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A la mierda los cineastas: volvamos a ver cine para disfrutar de actores y actrices bellos
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Hernán Migoya

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A la mierda los cineastas: volvamos a ver cine para disfrutar de actores y actrices bellos

Tras cuatro décadas de ir al cine a verlo todo, el cronista renuncia a seguir en la trinchera de la actualidad y, en sus últimos años, sólo desea alegrarse la vista con los intérpretes que le parecen guapos

Foto: Imagen de archivo de una sala de Cine de La Habana. (EFE/Ernesto Mastrascusa)
Imagen de archivo de una sala de Cine de La Habana. (EFE/Ernesto Mastrascusa)
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Hace cuarenta años fui al cine solo por primera vez. A los doce tuve que recorrer a pie casi una hora de camino hasta la ciudad vecina y me metí al fenecido Cine Euterpe de Sabadell para disfrutar Indiana Jones y el templo maldito (1984), una montaña rusa tan vertiginosa que nunca me he atrevido a volver a montar en ella, por miedo a que la magia haya descarrilado… en la película o en mí.

Encima, la protagonizaba Harrison Ford, un hombre guapo y carismático, pese a que en sus últimos años la nariz se le tuerza mirando a Cuenca y la rigidez facial lo haga parecer un señor trumpista cabreado en lugar del campechano progre que dice ser (a Robert Redford le pasa lo mismo: ¡qué cara de presidente facha se le ha puesto! Pero nadie parece reparar en ello: ¿será la verdad interior que aflora o es la maldita genética que traiciona?).

En cuanto a las actrices, me volvería loco anotando aquí el listado de las predilectas de mi adolescencia, así que únicamente destacaré a Barbara Hershey, mujer que hoy ha desarrollado un inquietante parecido a Mickey Rourke, hermanados por el bisturí, pero que en sus años mozos me subyugaba con su belleza judía y jodía para un soñador adolescente. Sólo verla en La última tentación de Cristo (1988), uno entendía a la perfección por qué había que torturar y matar a Jesús en la cruz. ¡Eso era poco para ese suertudo que había conseguido los favores de una María Magdalena que me hizo suspirar más que las de Proust!

Con los años desarrollé mis gustos cinéfilos como cualquier hijo de vecino (en mi caso, John Milius, Paul Verhoeven, Tony Scott, Jane Campion, Juanma Bajo Ulloa, Adrian Lyne y Ryoo Seung-wan son mis adalides del Séptimo Arte en el último medio siglo), pero paralelamente empecé a gestar una animadversión física a determinados actores y actrices que, encarada la vejez, me ha llevado a rehuir el visionado de cualquier título protagonizado por ellos.

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¿A ustedes no les pasa? Obviamente se trata de impresiones subjetivas: las facciones rústicas de Lino Ventura pueden espantar al más pintado y sin embargo a mí me parece atractivísimo, quizá porque vislumbro en sus actuaciones una verdad y una nobleza que lo enaltecen. Y seamos sinceros: yo, que soy casi tan feo como Boyero, no estoy precisamente para dar lecciones ni impartir cánones ni repartir carnets de sex symbols. Pero como buen mirón, tengo mi lista negra de inmirables.

Hagamos historia: todo empezó con Tom Hanks

Son de plástico y no es fantástico

Que sí, que sí, que lo ignoré durante años mientras fue comediante —yo soy de los que opinan que desde Cassen en 07 con el 2 delante (1966) no ha vuelto a nacer un cómico que vuele tan alto—, porque ni siquiera de niño estaba para astracanadas yanquis. Sin embargo, confieso que se me ganó como soldado con temple jamesstewartiano en Salvar al soldado Ryan (1998) y hasta lloré con Náufrago (2000) cuando su Robinson moderno pierde al amigo Wilson.

Pero es que lo mío con Tom Hanks ha pasado a ser una obsesión maníaca de irracional obcecado: no puedo con su cara de… ¿nada? Mi tirria ya casi alcanza la categoría de delirio hitleriano, porque es que me ofendo cada vez que aparece una imagen suya. ¡Me da repelús mirarle! El problema es mío, claro, pero como consecuencia pronto hará prácticamente un cuarto de siglo que no he vuelto a ver una película con él en un rol protagónico.

