, otras muchas contemplaron un desfile constante de desconocidos que interrumpían la atención que ellas estaban recibiendo. Llegaron a interrumpirme cinco veces mientras atendía a una adolescente, deshecha en lágrimas, con problemas psicológicos muy graves.

De nada sirvieron nuestras quejas y reivindicaciones para poder ofrecer una atención digna. Todo se justificaba con el argumento comodín de la "situación excepcional"; más todavía, se normalizó que el trabajo invadiera nuestro tiempo de descanso. Los mensajes del grupo de WhatsApp en cualquier momento fueron la norma, incluso a altas horas de la noche o en sábado y domingo. A menudo, con algún nuevo protocolo sobre cómo abordar los casos sospechosos de covid-19 que implicaba tener que revisarse decenas de páginas a la búsqueda de cambios que, por sutiles que fueran, marcaban la diferencia. En una ocasión, llegamos a recibir tres modificaciones del mismo documento el mismo día. Sacar tiempo para revisar esas variaciones si te llegaban mientras atendías pacientes resultaba imposible y hacerlo durante los ratos de descanso, la única opción viable; un tiempo extra al que había que añadir las subsiguientes dudas e intervenciones acaloradas en el grupo de WhatsApp o en reuniones im provisadas por los pasillos para encontrar el modo de aplicar la teoría de esos nuevos protocolos a la práctica de un centro con evidentes problemas de espacio. No importaba cuánto tiempo lleváramos de pandemia ni cuánto descanso hubiéramos perdido. El mensaje fue claro. Éramos sanitarios. Nos debíamos a nuestra vocación.

Hasta dormido, soñaba que estaba trabajando bajo la misma presión que sufría durante el día y me despertaba, agitado, varias veces cada noche. Comencé a tener síntomas de depresión y ansiedad

Veintiún meses después de declararse la pandemia, el trabajo en mi equipo continuaba siendo desbordante, las coberturas de turnos, insuficientes y muchas decisiones organizativas, como poco, cuestionables. Varios compañeros ya habían tenido que pedir la baja por diferentes motivos y, al no cubrírselos, la salud de los que tuvimos que asumir su trabajo comenzó a resentirse. Para la mayoría de nosotros, con formación médica, era evidente que necesitábamos ayuda con urgencia; pero, por más que la pidiéramos en forma de alguna clase de apoyo que nos permitiera trabajar más desahogados, el argumento de la "situación excepcional" y la falta estructural de pediatras acababa traduciéndose en una retahíla de "intentad descansar y nos vemos mañana".

Como les ocurrió a otros muchos, la sobrecarga de trabajo colapsó mi mente. Hasta dormido, soñaba que estaba trabajando bajo la misma presión que sufría durante el día y me despertaba, agitado, varias veces cada noche. Comencé a tener síntomas de depresión y ansiedad pese a los cuidados que me proporcionaba mi familia y, la víspera de decidirme a pedir la baja yo también, soñé que iba a mi centro de salud y que, en vez de dármela, me obligaban a quedarme a trabajar con ellos por lo desbordados que estaban. Por suerte, no ocurrió así en la realidad. Me atendieron de una forma profesional y empática y me aconsejaron acudir a la Fundación Galatea, vinculada al colegio de médicos, ya que, ante la discutible implicación de muchas unidades de prevención de riesgos durante la pandemia, había asumido el cuidado de la salud mental de los profesionales sanitarios de Barcelona. Nunca estaré lo suficientemente agradecido al doctor Miquel Casas, que me ayudó a recobrar el descanso por la noche y a salir del negro pozo de sinsentido al que me habían lanzado. No solo recuperé mi salud mental. Recuperé las ganas de vivir, de seguir ayudando a otros y de luchar por lo que es justo.

