Es noticia
Contándoles a mis nietos la locura de los festivales de música
  1. Cultura
Galo Abrain

Por

Contándoles a mis nietos la locura de los festivales de música

Aterriza el verano y con él los festivales de música, y yo me pregunto cómo le contaré a mis nietos que pagábamos por semejantes embolados

Foto: Festival en Nashville. (Reuters)
Festival en Nashville. (Reuters)
EC EXCLUSIVO Artículo solo para suscriptores

El verano arranca, y con él, las temperaturas de horno, los lucimientos de pantorrilla, las playas convertidas en guirilandia y los festivales de música. Este último punto, de hecho, reúne a los anteriores. Los viejos amodorramientos estivales de un piso alquilado en Almuñécar, han dado paso a una apretada agenda de compromisos festivaleros. En España, puede uno saltar de la primavera al otoño sin un fin de semana libre de marabuntas levantando el polvo de los descampados reconvertidos, las birras a precio de riñón y el kit Decathlon listo para albergar auténticos abrevaderos de bichos. Algunos ya tan adaptados al invasor humano y su contaminación de botellas de Negrita o Larios, que han adquirido condición mutante.

El negocio brilla por el mal que te da todo 'quisqui' con que acudas a alguna cita. Eso, sin contar con la pasta gansa (unos 500 millones de boniatos) que factura el sector anualmente.

A veces, pienso en un futuro en el que me rodee de mis nietos cabezones, aupando a los más pequeños sobre mis rodillas. Veo a esa panda de enanos borrachos, maníacos con sobredosis de azúcar, pidiéndome que les cuente algo sobre mis emocionantes años mozos en contacto con la vieja música. Esa que todavía interpretaban fulanos de carne y hueso, antes de que los cerebros se descargaran en un servidor para babear en universos cuánticos frente a creaciones de realidad virtual. Dibujo la escena a la perfección…

Dejad, pequeños, que ponga esta anciana menta a rumiar como es debido. Veréis, en aquellos tiempos, pagábamos un cuarto de nuestro salario mensual por apretarnos miles de cachorros durante varios días, soportando un calor asfixiante, corriendo de un lado a otro para ver los casi 60 conciertos organizados, de los que nos perdíamos muchos porque se solapaban, o el cansancio de la curda que arrastrábamos nos tenía hechos arqueología. Y todo para catar la interpretación a cientos de metros en una pantalla gigante. El personal zumbaba como auténticos piojos sin enterarse de las canciones que escuchaban. Algunos porque se habían cargado las tintas de una tiránica metanfetamina que corría como la pólvora y otros porque, directamente, estaban allí para hacerse fotos y colgarlas en Instagram.

'Wonderwall' era la canción que todos los mojabragas se aprendían recién empezaban a tocar una guitarra

Yayo, tira… ¿No andas tú un poco senil? ¿Quién correría semejante riesgo físico por tan poca chicha? Se te está haciendo la chola fosfatina, ¡viejales!

Nada de eso, muchachos. ¡Y no os vayáis todavía! Aguantad. Dejad que os cuente, por ejemplo, la primera vez que fui al festival Mad Cool. Vi, entre muchos otros, a Liam Gallagher, que era el cantante de Oasis y un egomaniaco con tanto talento como lunática autocondescendencia. Tras abrirme paso con gesto de rugby-man hasta un diminuto espacio a unos 40 metros del escenario, me clavé detrás de un grupo de 5 periquitas. No se sabían un acorde, las pipiolas. Creedme. ¿Cuándo va a tocar Wonderwall?, se interrogaban a cada nuevo arranque, inasequibles a la emoción. Por si no lo sabíais, Wonderwall era la canción que todos los mojabragas se aprendían recién empezaban a tocar una guitarra en las primeras décadas del siglo XXI. Si había una guitarra en una fiesta, siempre asomaba algún puñetero iluminado a dar la tabarra con el tema. Estábamos atrapados en Wonderwall

¿Y tú la tocabas, abuelo?

*Si no ves correctamente el módulo de suscripción, haz clic aquí

Ehm… bueno… sí, pero… ¡Calla, cojones, que ese no es el tema! El caso es que, cuando sonó la fatigosa melodía, las pájaras sacaron el móvil, buscaron la letra de la canción, se grabaron cantándola sin que se viera la chuleta y se largaron. La música, en realidad, les importaba un cagarro. Esa, nietos míos, era una de las modas más despreciables y reaccionarias del momento. La gente no iba a los festivales a escuchar música. ¡Para nada! Iba por el jolgorio. Como si fuesen a una feria de pueblo para adultos. Hasta ponían norias y maquinitas de juegos y stands con marcas para patrocinar coches, maquillaje o móviles. Un sinfín de cebos para el turboconsumo.

Pero, a ver, yayo, ¿por qué nos sales con ese tono hostil a contarnos batallitas como si te tocara comer tripa de gato cruda? ¿Alguien te obligaba a ir? Eh… ¿Quién coño os mandaba ceder a eso?

El público estaba plagado de gente que acudía ahí sin melomanía alguna. Solo para embriagarse. A ponerse la mandíbula floja

Vale, vale, no os pongáis chulitos. Intentaré explicaros todo de una tacada. Yo me comprometo a diseccionaros el asunto antes de que se me vaya de madre y salga proyectado hasta los recuerdos de mis primeras deposiciones. Pero vosotros me prometéis cerrar el pico. ¿Capiche?