Es verdad que esa aversión la hacía extensible a otros nombres de Hollywood, como la sin par Meryl Streep, cuyas películas también evitaba como la malaria. Pero ella me fascinó en Los puentes de Madison (1995) y, a partir de ahí, no puedo evitar mirarla obnubilado en todo título en el que participe: me parece una persona sabia y eso lo percibo con todos los sentidos, lo cual la convierte en la Lino Ventura del cine USA. Lo mismo me ha pasado recientemente con la actriz londinense Nicola Walker, a quien ahora adoro.

De entre los "seminuevos" galanes cuya presencia cinematográfica no soporto, destacaría a dos: Bradley Cooper y Ryan Gosling.

Al primero no lo puedo ver ni en pintura porque, directamente, me parece mala persona. Tras observarlo detenidamente en la serie televisiva que lo reveló hace dos décadas, la fantabulosa Alias (2001-2006), llegué a la errónea conclusión de que esa grimosa cara de pan mojado sería el único nombre del elenco que no se abriría camino en Hollywood.

Foto: Bradley Cooper como Leonard Bernstein, junto a Carey Mulligan, en 'Maestro'. (Netflix/Jason McDonald)

¡Cuán equivocado estaba! Pero es que de verdad no le veía nada al pobre chaval: jeta de Chucky, ojos vidriosos, sonrisa empalagosa, actitud de falsa cordialidad, un fondo taimado imposible de disimular, un fingimiento de ternura más falsa que la de un alcalde marbellí. Vamos, habiendo al lado un pelotón de almas resplandecientes como las de Jennifer Garner, Victor Garber, Melissa George, Michael Vartan o la mismísima Lena Olin, que este figurín haya conquistado la Meca del Cine me repatea como un taconeo de Antonio Gades (otro ídolo) en la entrepierna.

Al Cooper (qué herejía que comparta apellido con Gary) lo he tenido que tolerar en películas de Clint Eastwood con todo el dolor de mi corazón y la aprensión de mis acáis, pero ya me he prometido a mí mismo que no volveré a caer, por más narizones postizos que se ponga para aspirar (je) a un Oscar. Cuidado que yo tengo un medidor moral muy afinado: a Kevin Spacey lo dejé de seguir desde 1999 con American Beauty porque ya me parecía que no era trigo limpio y no me nacía explorar más en su turbia mirada.

Y vaya si acerté…En cuanto a Gosling, siempre me ha parecido un niño bonito, tan relamido de aspecto que da dentera. Nunca me lo creí como tipo duro en Drive (2011), claramente una película de postureo viril para poseros hipsters que ni hartos de vino se hubieran dejado sorprender a la entrada de una de Charles Bronson. Sin embargo, aquí sí padezco de cierto remordimiento de conciencia, porque el chico está claro que sabe escoger sus papeles y llevar una carrera inteligente. El último filme con su participación que accedí a ver fue Dos buenos tipos (2016), no me quedó otro remedio porque era un largo escrito y dirigido por un auténtico genio, Shane Black (El último boy scout), el mejor guionista de neonoirs gringos de mi generación.

Además, durante esa sesión me tuve que tragar la píldora amarga por doble partida, porque tampoco aguanto a su coprotagonista, el altanero de Russell Crowe. Desde entonces no he vuelto a exponerme al figurín de Gosling, ni siquiera en Barbie (2023), que es precisamente el tipo de cinta prefabricada y banal que a mí me chifla. El lema apócrifo de Barbie, por cierto (en ligera paráfrasis: "Soy de plástico y es fantástico"), le sienta fenomenal al propio actor, que comparte cierto aire muñequil con Tom Cruise (si bien uno es más Big Jim y el otro más Airgam Boy…). Bueno, por si esta ojeriza mía fuera poca o contara con escaso fundamento, el tío está casado con Eva Mendes, Y ESO SÍ QUE NUNCA SE LO PERDONARÉ.

Quiero un hijo suyo

Para que no parezca que sólo me guío por actores que detesto (ojo, es una inquina estrictamente estética), pondré varios ejemplos del caso opuesto, esto es, de actores que puedo ver a todas horas sin darme un respiro, salgan donde salgan: soy capaz de devorar a destajo películas malas de Liam Neeson y Denzel Washington repartiendo hostias como panes, aunque la única hogaza que destaque en sus últimos filmes sean las de sus prominentes barriguitas. Pero son tan guapos…

Lo mismo me pasa con Luis Zahera. Lo veo y caigo enamorado, así haga de villano de villa gallega empeñado en echar a todo dios de su tierra. Un actorazo además ¡y escupe divino! Cómo me hubiera gustado poder gozarlo antes en papeles principales. Me sucede con él como con los británicos Ralph Fiennes, Dougray Scott, Ciarán Hinds o el añejo Terence Stamp (a quien aborrecía en su imagen repelente de juventud: pero ya se sabe que del odio al amor…). Lucen rostros tan magnéticos que me podría tirar años mirándolos absorto (¿alguien ha dicho Richard Harris?).

