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'Operación Pedestal': los cuatro días de una batalla épica en la costa de Malta en 1942
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'Operación Pedestal': los cuatro días de una batalla épica en la costa de Malta en 1942

La decisión de Churchill de salvar la pequeña isla del Mediterráneo fue un punto determinante durante la II Guerra Mundial. Lo cuenta el periodista Max Hastings en un nuevo libro

Foto: El HMS Penelope de la Royal Navy siendo reparado en Malta en 1942 tras ser bombardeado (Getty Images)
El HMS Penelope de la Royal Navy siendo reparado en Malta en 1942 tras ser bombardeado (Getty Images)

El 10 de agosto de 1942 la flota más ingente que la Marina británica había puesto en acción desde Jutlandia en 1916 entró en el Mediterráneo para librar una batalla de cuatro días que se convirtió en una epopeya de coraje, determinación y sacrificio. El objetivo de la operación Pedestal era abrir paso para que catorce buques mercantes alcanzaran la isla de Malta, que estaba sitiada. Junto con los cincuenta y tantos navíos que los protegían, vivieron un calvario que merece ser mucho mejor conocido por la posteridad. No se le ha prestado la debida atención porque Pedestal giraba en torno de un convoy, palabra que suele conjurar una imagen de torpes mercantes escoltados por un puñado de destructores y corbetas. Sin embargo los británicos destinaron a esta acción dos acorazados, cuatro portaaviones, siete cruceros y treinta y dos destructores, además de un centenar de aviones (tanto de la propia Marina como de la Real Fuerza Aérea, la RAF), ocho submarinos, dos dragaminas y una abundancia de embarcaciones menores; prácticamente todos los supervivientes regresaron a casa con el armamento muy desgastado, la munición casi agotada, los hombres, exhaustos hasta el extremo. Podría dedicarse un libro específico a las experiencias de cada uno de los barcos de la compañía en aquellos días de agosto. Gran Bretaña no volvió a poner en acción ninguna fuerza naval semejante, salvo en funciones de bombardeo en apoyo de las invasiones o con la Flota del Pacífico, con la guerra ya moribunda. Por su parte, Alemania e Italia desplegaron contra Pedestal más de seiscientos aviones, veintiún submarinos y cuatro decenas de torpederas: lo mejor de la flota de combate italiana salió al mar.

Entre los quizá veinte mil hombres (no he intentado hacer el recuento exhaustivo) que cruzaron por el estrecho de Gibraltar el 10 de agosto al mando del vicealmirante Neville Syfret, que dirigía como buque insignia el acorazado Nelson, de 34.000 toneladas, había casi un millar de integrantes de las marinas mercantes británica (Merchant Navy) y estadounidense (Mercantile Marine). Quienes aprecian el recuerdo de la gran aportación de estos marineros a la victoria Aliada en la segunda guerra mundial se lamentan, en ocasiones, de que su contribución no se haya agradecido con los laureles que merecía. Aquí he hecho cuanto estaba en mi mano para ser justo con los logros de estos civiles. En su mayoría su rendimiento fue soberbio; la minoría que no estuvo a la altura no actuó peor que el porcentaje similar de sus compatriotas que, en tierra, tuvieron que responder a desafíos y batallas parecidos.

placeholder 'Operación pedestal', de Max Hastings
'Operación pedestal', de Max Hastings

Creo que la Marina Real —universalmente conocida como Royal Navy— fue la rama de las fuerzas armadas británicas que más se distinguió en la segunda guerra mundial, al igual que sucedió, en el caso de Estados Unidos, con su servicio naval, la US Navy. Aunque sufrió muchas pérdidas y reveses, en el conjunto su historial fue asombroso. Sus buques completaron evacuaciones y, más adelante, invasiones; contribuyeron tanto como el Mando de Cazas de la Fuerza Aérea a imposibilitar la operación León Marino, con la que Hitler pretendía desembarcar en Gran Bretaña; impusieron bloqueos al enemigo; mantuvieron abiertas las vías marítimas, primero para sostener la supervivencia nacional y posteriormente para trasladar y dar apoyo a los ejércitos que obtuvieron la victoria. La flota de Pedestal zarpó en el punto intermedio de la lucha global: casi tres años después de iniciarse la guerra, tres antes de que concluyera. Aún faltaban más de tres meses para que Churchill pronunciara su famoso discurso sobre el "principio del fin".