Veamos… ¿Por dónde iba? Ah, ya veo… Pues acudíamos, sangre de mi sangre, porque no nos quedaba otra opción si queríamos ver a nuestros ídolos en directo. Los festivales se habían convertido en auténticos tornados que arrastraban a su núcleo a cualquier banda, y los promotores exhibían a las mejores, a las cabezas de cartel que se decía, como fulanas en una casa de citas del salvaje oeste. Había verdaderas contiendas por conseguir a los grupos más llamativos, que pedían sumas desorbitadas de pasta por un bolo al que no dedicaban ni un par de bis. Pero, ¿cómo iban a hacerlo? ¿Para qué? El público estaba plagado de gente que acudía ahí sin melomanía alguna. Solo para embriagarse. A ponerse la mandíbula floja. Cosa que, lo sabéis bien, respeto mucho, pero que no me parece menester en un sitio al que se debería ir a escuchar a la banda que toca. Por respeto a la música, al agujero negro de tu cartera, y eso. Ya os he contado que no era un vicio precisamente barato.

Todo esto que os cuento, bastardos míos, lo dejó impecablemente bien explicado un tipo llamado Nando Cruz en un libro titulado Macrofestivales. Meteros en el cacharro ese tipo Matrix del sótano y descargároslo en el cerebro. Os cuesta un minutito. Ahora que lo pienso, la cosa ya apuntaba maneras, visto en lo que nos hemos convertido hoy. A nadie se le ocurría bajarse del burro, ¿sabéis? Todo era hipertrofia económica. Daba igual el bienestar del público, el sentimiento de apetencia de los grupos…

Foto: Jóvenes en el festival Share de Barcelona del año pasado. (EFE/Marta Pérez)

Había que crecer, ganar más, ser más, más, más… como vosotros, soeces yonquis de las chucherías. Y, como os decía, la mayoría agachábamos las orejas. Porque si te gustaba la música, eras capaz de sacrificarte por el estado de levitación que alcanzabas ante una interpretación de bandera. Cosa que dada la baja apetencia por abrir salas de música dignas en nuestra patria, era la única opción aparte de viajar al extranjero. Y el horno, chiquitines, no estaba para muchos bollos internacionales, vista la crisis que nos despellejaba a la juventud.

Si recuerdo, poniéndome a buenas con el asunto, un 'festi' que decidió darle un poco la vuelta a la tortilla. Se llamaba Noches del Botánico. En el Real Jardín Botánico Alfonso XIII de Madrid, 4 mil zutanos se daban cita en un amplio espacio para gozar de un solo concierto por noche de una sola banda. Me parecía la forma más digna de festival. Sin aglomeraciones, ni microestados, fagocitando ayuntamientos, que enriquecen a los lugareños solo en la venta de platos precocinados y noches de hotel, abandonando tras de sí una marea de roña pegajosa. Aquella era una buena fórmula. No te sentías tan pringado, ni una bolsa de pasta con patas, ¿entendéis?

Ya… menuda jeta, estaréis pensando… Hablo como si toda la culpa fuese de los gerifaltes de la industria, obligando a punta de baqueta a los espectadores a vivir la música así. Y no, desde luego. Había poderes más ocultos y sistémicos detrás. Como esa mala manía que pillamos casi todos por pasar las canciones si no nos impactaban a los pocos segundos de empezar. Fue una mala apuesta acabar descartando las noches de insomnio, repantigados y ciegos fundiendo álbumes desde la primera hasta la última canción. Pero, ojo, que cuando os digo casi todos, me refiero, de verdad, ¡a casi todos! Incluso jefas del micro, como PJ Harvey, confesaban en sus entrevistas ataques de remordimientos —hacia el verano de 2024, si la memoria no me falla—, precisamente por poner en práctica ese consumo espídico tan despistado.

Foto: 'Naked Attraction', el programa de Max presentado por Marta Flich. (Max)

Dejamos los cd y los vinilos criando polvo en los escaparates como reliquias del pasado, y así nos fue. Incapaces, poco a poco, de concentrarnos en nada más de 3 minutos seguidos.

Cojonudo, yayo, ha sido genial. Muy agradecidos por esta brasa. Ahora, ¿nos vas a decir que tú te dedicabas a tragarte los recitales piadosamente; sobrio, encomendado al hechizo de la música? ¿Qué dejaste de ir a festivales? ¿O qué ya nunca pasaste ninguna canción en Spotify, ni dejaste de escuchar un álbum entero?

Llegado este momento, me he visualizado frente mis nietos con gesto senil, el pañal recién enfangado y una triste mueca de decepción. No, queridos míos, no dejé de hacerlo… Pero hubo un día en que escribí una columna hablando de ello…

A ver, ¿qué narices habéis hecho vosotros?

El verano arranca, y con él, las temperaturas de horno, los lucimientos de pantorrilla, las playas convertidas en guirilandia y los festivales de música. Este último punto, de hecho, reúne a los anteriores. Los viejos amodorramientos estivales de un piso alquilado en Almuñécar, han dado paso a una apretada agenda de compromisos festivaleros. En España, puede uno saltar de la primavera al otoño sin un fin de semana libre de marabuntas levantando el polvo de los descampados reconvertidos, las birras a precio de riñón y el kit Decathlon listo para albergar auténticos abrevaderos de bichos. Algunos ya tan adaptados al invasor humano y su contaminación de botellas de Negrita o Larios, que han adquirido condición mutante.

Trinchera Cultural
El redactor recomienda