Foto: Televisión, cine o teatro, nada se le resiste a la bestia interpretativa de Luis Zahera. (Cortesía)

Pero mi héroe contemporáneo de la gran pantalla, el hombre que considero más guapo del Hollywood actual, con quien no me importaría vivir un romance a la luz de la luna, es (os vais a reír, lo cual en cierto modo resulta apropiado) el cómico Will Ferrell. Me pareció irresistible, ojillos hundidos incluidos, ya desde que lo descubrí en Zoolander (2001) y, desde entonces, no salgo de mi estupor al comprender que se trata del hombre perfecto para mí, pues su sentido del humor absurdo y excesivo encaja de perlas con el mío… Lo más desconcertante fue descubrir hace unos meses en un zoo limeño a un babuino que era idéntico a él. Me quedé mirándolo una hora y me dieron ganas de abrir su jaula y huir corriendo de la mano con el pobre mono culicalvo a celebrar nuestra historia de amor en algún peñasco, cual Taylor y Zira en la mejor película de la historia de la humanidad y también de los primates.

Inteligencia artificiosa

Con las actrices me pasa tres cuartos de lo mismo, claro. Un ejemplo de personalidad que no me genera ninguna simpatía es Diane Keaton, sobre todo por esa noción que transmite de ser una señora pija naturalizada neoyorquina que se cree la última coca cola del desierto. He conocido repipis pudientes de ese jaez (en una ocasión cené con la prestigiosa editora de una célebre revista estadounidense y casi me da un patatús ante tamaña exhibición impúdica de esnobismo) y se me atraganta el estereotipo: toda mi base pueblerina se subleva ante esa afectación de persona de mundo y de apego a la alta cultura que sólo camuflan un fondo clasista.

¡Qué culpa tengo yo de que El padrino cuente con ella! (Para compensarlo está Talia Shire, que para mí simboliza todo lo contrario y goza de mi mayor apego). Encima Diane fue musa de Woody Allen, ese tipo que admiraban todos los culturetas urbanitas porque demostraba que alguien tan feo como ellos podía salir con chicas guapas si se las daba de intelectual e impostaba una épica de lo cerebral: ahora son los mismos que se desgañitan exigiendo que retiren su estatua de Oviedo. ¡Pero si erais vosotros los que suspirabais viéndole tocar el clarinete!

Foto: El director neoyorquino Woody Allen. (Getty/Andreas Rentz)

En España, una actriz que no podía mirar era Pilar Bardem. Algo en ella me generaba desasosiego, sentía en su chi cierta soberbia de vecina mandona que te quiere obligar a militar en lo que se le antoje. También es cierto que mis prejuicios hacia su figura aumentaron desde que la oí opinar en televisión a cuenta del fallecimiento de mi ídolo Rocío Dúrcal y lo único que se le ocurrió destacar era ¡que Marieta había estado en la famosa huelga de actores de 1975! No sé: para mí se había muerto la cantante más grande de España, la mayor intérprete del folclore mexicano, mi estrella favorita de nuestro panorama musical. ¡Que hubiera estado o no en una huelga es algo que pertenece a sus méritos privados! Pero destacar sólo eso… La tengo como cuenta pendiente porque, por la misma regla de tres, tampoco se puede juzgar a un/a artista de valía por sus declaraciones en medios.

Otras actrices muy fotogénicas pero que me provocan tedio por no captarles impronta afín a través de la pantalla: Cate Blanchett (tan aséptica y gélida como un témpano), Gal Galdot (que me transmite la calidez de un misil aire-aire Shafrir) o Dakota Johnson (que me parece aburrida de tan normal). En cambio, me metería a ciegas a cualquier película con Frances McDormand, Kristen Stewart, Julianne Moore, Rachel McAdams, Rosario Dawson o la incomparable Angelina Jolie, por ángel y empatía el icono femenino más incontestable del Hollywood del siglo XXI, a la altura de una Ava Gardner.

En todo caso, es un placer para los ojos y el corazón disfrutar a estas divas en la gran pantalla.

