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'Spain is different': sobre mitos, himnos sin letra y leyendas negras de nuestro país
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'Spain is different': sobre mitos, himnos sin letra y leyendas negras de nuestro país

Ofrecemos un adelanto de 'España. Una historia abreviada', del periodista británico Gilles Tremlett, quien se embarca en la gesta de contar la historia de España desde sus inicios hasta hoy

Foto: Ilustración antigua de bailando en Sevilla, España. (iStock)
Ilustración antigua de bailando en Sevilla, España. (iStock)

Podríamos escoger, para empezar, el momento previo a cualquier partido de la selección española de fútbol. Pero retrocedamos hasta la final del Mundial de Sudáfrica de 2010, celebrada en el estadio Soccer City de Johannesburgo. El encuentro concluiría con la victoria española, gracias a un gol de Andrés Iniesta en la prórroga que provocó un estallido de júbilo y orgullo nacional en todo el país. La Roja era campeona del mundo y la euforia se apoderó de la muy futbolera España.

Antes de que comenzara el partido, sin embargo, una imagen desconcertó a los espectadores de todo el planeta. Cuando tocaron su himno nacional, los jugadores de la selección holandesa cantaron a pleno pulmón el Wilhelmus, composición que, se dice, se remonta a 1572 y ensalza la figura de Guillermo de Orange, quien lideró en su día la revuelta de los Países Bajos contra, precisamente, el Imperio español. La patriótica letra habla de la "sangre inocente", de los "leales guerreros" y los "recios corazones" de los holandeses. A diferencia de sus rivales, sin embargo, cuando sonó el himno de España, Iniesta, Xavi, Puyol y el resto de los jugadores españoles se limitaron a tararear. Su himno nacional no tiene letra. ¿La razón? Los españoles discrepan de manera tan profunda sobre su propia historia que no se atreven a ponerle una. No son capaces de ponerse de acuerdo para fijar una de esas empalagosas mezclas de referencias geográficas, históricas y folclóricas, teñidas de grandilocuencia, en las que consisten los himnos nacionales.

El orgullo patrio no tiene traducción en palabras. Esto no tiene por qué ser malo, pero no deja de ser llamativo. España no cuenta con un relato nacional que pueda celebrarse a gusto de la gran mayoría de los españoles. Otros países construyen sus relatos nacionales a base de historia, de mitos y de sentimentalidad edulcorada. Algunos, como Alemania, incluyen también sus dosis de culpa y responsabilidad históricas. Estas construcciones narrativas rara vez se ajustan con absoluta honestidad a los hechos, pero sirven para canalizar el apego emocional de todo un pueblo hacia su nación. En el mejor de los casos, crean comunidad. En el peor, provocan guerras.

Los españoles discrepan de manera tan profunda sobre su propia historia que no se atreven a ponerle letra a su himno

De un modo u otro, estas historias forman parte de la propia Historia, ya que el modo en que las personas y los pueblos se perciben a sí mismos moldea también sus acciones. En España, los nacionalistas más fervorosos afirman que la suya es "la nación más antigua del mundo", y aunque no sea cierto, no cabe duda de que España ha existido más o menos en su actual configuración geográfica desde hace más tiempo que la mayoría de los países. Entonces ¿por qué esa dificultad a la hora de compartir un relato nacional?

placeholder Andrés Iniesta tras marcar el gol que le dio la victoria en la final del Mundial de Sudáfrica en 2010. (EFE)
Andrés Iniesta tras marcar el gol que le dio la victoria en la final del Mundial de Sudáfrica en 2010. (EFE)

Este breve libro sostiene que el desacuerdo sobre el propio pasado es, per se, una parte fundamental de ese relato. En otras palabras, que España ha luchado desde siempre para tratar de soldar un alma fracturada. Una de las pruebas más evidentes se encuentra, precisamente, en los numerosos intentos fallidos de poner palabras a un himno nacional por parte de la sociedad civil española (junto a alguna iniciativa oficial, también fracasada) durante el último siglo y medio.

Soy británico de nacimiento, aunque adquirí recientemente la nacionalidad española, y si bien aún estoy imbuido del entusiasmo propio del converso (como los conversos al cristianismo que aparecerán más adelante), no intentaré aportar aquí una historia nacional de la que España carece.

Sí cuestionaré, no obstante, ciertos estereotipos simplones, incluidos algunos abrazados por los propios españoles, que suelen describirlos como apasionados, temperamentales, amantes de la fiesta, perezosos, quijotescos o violentos; excepto en los casos en los que esa visión estereotipada haya contribuido a configurar la propia historia de España.