A la dirección de mi centro poco le importó cuando me reincorporé que estuviera tomando tres medicaciones y aún en seguimiento psiquiátrico

Consciente de que mi ausencia perjudicaba a mis compañeros, quise reincorporarme al trabajo dos meses después. Mi psiquiatra había diagnosticado de forma contundente que una sobrecarga laboral había causado el trastorno grave que había sufrido y, en mi inocencia, creí que eso bastaría para que la dirección de mi centro y la unidad de prevención de riesgos tomaran nota de lo sucedido e implantaran algún tipo de medida para evitar que otros sufrieran el mismo daño que yo había recibido. Pero ni se inmutaron ante ese dictamen. La baja que me habían concedido, como ocurre cuando la emite cualquier médico de Atención Primaria, era por enfermedad común y, si no lograba que el Instituto Nacional de la Seguridad Social la cambiara a laboral, no se daban por aludidos. Ni tan siquiera tomaron medidas especiales en mi caso para que mi reincorporación fuera progresiva. Poco les importó que estuviera tomando tres medicaciones y aún en seguimiento psiquiátrico. En vez de realizarme una valoración psicosocial personalizada para investigar la posibilidad de que hubiera ocurrido un accidente laboral (que es lo que dictan sus protocolos), parecieron querer diluir lo sucedido y, como había más compañeros de mi equipo que habían acudido a Salud Laboral en busca de ayuda, decidieron realizar test psicosociales más genéricos a todos los estamentos del equipo, también al administrativo y a las propias coordinadoras, para extraer una estadística global.

Aun así, los resultados fueron demoledores; sobre todo, entre los pediatras. Pero la interpretación fue que " poco de estrés es bueno para rendir más" y, como única solución, se creó un grupo de trabajo del que, meses después, salió un informe con diversas recomendaciones. La primera de ellas fue que se respetara el límite de visitas diarias que figura en un acuerdo vinculante de salida de huelga de 2018. Nunca se había respetado ese límite, ni antes ni durante ni después de la pandemia. A decir verdad, tampoco parece que haya voluntad de cumplimiento estricto, ya que no existe un protocolo que especifique qué debería hacerse en caso de alcanzarse esa cifra o cualquier otra que pudiera indicar que un médico ha llegado al límite de su capacidad de trabajo. Por el contrario, en diversas reuniones con los empleados, varios responsables de la Atención Primaria de Barcelona han defendido con fervor que no existe un límite de visitas y que cualquier paciente que insista en ser visto debe ser atendido. Eso sí, cuando se han hecho actas de dichas reuniones, esa afirmación tan categórica ha preferido obviarse, por lo que no parece que estén demasiado seguros de su legalidad. Tampoco la defendieron en público los representantes de mi empresa que acudieron a la reunión con Inspección de Trabajo que evaluó si mi baja había sido laboral o no. En vez de eso, intentaron relativizar la sobrecarga que sufrí con estadísticas mensuales y, de paso, insinuaron la posibilidad de que hubiera pedido la baja para tener más días de vacaciones. Pero las evidencias hablaron mucho mejor que sus argumentos y, meses después, el cambio se realizó: mi baja fue considerada por el Instituto Nacional de la Seguridad Social como resultado de un accidente de trabajo.

Los responsables de mi empresa seguían sin asumir ningún tipo de responsabilidad sobre lo ocurrido, empeñados en que el problema era yo

Para los responsables de mi empresa y de la unidad de prevención de riesgos nada cambió. Pese a los informes de mi psiquiatra que advertían de que seguía bajo tratamiento farmacológico y psicoterapéutico por una enfermedad diagnosticada como grave y con posibilidad de empeoramiento y recaída, continuaron defendiendo que se había tratado de un episodio puntual por un pico de trabajo y no creyeron necesario tomar ningún tipo de medida especial para protegerme ni para evitar que cualquier otro trabajador pudiera verse expuesto a mi misma situación; hasta se mostraron dolidos por que no entendían qué podían haberme hecho para que yo "me lo tomara así" cuando muchos otros, según ellos, lo ha bían pasado peor aún. Seguían sin asumir ningún tipo de responsabilidad sobre lo ocurrido y, en contra del dictamen de distintos profesionales externos de imparcialidad incuestionable, empeñados en que el problema era yo. No sé si abducidos por la dinámica de un sistema perverso o si incapaces de ver lo evidente.