En la historia oficial de la Royal Navy se caracteriza este período como "el punto más alto de la marea creciente del éxito del Eje". El resultado del mayor conflicto de la historia, cuando ni Estados Unidos ni la Unión Soviética habían desplegado aún todo su potencial, todavía estaba en el aire. Los soldados y los aviones de Alemania e Italia controlaban la mayor parte del litoral mediterráneo. Los carros de combate de Rommel se hallaban a las puertas de Egipto. Los japoneses amenazaban la India, Australasia y el continente norteamericano. Las fuerzas del Eje estaban a orillas del Don. El decisivo enfrentamiento de Stalingrado apenas acababa de empezar. Según escribió un oficial de inteligencia británico con respecto al Frente Oriental: "Los alemanes tienen la mayoría de las cosas a su favor ... Su maquinaria bélica es mejor". Buena parte de la innovadora tecnología de la guerra terrestre, naval y aérea que entre 1943 y 1945 tanto contribuyó a cambiar decisivamente el curso de la contienda a favor de los Aliados aún no había entrado en servicio. Por último las fuerzas Aliadas tampoco disponían aún de las cantidades masivas —de soldados, tanques, buques y aviones— que acabarían por generar.

En la historia oficial de la Royal Navy se caracteriza este período como "el punto más alto de la marea creciente del éxito del Eje".

En julio de 1942 la Royal Navy sufrió la derrota más deshonrosa de su guerra: ante una supuesta amenaza de buques capitales alemanes, la escolta abandonó el PQ17, que se dirigía a Múrmansk, después de que el almirante sir Dudley Pound —el Primer Lord del Mar, aquejado de varios problemas de salud— diera la orden de que el convoy se dispersara. Los submarinos alemanes (U-Boote) y su fuerza aérea (Luftwaffe) hundieron veinticuatro de los treinta y seis mercantes, en su mayoría estadounidenses; solo once llegaron a algún puerto ruso. Pound habría merecido que lo despidieran por aquel grave error de juicio; pero esta acción de descrédito público habría asestado tal golpe a la frágil confianza depositada en la dirección bélica que se estimó que era excesiva, en un momento tan bajo de la fortuna de Gran Bretaña.

El conde Galeazzo Ciano, yerno de Mussolini y ministro de Exteriores de Italia, escribió en su diario el 4 de agosto: "[En el teatro del Mediterráneo,] la perspectiva es favorable porque los refuerzos ingleses llegan con más lentitud de la prevista, mientras que los nuestros, en particular los alemanes, están llegando con regularidad. En Rusia las operaciones se desarrollan bien. El Comando Supremo [Mando Supremo de las fuerzas armadas italianas] cree probable que Rusia quede desconectada del campo Aliado, lo que obligará a Gran Bretaña y Estados Unidos a negociar la paz".

Este era el contexto en el que se desarrolló la saga de Pedestal. Aparte del estrecho de Gibraltar, la isla de Malta —situada al sur de Sicilia, a menos de 100 kilómetros de esta isla italiana— era el único bastión que los británicos conservaban en el Mediterráneo central. Había estado sometida a unos bloqueos y bombardeos tan implacables que tanto la población como el destacamento militar estaban medio muertos de hambre. Malta había perdido casi toda su utilidad como base aérea y naval. Algunos oficiales ajenos a todo sentimentalismo defendían rendir la isla al enemigo, que al menos asumiría la carga de dar de comer a sus habitantes. Si los rusos salían adelante, y desde el momento en que Estados Unidos desplegara todo su poderío industrial, la cuestión de quién poseía aquella simple peca del Mediterráneo carecería de importancia.