Cuestionaré ciertos estereotipos simplones que suelen describirlos como apasionados, temperamentales, amantes de la fiesta, perezosos, quijotescos o violentos

La península ibérica, que España comparte con Portugal, forma parte de tres de las fronteras geográficas más importantes de Europa. Dos de ellas se perciben a simple vista en cualquier mapa: la primera separa el mar Mediterráneo del océano Atlántico; la segunda separa Europa de África. La tercera solo aparece cuando incluimos en el mapa los vientos y corrientes circulares del Atlántico. Allí donde los romanos creyeron ver el confín occidental del mundo, en Finisterre, en la costa noroccidental de la Península, esos vientos y corrientes unen el continente europeo con el americano. Gracias a ellos Cristóbal Colón pudo "descubrir" las Américas y regresar para contarlo. Y gracias a ellos España (o más bien Castilla, el más poderoso de los reinos que terminarían por conformar un único país) pudo conquistar gran parte de las tierras de ultramar y crear en el siglo XVI el primer imperio global de la historia.

La ubicación geográfica de España, en la esquina suroccidental de Europa, la ha expuesto a vientos de los cuatro puntos cardinales, no solo físicos sino también culturales y políticos. A través del estrecho de Gibraltar, menos de quince kilómetros la separan del continente africano, visible desde las playas de Tarifa, llenas de windsurfers. El Mediterráneo —una vasta y antiquísima comunidad humana en sí mismo— ha conectado desde antiguo a la Península con la cultura fenicia, la griega, la judía, la cartaginesa y la romana, así como con la árabe y musulmana del Magreb y el Oriente Próximo. En el norte, los montes Pirineos la anclan en la Europa occidental. Las rutas costeras —atlánticas y mediterráneas— que discurren a ambos lados de esas montañas han permitido desde hace milenios el flujo de especies, mercancías, ideas, culturas y gentes hacia el norte y el sur.

Aunque en la historia de España abundan los intentos de resistencia a las influencias "extranjeras", cuando no las luchas directas contra las invasiones, a menudo dichos intentos fracasaron y la oposición terminó por dejar paso a la asimilación. De hecho, no puede decirse de la mayoría de los romanos, visigodos, cristianos, "moros" musulmanes o judíos que poblaron sus tierras que fueran ni "invasores" ni "extranjeros", ya que muchos fueron "españoles" nativos cuyas familias se habían convertido a una u otra religión o cultura, o bien eran descendientes de foráneos cuyas familias llevaban instaladas en la Península varias generaciones.

Los invasores oriundos de la estepa rusa fueron de los primeros en llegar, procedentes del norte, y los únicos que provocaron un desbarajuste genético, ya que entre el 2500 y el 2000 a. C. acabaron con casi todos los varones autóctonos. Más tarde, en el siglo VIII d. C., los bereberes invadieron la práctica totalidad de la Península. En el siglo XX, los turistas europeos que llegaban a España en riadas, ya fuera en coche, en caravana o en avión, se convirtieron en una nueva especie invasora que contribuyó a la transformación política, cultural y social del país. A principios del siglo XXI, los emigrantes procedentes de Latinoamérica añadieron una nueva vuelta de tuerca a la historia, invirtiendo el sentido de una tendencia migratoria de siglos de antigüedad desde España hacia el continente americano.

España constituye uno de los pilares de Europa y al mismo tiempo uno de sus grandes pivotes. Su rumbo, como el que marca una veleta, en ocasiones ha venido dictado por fuerzas externas. Una tormenta penetra en tromba (ya se trate de los romanos, los visigodos, el cristianismo, el islam, la casa de Austria, la plata de América, los ejércitos de Napoleón o las turistas en biquini) y España cambia. En otros momentos, por el contrario, España ha tomado el control del timón, determinando no solo su propio destino político y cultural, sino el de toda Europa o el de otras partes del mundo.

placeholder 'España. Una historia abreviada', edita Debate.
'España. Una historia abreviada', edita Debate.

Tras los oscuros años iniciales del Medievo, la Escuela de Traductores de Toledo reimpulsó el pensamiento intelectual y científico, recuperando y difundiendo por toda Europa el legado griego, junto a numerosos avances de las culturas india, persa y árabe. Colón y los conquistadores que lo siguieron no solo provocaron transformaciones catastróficas para el continente americano y sus pueblos nativos, también iniciaron uno de los procesos más notables de intercambio de especies animales y vegetales (así como de enfermedades mortales, entre ellas las de transmisión sexual) que el mundo haya conocido. España exportó también la novela moderna, «inventada» por Cervantes, e hizo mucho por difundir la educación formal, especialmente la de las élites, mediante la labor de los jesuitas. De forma mucho menos loable, expulsó de sus fronteras a los judíos sefarditas y poco después a los musulmanes nacidos en su propio territorio, además de perseguir a los cristianos sospechosos de la más leve mácula en su ortodoxia. El primer esclavo africano que llegó a las costas americanas lo hizo en un barco español, y muchos de los últimos fueron los que España transportó hasta la colonia de Cuba.