No es que fuera un discurso muy original. Con algunas variantes, es el mismo que escuchan numerosos empleados cuando van a quejarse a sus superiores de los abusos laborales que sufren, la posición institucional de muchas empresas y administraciones. A falta de justificaciones reales, solo les queda una opción: victimizarse a su vez ante la víctima para convertir cualquier hecho comprobado y punible en una cuestión emocional opinable e intentar que un daño concreto causado por personas concretas sea percibido como una fatalidad abstracta y relativa entre un maremágnum de muchas otras fatalidades abstractas. Con esa estrategia de difuminación y enroque dialéctico no solo defienden las decisiones tomadas pese a lo ocurrido, sino la repetición de esas mismas decisiones en el futuro en caso de darse el mismo contexto.

placeholder Vecinos del madrileño barrio de Lavapiés, en mayo de 2020 durante el aplauso de las 20:00 a los sanitarios por su labor durante la pandemia. (EFE/Mariscal)
Vecinos del madrileño barrio de Lavapiés, en mayo de 2020 durante el aplauso de las 20:00 a los sanitarios por su labor durante la pandemia. (EFE/Mariscal)

Para alguien que ha sido oscuridad y que no quiere volver a serlo, semejante respuesta, y más aún si procede de profesionales del mundo de la salud, solo puede interpretarse como un tremendo alarde de cinismo o una ceguera cuyas causas habría que investigar. Pero no hace falta llegar al extremo que a mí me tocó vivir para que alguien se dé cuenta de las condiciones reales en que trabaja y se pregunte si merece la pena o no aceptarlas. La incertidumbre generalizada sobre el futuro que desató la pandemia hizo que miles de millones de personas a lo largo y ancho del planeta se preguntaran por el sentido (también laboral) de sus vidas. Muchos concluyeron que era preferible aprovechar el presente con la máxima coherencia con uno mismo que hipotecar su tiempo en trabajos precarios o insatisfactorios en aras de un mañana hipotético demasiado lejano y al que, según las tasas de mortalidad iniciales, parecía que no todos iban a llegar. Ese fue uno de los principales motivos por los que, a partir de abril de 2021, millones de estadounidenses de distintos sectores decidieron dejar sus trabajos motu proprio, ¡y a un ritmo de cuatro millones por mes! "La gran renuncia", que así fue bautizada por muchos, fue, por supuesto, multifactorial, como suele ocurrir con todas las grandes crisis; pero, sin duda, dejó en evidencia que demasiada gen te había estado invirtiendo sus esfuerzos y su energía mental en trabajos que no los hacían sentirse realizados.

A partir de abril de 2021, millones de estadounidenses de distintos sectores decidieron dejar sus trabajos ¡a un ritmo de cuatro millones por mes!

No hubo "gran renuncia" en el caso de España. Aunque también hubo quienes cambiaron de trabajo, las altas tasas de desempleo y la dificultad de encontrar alternativas dignas al ejercido hicieron que la mayoría se lo pensara mucho antes de dar ese salto al vacío y prefiriera seguir donde estaba mientras cruzaba los dedos a ver si le salía algo mejor. Fue la actitud incluso de muchos sanitarios que sufrieron el síndrome de desgaste profesional. Según un estudio del Observatorio de la Medicina Familiar y Comunitaria de la región del Maresme, en la provincia de Barcelona, de 2016 a 2020, el porcentaje de médicos con burnout pasó del 6 al 58 %, más de la mitad de la profesión. Un 62 % quería buscar trabajo en un centro con menos carga laboral que el suyo y un 36,9 %, es decir, más de uno de cada tres, dejar su oficio. Actualmente, la mayoría de esos médicos "calcinados" siguen en sus puestos porque no encontraron un entorno más tranquilo ni otras opciones laborales. De haberlo hecho, el sistema sanitario — al menos el del Maresme— habría colapsado. ¿Pero de verdad queremos a esos sanitarios o a profesionales de otros ámbitos en sus mismas condiciones en los puestos que los han enfermado? ¿Hasta qué punto afecta su estado mental o las medicaciones que toman a la calidad de su trabajo? ¿Y a ellos? ¿Cómo les afecta seguir atrapados en la misma dinámica que mermó y sigue mermando su salud mental?

