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Los "enchufados de segundo grado": una lucha por el poder en las empresas
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Los "enchufados de segundo grado": una lucha por el poder en las empresas

Buena parte de los males de las instituciones occidentales, desde las estructuras empresariales hasta los partidos, proviene de las guerras por el territorio. El nepotismo forma parte de ellas

Foto: Un grupo de trabajadores tomando una cerveza después del trabajo. (Getty/Chris J.Ratcliffe)
Un grupo de trabajadores tomando una cerveza después del trabajo. (Getty/Chris J.Ratcliffe)
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La meritocracia no existe y lo sabemos. A menudo, se subraya que es la excusa que utilizan quienes tienen fortuna familiar para justificar los cargos que ostentan en empresas o sectores social y económicamente reconocidos, pero es algo más complicado que eso. En primera instancia, porque de los tres factores que hacen posible el éxito (contar con recursos económicos holgados, disponer de las relaciones y conexiones adecuadas y estar en el lugar acertado), hoy son necesarios dos de ellos para garantizar una buena trayectoria profesional.

En segundo lugar, en un contexto en el que los puestos de trabajo bien pagados son escasos y en el que el número de empleos que garantizan la estabilidad es decreciente, resulta mucho más difícil hacer valer los méritos: quienes cuentan con los factores mencionados tienden a coparlos. Ocurre en todos los ámbitos, desde las profesiones más prestigiosas hasta el ámbito cultural y universitario.

Y como tercer y muy relevante factor, hay que constatar que realizar bien la tarea no garantiza un recorrido profesional decente. Más a menudo, ocurre al contrario, lo que señala que el concepto meritocracia está cobrando un nuevo significado.

Cuando algún caso de nepobabies se hace público, se pone el acento en el (afortunado) pecador, pero al precio de ignorar lo estructural. No se trata únicamente de que los hijos de los ricos lo tengan mucho más fácil, lo que es consustancial a este tipo de sistema, sino que hay algo que está funcionando mal en las raíces de las instituciones occidentales. Para entender este aspecto, es preciso constatar cómo han evolucionado los valores relacionados con el empleo.

Los méritos que sirven

La idea compartida hace algún tiempo, probablemente hace ya décadas, es que el trabajo debía realizarse bien. Esta era una creencia típica de la clase trabajadora que impregnó a las clases medias en la era fordista, la del crecimiento del Estado de bienestar. La profesionalidad, la minuciosidad y la atención a la tarea eran valores importantes, tanto en lo ético como en lo pragmático. La clave para que te fuera bien en la vida era confeccionar un buen producto o prestar un buen servicio. Tanto los asalariados como los pequeños empresarios tendían a creer que la solidez y la habilidad en la realización de las tareas era una tarjeta para llegar a un mejor futuro. Por supuesto, el discurso y la realidad no siempre coincidían. En empresas jerárquicas, como eran las de la época, lo importante era seguir las normas, no salirse del ámbito de actuación atribuido, obedecer al superior y demás cualidades típicas de una era verticalmente estructurada. En aquel entonces, como ahora, los hijos de las familias con más recursos y conexiones solían tener un lugar asegurado. Sin embargo, y a pesar de todos los reparos, la idea de la profesionalidad y la del esfuerzo como pasaporte a una vida mejor eran comúnmente compartidas.

Esos valores ya no existen, aunque mucha gente sigue creyendo en ellos. El libro de Gary Stevenson, El juego del dinero: un intruso en la cima del mundo, en el que narra su ascenso en la City, contiene una buena descripción de este cambio en las cualidades requeridas para el ascenso en nuestra época. Stevenson, hijo de clase trabajadora, criado en un barrio obrero, cantante fracasado de grime, tenía especial habilidad para las matemáticas. Su capacidad le permitió estudiar en la London School of Economics, gracias a una de esas cuotas para pobres que todavía funcionan en el ámbito anglosajón. El chaval, con su sudadera y su aspecto claramente desubicado, se centró en su primer año en la LSCE en estudiar: creía que si sacaba buenas notas, entendía la materia y era capaz de aplicar correctamente todo ese conocimiento, llegaría lejos. El segundo curso se dio cuenta de su error: era el año en que había que conseguir prácticas en las firmas de prestigio y eso implicaba una tarea de autopromoción y venta en la que estaba en desventaja: su forma de vestir, la calidad de su ropa, su acento, su falta de relaciones que pudieran abrir puertas tendían a excluirle. Sin embargo, él era un chaval de la calle y el resto más bien pánfilos que creían que, por vestir y expresarse como debían y por conocer las reglas del juego social, el resultado siempre les favorecería.

La historia de Stevenson refleja un aspecto esencial del mundo laboral: el trabajo verdadero consiste en relacionarse con la gente adecuada

Stevenson jugó sus bazas, aprendidas con el 'hambre' de la vida en las calles, y le fue bien: logró unas prácticas en la empresa que deseaba y consiguió ser contratado y hacer carrera en el sector financiero. Pero nada de esto tuvo que ver con su conocimiento, sino con su habilidad para captar cómo funcionaba el entorno. Intuía rápidamente a quién debía acercarse y cómo ganárselo, sabía elegir en qué lugares estar y con quiénes, y qué teclas pulsar para ser valorado. En realidad, ni lo aprendido en la universidad ni la realización concreta del trabajo le ayudaron a subir, pero tampoco a hacer su trabajo. El juego del dinero tenía sus reglas, que consistían en operar con ventaja y conocer qué estrategias seguían los demás. Y eso sí sabía cómo funcionaba.