En 1940 Churchill había abandonado las islas del Canal, Jersey y Guernsey, porque consideraba imposible defenderlas contra los nazis, y nadie se le opuso; desde entonces se había renunciado también a otros puestos avanzados del Imperio, y de mayor importancia estratégica que Malta. Los británicos se vieron obligados a abastecer de armas al Oriente Medio y Extremo mediante viajes mucho más largos, rodeando todo el continente africano con sus barcos. Con Malta o sin ella, en 1942 el Mediterráneo era demasiado peligroso para que lo utilizaran los convoyes que los Aliados enviaban a Egipto: en los tres meses comprendidos entre junio y septiembre, fue preciso destinar 262 mercantes al traslado de cargamentos militares por la ruta casi interminable del Cabo de Buena Esperanza. ¿Qué precio había que pagar por la isla, cuando cualquier operación para dar de comer a los malteses, y abastecer a los defensores de combustible y municiones, requería un esfuerzo y unas pérdidas prodigiosas?

placeholder Una calle de Malta, bombardeada en 1942 (Getty Images)
Una calle de Malta, bombardeada en 1942 (Getty Images)

En la segunda guerra mundial, no obstante —como en todos los conflictos—, también había en juego graves cuestiones morales, más allá de las territoriales y estratégicas. Entre las cualidades principales de Winston Churchill como líder militar de Gran Bretaña destacaba el hecho de que comprendía la importancia de mantener al menos la apariencia de que el empeño bélico no menguaba, aunque fuera con operaciones de poca sustancia. Reduzcamos la lucha global a los elementos esenciales: entre el triunfo de los nazis en Francia, en junio de 1940, y el desembarco de los Aliados en Normandía, cuatro años después, los ejércitos británico y estadounidense apenas lograron victorias de relieve contra los alemanes. La campaña terrestre del Norte de África, como la de Italia, fueron preliminares indispensables para lo que luego acontecería; pero estos hitos de los Aliados occidentales no dejaron de ser algo marginal en comparación con los enfrentamientos titánicos del este de Europa, librados entre las huestes de Hitler y de Stalin.

Para Churchill, 1942 fue casi tan peligroso como 1940 y, desde el punto de vista político, mucho más sombrío. El pueblo británico estaba cansado, en especial de las derrotas repetidas: su belicoso primer ministro no parecía capaz de cosechar ningún triunfo. Las derrotas más recientes habían sido las rendiciones humillantes de Singapur y Tobruk, donde las fuerzas imperiales cayeron ante los contingentes numéricamente inferiores de japoneses y alemanes, respectivamente. En la historia oficial que se redactó durante la posguerra sobre las campañas del Mediterráneo y el Oriente Medio, este período, que culminó en septiembre de 1942, recibe por subtítulo: "La suerte británica, en su punto más bajo". Según le dijo amargamente Churchill a su director de las operaciones militares del ejército, sir John Kennedy: "Si el ejército de Rommel estuviera integrado solo por alemanes [y no, en su mayoría, por italianos], nos darían una paliza".

Los bombardeos estratégicos con los que se asaltó Alemania fueron ensalzados por los entusiastas del poder aéreo, y por el propio Churchill, que apenas podía recurrir a nada más. En 1942, no obstante, la RAF y su homóloga estadounidense, la USAAF, aún estaban acumulando fuerzas y no se hallaban en condiciones de frenar el avance de los alemanes en los campos de batalla. La Marina se esforzaba, no sin muchas dificultades —y sufriendo pérdidas gravísimas—, por mantener abiertas las rutas internacionales de los convoyes. Hitler dominaba con absoluta claridad el continente europeo; su dominio apenas flaqueó en los dos años siguientes. Diversos altos mandos de los Aliados seguían prediciendo la derrota de Rusia. Ernest Bevin, el valeroso ministro de Trabajo de Gran Bretaña, comentó con ferocidad en una sesión de junio del Gabinete de Guerra: "¡Necesitamos una victoria! ¡Lo que la opinión pública británica quiere es una victoria!".

