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'El traje': Javier Gutiérrez y Luis Bermejo se salen en una obra sobre la corrupción en 2012
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hasta el 7 de julio

'El traje': Javier Gutiérrez y Luis Bermejo se salen en una obra sobre la corrupción en 2012

El montaje de Juan Cavestany se estrenó hace catorce años y ahora regresa al Teatro de la Abadía para recordarnos aquellas miserias. El trabajo actoral es excelente, pero se hace un bucle absurdo demasiado largo

Foto: Luis Bermejo (izquierda) y Javier Gutiérrez en 'El traje'.
Luis Bermejo (izquierda) y Javier Gutiérrez en 'El traje'.

Todo empieza el primer día de rebajas de un centro comercial con una pelea por un traje. A priori, una escena que podría ser normal y real. El asunto es que nada en esta obra va a ser a partir de ahí ni normal ni realista, sino un bucle absurdo de ecos kafkianos, becketianos y pinterianos. O quizá es lo más realista que puede haber. Muchas veces lo más absurdo es la vida tal cual es. En cualquier caso, cuando se dispongan a ver esta obra piensen en subir a una máquina que tiene todos los visos de ir a ninguna parte. De ustedes depende si la cogen o no.

Porque es lo que le pasa a este montaje de Juan Cavestany (texto y dirección) que se estrenó por primera vez en 2012 y que ahora ha vuelto a La Abadía con sus dos grandes estrellas, Javier Gutiérrez y Luis Bermejo. Y, obvio, ellos están magníficos. Se salen. Pero el texto parece enrollarse en un bucle que gira y gira demasiado con un final abierto, discontinuo en el que lo cierto es que ya nada importa nada. Si aceptas el juego, bien, si no, el regusto no será del todo satisfactorio.

Cuando fue estrenada, la prenda del traje tenía unas connotaciones que hoy se han perdido. Es probable que muchos aten enseguida cabos con la corrupción -sí, era lo de Camps y los trajes- pero esos lazos quedan algo descoloridos. Y no porque la corrupción en sí haya desaparecido de este país, ya nos gustaría, sino porque el referente ya no es tan directo.

placeholder Los dos actores en un momento de la obra.
Los dos actores en un momento de la obra.

Pero volvamos al principio. La obra se inicia de forma muy abrupta: un sótano, un guardia de seguridad con jersey de lana de pico y pinta de cenar solo cada noche y un cliente con pinta de tener una pyme a la que no le va muy bien -una vez más, la referencia de la crisis de 2008- y un hijo adolescente que le da muchos quebraderos de cabeza. Y en medio, el conflicto, ese traje por el que, al parecer, forcejeaban una señora y este cliente.

Comienza así un diálogo en el que el guardia tratará de saber toda la verdad -¿y qué es la verdad?- con preguntas más cercanas a El Proceso de Kafka que a una escena verosímil. Pero es que, a veces, estas cosas también son así. Y se puede entrar en una rueda tal que si pensabas que no llamaste “zorra” a esa señora que también quería el traje no solo acabas confesando que se lo llamaste sino que también le diste un puñetazo que la dejaste completamente noqueada. Y, al final, lo peor es que todo puede ser verdad.

En este juego, Bermejo y Gutiérrez se mueven en el ring como pocos. Tienen perfectamente medidos los pasos, dominan a la perfección el intercambio de golpes. Y consiguen crearte la tensión de que no sepas en ningún momento por dónde van a salir. Los gritos, las risas, los chillidos de dos adultos que cada vez van incomodando más y más al espectador (aunque hubo alguno que se rio bastante).

Es una obra terrorífica. Está llena de miserias. Quizá eran aquellas de 2012 y lo vamos olvidando, que es algo que hace gratamente el cerebro

Sin embargo, pese a alguna carcajada entre el público, no es una obra luminosa sino terrorífica. Está llena de miserias. Quizá eran aquellas de 2012 y ya lo vamos olvidando, que es algo que hace muy gratamente el cerebro para permitirnos la supervivencia. Otea la corrupción - “¿para qué querías el traje, eh?”- otea la fuerte crisis económica de 2008 que en aquellos años golpeaba durísimamente a las empresas provocando cierres y despidos - otea la tristeza de la soledad - “Yo lo que quiero es que seamos amigos”- otea la precarización… Lo cierto es que otea una España de hace nada bastante tristona que tampoco está de más recordar ahora que parece que todo va como un tiro en bares y restaurantes.

Y, sin embargo, todo se hace demasiado largo. El espacio teatral es limitado (la escenografía es de Mónica Boromello, la misma que en 2012): la sala de un sótano de la que parece imposible salir. Ahí las posibilidades de ir creando una trama dinámica se van agotando. El final llega también de forma abrupta… Se desvelan ciertas identidades que no nos acaban de decir nada. Y más gritos y chillidos y risas grotescas. Y un muerto que puede estar muy vivo. Esperando a Godot o esperando a largarse y salir pitando de ese sótano que solo está decorado por la foto de un perro. Una vez más: vidas miserables.

El pasado miércoles la sala San Juan de la Cruz del Teatro de la Abadía estaba llena a las siete de un público… jubilado. Quizá una hora más tarde facilitaría la llegada a espectadores más diversos.

Todo empieza el primer día de rebajas de un centro comercial con una pelea por un traje. A priori, una escena que podría ser normal y real. El asunto es que nada en esta obra va a ser a partir de ahí ni normal ni realista, sino un bucle absurdo de ecos kafkianos, becketianos y pinterianos. O quizá es lo más realista que puede haber. Muchas veces lo más absurdo es la vida tal cual es. En cualquier caso, cuando se dispongan a ver esta obra piensen en subir a una máquina que tiene todos los visos de ir a ninguna parte. De ustedes depende si la cogen o no.

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