La historia de Stevenson refleja un aspecto esencial en esa evolución de los valores imperantes en el mundo laboral, porque señala cómo la tarea de verdad consiste en relacionarse con la gente adecuada. Y para ello hay que contar con habilidades precisas, que pueden consistir en exhibir cualidades apreciadas, como la simpatía o la lealtad, o en saber disfrazar su naturaleza: "La honestidad y la sinceridad son el secreto de los negocios. Si puedes falsificarlas, conseguirás lo que sea".

El valor de los 'intérpretes'

La vida en las organizaciones contemporáneas (desde las empresas hasta los partidos pasando por los claustros universitarios) están tejidas, como afirma Richard J. Badham, por las guerras por el territorio o turf wars, que son "un juego inevitable que es jugado incluso por las personas de mayor prestigio, y que conlleva la puesta en marcha de los medios de influencia disponibles para fijar una agenda concreta y asegurarse de que será implementada". Estas luchas territoriales forman parte habitual de la vida en la empresa: el director del departamento financiero y el de ventas están enfrentados, cada uno intenta hacer valer su posición, para ello promociona a los suyos y trata de evitar que los del otro adquieran importancia, etc.

Estas guerras por el territorio tienen lugar, además, en un contexto de cambio de mentalidad. El paso de las organizaciones verticales a otras con estructuras más flexibles, producto de la era global, también transformó el discurso sobre lo importante en el trabajo. Ya no era relevante la calidad del mismo, sino el rendimiento. El trabajo bien hecho era aquel que daba beneficios: la valoración no quedaba dibujada por un buen desempeño cualitativo, sino por el resultado. Si conseguía que se ganase más dinero, era un buen profesional; en caso contrario, era uno deficiente.

Sin embargo, tampoco esto es estrictamente cierto en estos escenarios de lucha por el poder: el éxito en la realización de la tarea o en la generación objetiva de beneficio no es demasiado relevante, porque siempre hay alguien que se puede apropiar de él, que lo puede minusvalorar o que puede significar más vivamente a otros competidores con peores resultados. Los números son los números y hablan por sí mismos, pero depende de quién los interprete. Y el 'intérprete' promociona habitualmente no a quien genera un mejor resultado o realiza un mejor trabajo, sino a quien le es más fiel o le es más útil para su agenda privada.

El trabajo bien hecho es aquel que da beneficios: la valoración no queda dibujada por un buen desempeño cualitativo, sino por el resultado

Hijos del nepotismo de segundo grado

Las guerras por el territorio producen continuamente hijos del nepotismo de segundo grado. Recordemos que el nepotismo es la utilización de un cargo para designar a familiares o amigos en determinados empleos o concederles otros tipos de favores, al margen del principio de mérito y capacidad. Cuando la empresa o la institución está recorrida por las turf wars, el enchufismo forma parte de esas peleas por el poder. Ya no tiene que ver con dar empleo a personas de apellidos conocidos, sino con colocar piezas en el tablero de manera que se acabe teniendo más peones que los competidores.

En este contexto, los "traductores" e "intérpretes", quienes tienen interlocución con escalones superiores, que son quienes pueden subrayar o minusvalorar los méritos, los que pueden retorcer las cifras para magnificar los resultados de unos y rebajar los de otros, adquieren un poder significativo respecto de los subordinados. Y, reproduciendo el esquema general, tienden a elegir a su lado a quienes le son más fieles o más útiles, no a quienes más profesionales son o mejores resultados generan.

La lógica amigo/enemigo

Esta estructura, demasiado habitual en las instituciones contemporáneas, termina con la acepción habitual de meritocracia e introduce una nueva. Se tienen en cuenta las capacidades, las habilidades y los méritos, lo que ocurre es que el foco está puesto en otros valores: saber jugar el juego, aprender a quién vincularse, participar en redes de influencia, dedicar más tiempo a venderse que a hacer el trabajo, ser parte activa de los rituales colectivos, y así sucesivamente.

Buena parte de la ineficiencia en las organizaciones está construida por esta perversión de la meritocracia, que genera entornos grises y descreídos, con profesionales desinteresados de cualquier otra cosa que no sean los proyectos personales; y con gestores que suelen tomar malas decisiones porque están más pendientes de las guerras internas que del buen funcionamiento de la institución o de la empresa. Ocurre en los partidos, y hay alguno de los recientes cuyo declive está atravesado por estas dinámicas, en empresas que han sido atravesadas por la ineficiencia a la que conducen estas competiciones con agendas personales de fondo, en departamentos universitarios, en consultoras o en asociaciones. A menudo, las quejas sobre el deterioro de las instituciones se ciñen al efecto perturbador de los políticos. Pero esta falta de talento y de sentido común dentro de las instituciones es mucho más perturbadora, porque reduce todo a la lógica amigo/enemigo descrita por Carl Schmitt. La estupidez funcional es uno de los males occidentales.

La meritocracia no existe y lo sabemos. A menudo, se subraya que es la excusa que utilizan quienes tienen fortuna familiar para justificar los cargos que ostentan en empresas o sectores social y económicamente reconocidos, pero es algo más complicado que eso. En primera instancia, porque de los tres factores que hacen posible el éxito (contar con recursos económicos holgados, disponer de las relaciones y conexiones adecuadas y estar en el lugar acertado), hoy son necesarios dos de ellos para garantizar una buena trayectoria profesional.

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