Es noticia
¿Nunca os cansáis de fingir que está todo bien?
  1. Cultura
Israel Merino

Por

¿Nunca os cansáis de fingir que está todo bien?

Ya que todos vamos a acabar como el lorito de Aldecoa, pues nuestro destino es insalvable y el espachurramiento contra la calzada es cuestión de tiempo, molaría que al menos pudiéramos decir mientras nos atropellan que no estamos nada bien

Foto: Dos personas descansas al sol en Valencia. (EFE/Biel Aliño)
Dos personas descansas al sol en Valencia. (EFE/Biel Aliño)
EC EXCLUSIVO Artículo solo para suscriptores

Entré este viernes en directo para hacer mi sección semanal en la radio cuando la presentadora, con toda su buena voluntad, me hizo una sencillísima pregunta: "¿qué tal estás?". Por un momento, sentí una pulsión natural de decir la verdad; sentí una pulsión sincera, brutalmente sincera, de acogerme al código deontológico periodístico y no mentir y contar cómo realmente estaba; sentí que quería decir que estaba jodidísimo, que cada día me veía más gordo, que el alquiler se me hacía insostenible y que las cucarachas de mi casa, que ya parecen tanques Abraham americanos, se estaban volviendo inmunes al Raid, pero no lo hice; al igual que la pregunta de la presentadora, mi respuesta fue sencillísima y falsísima: "bien, todo muy bien".

De todas las cosas malísimas que hemos hecho, una de las que se llevan la palma es nuestra incapacidad para mostrar cómo estamos realmente. Quizá esto venga de atrás, de cuando solo existíamos para sobrevivir y no podíamos delatar nuestra situación para no mostrarnos vulnerables ante el enemigo, o sea, sin embargo, algo moderno, de tener miedo a mostrarnos vulnerables porque somos unos cobardes —todos somos muy cobardes, en el fondo—, pero es un agobio.

Leía hace tiempo un relato de Ignacio Aldecoa, uno de los mejores escritores del siglo pasado, en el que contaba la historia de un lorito; era un lorito madrileño, de hecho, que vivía en una casa por el paseo de la Florida e intentaba montar una revolución, aunque no se explicaba en qué consistiría. El lorito madrileño, chulo y revolucionario, conseguía escaparse de la jaula para montar su revuelta, pero un coche lo atropellaba y lo reventaba contra la calzada. ¿Sabéis cuáles fueron sus últimas palabras antes de morir? Por supuesto, que la revolución seguía en pie y él estaba genial.

No sé qué tipo de adicción tenemos con esta movida, pero estoy seguro de que esta obsesión por fingir estar joya, que dirían los canarios, va a acabar con nosotros. Yo necesito contar que estoy mal; necesito que cuando mi madre me llame, pueda ser sincero y decirle que estoy hecho mierda y apenas puedo salir de la cama; necesito que cuando algún amigo me escriba un "¿qué hay?" por WhatsApp, pueda responderle que lo único que hay es mierda; ansío poder decirle a mi novia que no quiero quedar con ella, que estoy machacado y lo único que me apetece es autoflagelarme entre las sábanas.

*Si no ves correctamente el módulo de suscripción, haz clic aquí

La cruz de algunos es más grande que la de otros, por supuesto, pero todos cargamos alguna, y con la exposición excesiva en las redes sociales, pareciera que a nadie le cuesta cargarla. Todo el mundo es perfecto, joder, todo Dios ama su vida y sus viajes y a sus hijos y su trabajo y todo lo que hay en su entorno, y yo, jurado, nada más que me entran ganas de reventarle la boca a alguien cuando abro Instagram. ¿Es que nadie tiene días de mierda? ¿Nadie, en serio, se atreve a contar que está harto de todo? Por favor, si alguno de vosotros tiene una vida perfecta, que me explique cómo lo hace, porque yo no soy capaz de estar bien.

¿Es que nadie tiene días de mierda? ¿Nadie, en serio, se atreve a contar que está harto de todo?

Lo peor de todo esto, de esta exposición de felicidad y algarabía, es que es completamente falsa y solo representa a un sector minúsculo de la gente. Cada vez que cojo el Metro o el Cercanías, que es bastante a menudo porque no soy Óscar Puente, puedo ver en las caras de la gente, casi como si pidieran súplica, que hay algo en todo lo que hacen que va mal, pero también puedo ver represión porque no pueden contarlo.

Siento que les encantaría decirles a sus jefes – porque todo esto tiene mucho que ver con la precariedad, no nos engañemos – que están hartos de que la miseria que cobran vaya destinada al casero, o que no pueden más y necesitan parar para respirar y mirar por la ventana, pero no pueden hacerlo. La auténtica falta de libertad de expresión es esa: no poder decir que estamos mal.

Ya que todos vamos a acabar como el lorito de Aldecoa, pues nuestro destino es insalvable y el espachurramiento contra la calzada es solo cuestión de tiempo, molaría que al menos pudiéramos decir mientras nos atropellan que no estamos nada bien.

Entré este viernes en directo para hacer mi sección semanal en la radio cuando la presentadora, con toda su buena voluntad, me hizo una sencillísima pregunta: "¿qué tal estás?". Por un momento, sentí una pulsión natural de decir la verdad; sentí una pulsión sincera, brutalmente sincera, de acogerme al código deontológico periodístico y no mentir y contar cómo realmente estaba; sentí que quería decir que estaba jodidísimo, que cada día me veía más gordo, que el alquiler se me hacía insostenible y que las cucarachas de mi casa, que ya parecen tanques Abraham americanos, se estaban volviendo inmunes al Raid, pero no lo hice; al igual que la pregunta de la presentadora, mi respuesta fue sencillísima y falsísima: "bien, todo muy bien".

Trinchera Cultural
El redactor recomienda