Churchill comprendía la importancia de mantener al menos la apariencia de que el empeño bélico no menguaba, aunque fuera con operaciones de poca sustancia

Ante esta realidad tan deprimente —que desató palabras de enojo tanto en las posiciones más altas como en las bajas—, Churchill y sus jefes militares recibieron la noticia de que, salvo que se lograra abastecer Malta de alimentos, combustible y munición antes de que en el propio país cayeran las hojas del otoño, la rendición era inevitable. La isla se consideraba, desde 1815, como una de las joyas de la corona del imperio Británico: estación intermedia en el camino al Este; campo de polo para varias generaciones de oficiales navales y celda para que sus marinos durmieran la mona; era una fortaleza bañada por el sol, que exhibía el dominio de la flota británica sobre el Mediterráneo. Que el Eje se apoderase de Malta, después de todas las humillaciones ya sufridas, asestaría un golpe devastador al estado de ánimo nacional (independientemente de que su importancia práctica, en cuanto al resultado de la guerra, fuera discutible). Desde el otro lado del Atlántico el presidente estadounidense mostró la lealtad de hacerse eco de la retórica de Churchill y calificó la isla de "una tea brillante entre la oscuridad".

Así pues, en el verano de 1942 se tomó la decisión de hacer todo lo posible por conservar Malta, aunque el coste fuera muy elevado. Se empezó a planificar el envío al Mediterráneo del convoy británico más poderosamente escoltado de toda la segunda guerra mundial. Constaría de un único petrolero —el Ohio, de construcción estadounidense— y trece cargueros rápidos y modernos (dos de ellos, también norteamericanos), que llevarían un cargamento mixto de productos esenciales. Todos los barcos irían provistos de armamento antiaéreo. Se reunió una fuerza especial en fondeaderos escoceses, a la que se unirían luego más buques de guerra, durante el trayecto hacia Gibraltar. Con ello se estaban lanzando los dados para una de las batallas aeronavales más sangrientas de Occidente. Candente aún el desastre del Ártico —el ya mencionado convoy PQ17, del mes anterior—, casi todos los oficiales de la Royal Navy estaban resueltos a borrar este recuerdo vergonzoso. Roger Hill, capitán de un destructor que había formado parte de aquel convoy, dijo: "Después del PQ17 se notó que estábamos más desesperados y resueltos a todo".

Esta es pues la narración que desplegaré en estas páginas. Será la primera obra que destine específicamente a la guerra naval, después de haber escrito muchos libros sobre las hazañas de los ejércitos de Tierra y las fuerzas aéreas de Gran Bretaña y Estados Unidos. Al poner el foco en la saga de Pedestal se puede explorar el ethos bélico de la Royal Navy. Aunque en comparación con el de 1939-1945 todos los conflictos modernos han sido minúsculos en su escala, quizá para esta narración pueda añadir algún valor el hecho de que en 1966 me sumergí en un ejercicio a bordo de un submarino británico de los años de la guerra. He sido espectador de operaciones de portaaviones y he navegado por mares agitados a 40 nudos aferrado a una torpedera de la clase Brave.

placeholder La calle Victoria, en Senglea, Malta, bombardeada en 1942 (Getty Images)
La calle Victoria, en Senglea, Malta, bombardeada en 1942 (Getty Images)

En 1982, como corresponsal, fui testigo del tumulto de la guerra de las islas Falkland (o Malvinas), provisto de casco y protectores antillamas para el rostro y las manos, pues sufríamos ataques aéreos; llevaba la misma clase de protección que los hombres que zarparon hacia Malta cuarenta años antes, lo que me asemejaba a ellos en la apariencia, ya que no en la fortaleza. Que mis lectores perdonen la altanería desvergonzada de un oficial que, antes de que empezara aquel tiroteo en el sur del Atlántico, me confió: "Tendrá usted el privilegio de ser testigo, por última vez en la historia, de cómo la Royal Navy entra en guerra con sus buques al mando de caballeros".

He visto aviones que caían derribados; navíos que ardían, explotaban, se iban a pique; no he podido dormir por el resonar de las cargas que se hacía explotar en la oscuridad de un fondeadero para ahuyentar a los hombres rana del enemigo. Anacrónicamente, en 1982 muchos artilleros navales disparaban cañones automáticos Bofors y ametralladoras Bren, similares a las que sus predecesores habían manejado en Pedestal. He contemplado asombrado el espectáculo de los buques que surcan los mares tormentosos; más asombro me han causado aún sus tripulantes, que actuaban con excelencia y bravura entre la conmoción de la batalla. Los capitanes que lucharon en el Mediterráneo habrían reconocido como hermanos de sangre a los que combatieron en el sur del Atlántico, cuarenta años más tarde.