Cine de fantastmas

Por ello, con el avance irremisible de la edad, abogo cada vez más por volver al cine fundamentado en el gancho de sus estrellas al frente del reparto, como hacíamos de niños, sin preocuparse demasiado de quién hay detrás de la cámara o a quién corresponde en puridad la autoría de la película. A fin de cuentas, se produce tanta ficción audiovisual que a nadie debería importarle ya establecer jerarquías de calidad. ¡Todo se solapa!

Igual que el advenimiento de internet nos hizo descubrir que la historia de Hollywood percibida desde España en el siglo XX fue solamente la de medio Hollywood o menos (porque a nuestro país llegaba una mínima proporción de todas las cintas producidas y, por tanto, los intentos de los cinéfilos de antaño por sistematizar sus cánones resultan hoy dramáticamente insuficientes), los cinéfagos maduritos debemos asumir que nos vamos a morir pronto y que, por consiguiente, averiguar qué peli es mejor que otra de la última hornada no nos va a servir de mucho.

Así que en estos tiempos marcianos, cuando subsisto medio estresado por el frenesí que causa saberse inútil para la vida moderna y la consciencia de la propia obsolescencia en cuanto la IA desarrolle sentido del humor y autodesprecio, para combatir esa ansiedad recurro casi cada noche a lo que yo llamo una "peli de fantasmas": es decir, un largometraje antiguo donde todos sus participantes ya están muertos. No sabéis lo que relaja ver esas obras con espíritus en movimiento, sin denodarse en olvidar que de la debacle no se salvará nadie. Mirar gente muerta actuando induce al sosiego de espíritu.

"Los maduritos debemos asumir que nos vamos a morir pronto y que averiguar qué peli es mejor no nos va a servir de mucho"

Lo hago también por razones estéticas: me sigue encantando mirar actores y actrices guapos y empáticos. Y así vuelvo a contemplar a mi primer mito de la infancia, el histriónico divo metrosexual Kirk Douglas, tan refinado y coqueto en El último atardecer de 1961 —con esa ajustada indumentaria de pistolero, esa pulcritud de maneras y ese pañuelo dorado al cuello, todos sus fans jurábamos, al verlo enfrentado a Rock Hudson, que el gay era él—; a Robert Mitchum planchando dólares en Las fronteras del crimen de 1951 (fácilmente la película clásica que puedo ver más veces sin aburrirme), tan pancho con su buena planta, su mirada bovina y su desprecio a nuestro estatus; a Carole Lombard en la deliciosa Al servicio de las damas (1936), jugando a hacerse insoportable con esa inimitable mezcla de travesura y seducción; a Sidney Poitier devolviendo la bofetada a un hacendado racista en En el calor de la noche (1967), tan hermoso, digno y combativo —echando por tierra la imagen de Tío Tom que le endilgaron los críticos españoles de la Transición y sus necias proclamas de que era un "negro domesticado"… ¡cuánta ignorancia!—; a Victor Mature en Una vida marcada (1948), su talante protoStallone como bruto con sentimientos ya en toda su plenitud; a la tan bella que duele Carmen Sevilla en La venganza (1955) de Bardem, extraordinaria cinta de un director extraordinario, otro de sus contra Franco se rodaba mejor; a la shelleywintersiana Emma Penella y el elegante Luis Prendes en De espaldas a la puerta (1959), notable misterio de José Mª Forqué con un night-club cañí como patio de recreo; e insólitamente me ha dado por rescatar a Glenn Ford, sobre todo en la infartante Los sobornados (1953) y en el melodrama Una vida robada (1946), donde despunta entrañable como interés amoroso de dos Betty Davis, haciéndome evocar incluso, en su rostro curtido con niño herido al fondo, la dureza vulnerable de mi idolatrado Rourke. Y de Gene Tierney y Charlton Heston podría programarme toda su filmografía en bucle ad nauseam.

Al margen dejo actores que siempre me parecieron desagradables, como John Wayne: la chulería berciana que yo heredé no era autoritaria ni granítica. Este es un pequeño muestrario de mis fobias y también de algunas filias. Y ahora hagamos como los tuiteros baratos y lancemos un interrogante participativo al aire: ¿Cuáles son vuestros actores y actrices insoportables a primera vista, desde la visceralidad?

Hace cuarenta años fui al cine solo por primera vez. A los doce tuve que recorrer a pie casi una hora de camino hasta la ciudad vecina y me metí al fenecido Cine Euterpe de Sabadell para disfrutar Indiana Jones y el templo maldito (1984), una montaña rusa tan vertiginosa que nunca me he atrevido a volver a montar en ella, por miedo a que la magia haya descarrilado… en la película o en mí.

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