En el momento en que escribo estas líneas han pasado casi dos años tras mi accidente laboral y aún sigo en tratamiento. También sigo perplejo por el extraño camino que me ha tocado recorrer. No tanto en la vertiente psiquiátrica, en la que he tenido la suerte de contar con el respaldo de grandes profesionales y he podido investigar por mi cuenta como médico, sino en la laboral e, incluso, la social. Después de todo, que mi empresa no quisiera asumir responsabilidades por lo ocurrido no me resulta tan sorprendente; pero, con demasiada frecuencia, al intentar explicar el daño que he sufrido a otros, me he encontrado con algunas respuestas desconcertantes. Desde algún "bueno, te tocaba por tu trabajo" a numerosos "todos lo hemos pasado muy mal durante la pandemia". Seguro que no había maldad en esas frases, pero sí una idea fatalista y un tanto cruel sobre qué significa la vocación y los sacrificios que deberían estar dispuestos a asumir los profesionales a quienes se les exigen. Durante estos dos mismos años que llevo en tratamiento, he estado preguntándome por qué. ¿Por qué, como sociedad, aceptamos que haya personas que deben asumir un mayor sufrimiento que otras por su trabajo? Y no solo aquellas que realizan tareas consideradas vocacionales, se trate de profesores, artistas o bomberos; también quienes se dedican a tareas que muchos no quieren realizar porque no tienen suficiente prestigio, como los trabajos más extenuantes o las labores de limpieza. ¿Por qué, en aras de un presunto bien común, hemos decidido que hay personas "sacrificables"? ¿Quién ha decidido que deben pagar ese precio? ¿No debe rían existir límites?

La vocación también tiene un lado oscuro. Su fuego, llevado al máximo, ciega el sentido común y carboniza la salud mental

Hasta ahora, para muchos, la palabra "vocación" había estado envuelta en connotaciones únicamente positivas, casi místicas. Con solo invocarla, muchos profesionales entraban en un estado anímico cercano al trance. El célebre médico Gregorio Marañón llegó a definirla como "encanto o encantamiento, que hace luz de la oscuridad y ligereza del esfuerzo", una fuente de energía inagotable que ríete tú del móvil perpetuo que persiguió la ingeniería hasta chocar contra las inapelables leyes de la termodinámica, la solución para cual quier trabajo por grande que sea: un filón de entusiasmo sin fin. Da igual que los más laicos usen el término "propósito vital" para evitar las connotaciones religiosas de una vocatio o "llamada" que obliga a preguntarse sobre quién pone voz a ese susurro mental que nos dirige hacia una profesión concreta. El mensaje colectivo ha sido y sigue siendo que debemos encontrar esa motivación y embriagarnos con sus propiedades euforizantes para sentirnos realizados. Pero la vocación también tiene un lado oscuro. Su fuego, llevado al máximo, ciega el sentido común y carboniza la salud mental. Puede que nos haga brillar de forma resplandeciente por unos instantes, pero también a costa de consumirnos por completo y dejarnos con grandes dudas sobre si ese sacrificio era de verdad necesario.

Búsqueda personal

En lo que a mí respecta, puedo afirmar que no soy la misma persona que era antes del accidente laboral que sufrí. Quizá nunca vuelva a serlo. Lo que sí sé es que el trauma sufrido y el tratamiento que he tenido que tomar han cambiado el funcionamiento de mi cerebro. Aún hoy, sigo aprendiendo a calibrar mis nuevos mecanismos mentales con el mismo asombro e incertidumbre con el que veo que los bebés van aprendiendo a coordinar el funcionamiento de un cuerpo que aún no conocen del todo. No ha sido lo único que he tenido que redescubrir. Para entender mejor lo que me ha pasado y reencontrar algo parecido a mi vocación, he necesitado lanzarme a una búsqueda personal que he querido compartir en este libro.