En cuanto a Malta, la primera vez que tomé tierra en esta isla soleada fue en 1963, poco después de que se independizara de Gran Bretaña; desde entonces he renovado en varias ocasiones nuestro conocimiento feliz. Solo la fatigosa circunstancia del COVID-19 me impidió visitar la isla otra vez, según planeaba, en 2020.

Esta narración ofrece una versión simplemente plausible de una de las acciones navales más relevantes de la segunda guerra mundial

Una nota de cautela: toda historia o biografía que se anuncie como "la definitiva" merece acabar en la papelera, porque estos calificativos nunca se justifican. La presente narración se apoya en gran medida en relatos personales, que a menudo son contradictorios y a veces, demostrablemente falsos. Tanto los historiadores orales modernos como los documentales televisivos suelen tratar con reverencia las historias de los ancianos, hombres o mujeres; pero no es nada raro que la memoria de tales testigos les haga incurrir en falsedades. Cuando un historiador escéptico —como debería serlo cualquier historiador decente— lee los testimonios que los supervivientes de Pedestal refieren a los autores del siglo XXy principios del XXI, tiene la impresión de que algunos hombres embellecían el papel que interpretaron e incluso fabricaron anécdotas. Ha transcurrido tanto tiempo que un escritor solo podrá recurrir a su instinto y experiencia para determinar qué palabras merecen crédito.

Los documentos e informes oficiales sobre Pedestal omiten varios episodios y temas delicados o pasan por encima de ellos. Para un almirante, lamentar que la Marina careciera de portaaviones de calidad, por ejemplo, resultaba mucho más sencillo que criticar el comportamiento de un oficial con nombres y apellidos. Persisten dudas sobre la hora concreta de algunos acontecimientos. Esta narración, por lo tanto, ofrece una versión simplemente plausible de una de las acciones navales más relevantes de la segunda guerra mundial, que los lectores quizá encuentren tan angustiosa y conmovedora como yo. Ni por un momento, sin embargo, cabe considerarla definitiva. Solo los ángeles pueden aspirar a eso.

El 10 de agosto de 1942 la flota más ingente que la Marina británica había puesto en acción desde Jutlandia en 1916 entró en el Mediterráneo para librar una batalla de cuatro días que se convirtió en una epopeya de coraje, determinación y sacrificio. El objetivo de la operación Pedestal era abrir paso para que catorce buques mercantes alcanzaran la isla de Malta, que estaba sitiada. Junto con los cincuenta y tantos navíos que los protegían, vivieron un calvario que merece ser mucho mejor conocido por la posteridad. No se le ha prestado la debida atención porque Pedestal giraba en torno de un convoy, palabra que suele conjurar una imagen de torpes mercantes escoltados por un puñado de destructores y corbetas. Sin embargo los británicos destinaron a esta acción dos acorazados, cuatro portaaviones, siete cruceros y treinta y dos destructores, además de un centenar de aviones (tanto de la propia Marina como de la Real Fuerza Aérea, la RAF), ocho submarinos, dos dragaminas y una abundancia de embarcaciones menores; prácticamente todos los supervivientes regresaron a casa con el armamento muy desgastado, la munición casi agotada, los hombres, exhaustos hasta el extremo. Podría dedicarse un libro específico a las experiencias de cada uno de los barcos de la compañía en aquellos días de agosto. Gran Bretaña no volvió a poner en acción ninguna fuerza naval semejante, salvo en funciones de bombardeo en apoyo de las invasiones o con la Flota del Pacífico, con la guerra ya moribunda. Por su parte, Alemania e Italia desplegaron contra Pedestal más de seiscientos aviones, veintiún submarinos y cuatro decenas de torpederas: lo mejor de la flota de combate italiana salió al mar.

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