Así como la geografía ha convertido a España en un cruce histórico de caminos, paradójicamente también ha hecho de ella una fortaleza

Con todo, y así como la geografía ha convertido a España en un cruce histórico de caminos, paradójicamente también ha hecho de ella una fortaleza. La península ibérica es un gigantesco e imponente bloque de roca atornillado al extremo suroccidental de Europa. Constituiría el país más grande del continente si Portugal no ocupara una sexta parte de esa extensión de tierra. España es el segundo país más montañoso del continente (su altura media casi dobla la de Francia o Alemania), solo superado por Suiza. Gran parte del territorio lo ocupa la gran planicie elevada conocida como la "meseta", rodeada a su vez en su mayor parte por estrechas franjas de tierras costeras, más bajas, en las que se concentra actualmente la mayoría de la población. De las diez ciudades españolas más grandes, solo dos, Madrid y Zaragoza, no están en provincias costeras o en provincias que están conectadas al mar por un río navegable, como Sevilla. Más de la mitad de la población del país vive en ellas (incluidas las de las Islas Baleares y las Canarias).

La transición entre el litoral y el accidentado interior es tan abrupta en algunos lugares que el pico más alto de la Península, el Mulhacén, en Sierra Nevada, está a tan solo treinta y cinco kilómetros de la costa meridional. En el norte, los Picos de Europa se ciernen sobre el mar Cantábrico y alcanzan su punto más alto a menos de veinticinco kilómetros de la costa. La meseta central está atravesada por profundos valles fluviales y por largas e impenetrables cadenas montañosas que el viajero británico del siglo XIX Richard Ford llamó "fosos y murallas". Hasta que fueron salvados mediante puentes o perforados mediante túneles en el siglo XX, estos obstáculos aislaron a unos españoles de otros, preservando sus diferencias. Así, durante siglos la comunicación de la región de Galicia, situada en el noroeste, fue más fluida con la isla de Cuba que, por ejemplo, con la provincia de Almería, situada en la esquina opuesta de la Península. Esta tensión entre las múltiples e introspectivas "Españas" del interior —sometidas a un duro clima continental de veranos cortos y tórridos, separados por largos y gélidos inviernos— y las regiones costeras, templadas y globalmente conectadas —así como con las regiones de los valles que conducen hasta ellas— ha forjado gran parte de la historia de España. Suele llevar un tiempo considerable que las olas culturales y políticas que rompen contra sus costas permeen hasta su rocoso interior.

El filósofo español Miguel de Unamuno tenía razón cuando, a principios del siglo XX, declaraba que «fue grande el alma castellana cuando se abrió a los cuatro vientos y se derramó por el mundo», pero que esa alma se marchitaba sin remedio cuando cerraba sus ventanas a cal y canto y se aislaba de dichos vientos. El proceso de continua hibridación cultural ha propiciado periodos de extraordinario vigor, patente en todos los ámbitos, de la arquitectura a la agricultura, pasando por el arte, la filosofía o la música flamenca. En otros momentos, cuando España ha tratado de negar la mezcla de culturas que conforman su identidad, ha necesitado de extraordinarios esfuerzos —como los que representan el tribunal de la Inquisición, la expulsión masiva de judíos y musulmanes o la dictadura franquista y su autarquía— para construir una identidad nacional "pura".

Cuando España ha tratado de negar la mezcla de culturas que conforman su identidad, ha necesitado de extraordinarios esfuerzos para construir una identidad nacional pura

Es en esas ocasiones cuando se desempolvan y se presentan como verdades irrefutables los viejos mitos patrios de la capacidad de resistencia hispana frente a las agresiones foráneas, motivadas por la envidia —una estrategia abocada en último término al fracaso, al igual que los intentos de homogeneizar las diversas identidades y lenguas del Estado español (como la catalana o la vasca, por ejemplo). Esta tensión —entre la idea de una España concebida como una entidad pura y homogénea que solo puede ser corrompida por fuerzas externas y la de una España constituida por muchas identidades diferentes y continuamente renovada por los cuatro vientos que citaba Unamuno— no solo no se ha resuelto del todo, sino que ha constituido con frecuencia una de las fuerzas motrices de su historia. De ahí la ausencia de un relato nacional compartido y, por tanto, de un himno con una letra consensuada.

Todos estos temas reaparecerán una y otra vez en las páginas que siguen. Por el momento, dejemos los hechos para más adelante y comencemos por los mitos. La historia de un país depende en gran medida de cómo lo han imaginado sus gentes a lo largo del tiempo. Y en eso España no es una excepción.

** Gilles Tremlett es corresponsal de The Guardian en España y colaborador habitual de The Economist. Se licenció en Ciencias Humanas (Antropología) en la Universidad de Oxford en 1984. Ha cursado, asimismo, estudios en las universidades de Barcelona y Lisboa. Ha vivido en España casi ininterrumpidamente desde hace más de veinte años.

Podríamos escoger, para empezar, el momento previo a cualquier partido de la selección española de fútbol. Pero retrocedamos hasta la final del Mundial de Sudáfrica de 2010, celebrada en el estadio Soccer City de Johannesburgo. El encuentro concluiría con la victoria española, gracias a un gol de Andrés Iniesta en la prórroga que provocó un estallido de júbilo y orgullo nacional en todo el país. La Roja era campeona del mundo y la euforia se apoderó de la muy futbolera España.

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