Por una parte, me he preguntado por qué hemos desarrollado un "culto al trabajo"; es decir, sobre las razones biológicas y culturales que hacen que acabemos identificándonos con una ocupación laboral en concreto y busquemos cierta trascendencia entregándonos a ella. Y, por otra parte, sobre los costes que supone asumir esa identificación hasta sus últimas consecuencias, tanto para algunos individuos concretos como para la sociedad en conjunto. Mi formación pediátrica me ha ayudado a aportar una perspectiva médica y neurocientífica rigurosa, pero también he querido enriquecerla con numerosas aportaciones de la filosofía, la psicología, la arqueología, la antropología, la sociología, la historia y, por supuesto, las lúcidas reflexiones de grandes pensadores de distintos países y épocas sobre la vocación, los empleos y la economía. Aquí tienes el resultado: una visión amplia y multidisciplinar con la que podrás forjarte tu pro pia opinión sobre los complejos mecanismos que han eleva do una necesidad de supervivencia básica como el trabajo a la categoría de culto colectivo y con la que, quizá, hasta lle gues a replantearte qué estás dispuesto a sacrificar y qué no por eso que muchos denominan su "futuro profesional".

*Eduardo Vara (Vitoria-Gasteiz, 1975) es licenciado en Medicina y especialista en Pediatría con formación como editor en la Universidad Pompeu Fabra y en dramaturgia en la Sala Beckett de Barcelona, donde es miembro del Obrador de Filosofía. Además de diversos artículos acerca de la influencia de las tecnologías digitales en el desarrollo mental, es autor del ensayo divulgativo Érase una vez en tu cerebro: cómo y por qué disfrutas tanto con algunas historias (Ariel, 2022). Su nuevo ensayo se titula Maldito trabajo. Sobrevivir a la cultura del sacrificio y repensar la vocación (Ariel, 2024).

Siempre quise ser luz, aportar un destello positivo a mi alrededor, por pequeño que fuera; pero mi vocación me condujo al lugar más oscuro que he conocido en mi vida. Todo yo me convertí en negrura. Solo quería que me dejaran en paz, desaparecer, librarme de la angustia y la impotencia que sentía a todas horas, incluso en mis sueños mientras dormía. Pero no perdí mi brillo de repente. Mi entorno laboral lo consumió poco a poco, sin misericordia, absorbiendo mi energía física y mental hasta agotarla y justificando toda clase de situaciones irregulares y abusivas porque se suponía que esa era mi vocación y estábamos ante una situación excepcional. Mi sufrimiento, como el de otros muchos, fue evidente. La frustración y la desesperanza lo hacían brotar en forma de chispazos de irritabilidad que fueron haciéndose más habituales; sobre todo, en las reuniones donde nos exigían cada vez más sin dotarnos de recursos humanos ni espacios ni materiales suficientes y donde las dudas legales y éticas sobre muchas de las decisiones tomadas eran constantes. Pero los responsables de hacerlo no interpretaron mis cambios de humor como síntomas del daño que esa sobrecarga continua de trabajo me causaba. Era más fácil atribuirlos a mi "gestión de las emociones" y culpabilizarme a mí por no esforzarme lo suficiente en controlarlas. El mensaje que recibí fue que el problema era yo, no la situación desbordante que debía enfrentar un día tras otro. Así que me resigné, seguí las órdenes, por contradictorias que fueran, y cumplí con lo que me decían que era mi vocación. Encendí al máximo mi entrega y antepuse mis obligaciones a mis necesidades, brillé tan fuerte como pude para alumbrar a otros en medio de una noche de sufrimientos e incertidumbres que nunca acababan y, cuando quise darme cuenta, no quedaba el más mínimo destello de luz dentro de mí. Me había convertido en cenizas.

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