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La pelea entre clases altas: defended a vuestro país, sois unos privilegiados
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La pelea entre clases altas: defended a vuestro país, sois unos privilegiados

Cuando las crisis sistémicas aparecen, los equilibrios internos se rompen. El entorno político no es ajeno y los grupos sociales con más poder y dinero están enseñando la puerta de salida a los aspirantes

Foto: Valérie Hayer, la candidata del partido de Macron. (EFE/Christophe Petit Tesson)
Valérie Hayer, la candidata del partido de Macron. (EFE/Christophe Petit Tesson)
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Branko Milanovic, un reputado economista que acaba de publicar en España Miradas sobre la desigualdad (ed.) aplaudía días atrás el discurso de un colega progresista, Adam Tooze, en el Foro de Nueva Economía en Berlín. En él, se subrayaba que hacían falta cambios importantes y que, para conseguirlos, hacía falta conformar “un bloque hegemónico” o “una mayoría parlamentaria funcional”. Parece que los economistas están descubriendo la política.

El Foro difundió una declaración final titulada Recuperar a la gente, que se iniciaba con el reconocimiento de la crisis que viven las democracias liberales, en las que ha crecido “una ola de desconfianza popular” que conduce hacia “un mundo de peligrosas políticas populistas que explotan la ira sin abordar los riesgos reales”. En definitiva, un discurso que hemos escuchado mucho últimamente, y que suele encontrarse con el escollo de que, en cada elección, los votantes no terminan de identificarse con él.

Para recuperar al pueblo y ponerlo del lado de la democracia en lugar de empujarlo hacia políticas populistas, lo primero que hay que hacer, asegura el texto, es entender las causas del resentimiento de la gente. Es un diagnóstico poco empático, en la medida en que, en lugar de reconocer un malestar legítimo, se le denigra como mero rencor; un error demasiado habitual.

Una vez identificadas las causas, como “los efectos perniciosos de una globalización mal gestionada y la pérdida de control”, se aventuran a proponer soluciones. Los economistas del Foro apuestan por “diseñar una forma más saludable de globalización que equilibre las ventajas del libre comercio con la necesidad de proteger a los vulnerables y coordinar las políticas climáticas, permitiendo al mismo tiempo el control nacional sobre intereses estratégicos cruciales”. Y se muestran esperanzados, ya que “existe un conjunto de investigaciones innovadoras sobre cómo diseñar nuevas políticas industriales, buenos empleos, una mejor gobernanza global y políticas climáticas modernas para todos”.

Foto: Imagen de archivo de un show de yates en Mónaco. (EFE/Sebastien Nogier)

Joseph Stiglitz, ex economista jefe del Banco Mundial y asesor de Bill Clinton, acaba de publicar un nuevo libro, The road to freedom, que coincide en el marco con los economistas progresistas del Foro. Stiglitz no solo es una de las figuras de referencia del sector, sino que es el director de los economistas del Roosevelt Institute, uno de los think tanks más influyentes del mundo, si no el principal, en ese ámbito.

Identifican las causas de la crisis, analizan bien los años precedentes y terminan proponiendo como salida las mismas ideas que antes

Stiglitz diagnostica con precisión los problemas, como la falta de control de los mercados financieros, que llevó a una profunda crisis, la liberalización del comercio que llevó a la desindustrialización y el poder de las grandes empresas para explotar a los consumidores y los trabajadores y el medio ambiente. Además, subraya que la libertad debe ser reivindicada, y que esta tiene como condición de posibilidad contar con condiciones materiales suficientes. Como muchos economistas, suele ser mucho más preciso cuando se refiere al pasado que cuando analiza el presente o cuando propone elementos de futuro. En buena medida, porque el texto cae en un agujero del que los progresistas no han salido desde hace tiempo. Cuando hay una crisis, identifican correctamente las causas, analizan bien los años precedentes y terminan proponiendo como salida las mismas ideas que promovían antes de la crisis. En este sentido, Stiglitz repite la posición extraña del Foro de Nueva Economía: si la retórica sobre los vulnerables, el cambio climático y la gobernanza de la globalización no ha funcionado durante los últimos años, ¿por qué iba a hacerlo ahora? ¿En qué ayuda esta posición a formar ese bloque de mayorías que pretenden?

Foto: Michael Ignatieff. (Reuters/Bernadett Szabo)

Es probable que las socialdemocracias y las izquierdas no hagan la suficiente reflexión, en parte porque, cuando las cosas van mal electoralmente, creen que con un cambio de líder, la propuesta de nuevas formas de relacionarse con la ciudadanía, en general a través de las vías comunicativas digitales, y el planteamiento de nuevas estructuras para los partidos, todo se arregla, lo que lleva a que no modifiquen sus propuestas.

Pero esto es lo de menos a la hora de entender el momento político que estamos viviendo. Los cambios son más profundos y van mucho más allá de lo que pueda apreciarse en una parte del espectro ideológico. Es la misma concepción de la política lo que está transformándose, así como el papel de sus protagonistas y la visión que se tiene de la gente.

La esperanza en las clases formadas

Los grandes perdedores de los últimos tiempos en la política europea, y las elecciones celebradas el domingo lo ratifican, son los partidos liberales y los verdes, junto con unas nuevas izquierdas limitadas a un papel secundario. Los tres espacios tuvieron protagonismo durante la década pasada, porque son fuerzas políticas que crecieron a partir del desgaste de los partidos tradicionales. Tras el deterioro social e institucional que supuso la crisis de 2008, se abrieron espacios ideológicos nacidos del descontento. Todos ellos, desde Macron hasta los verdes alemanes, pasando por La Francia Insumisa o Podemos, eran el síntoma de un agotamiento de sistema y una esperanza de renovación del mismo. Pertenecían a espectros ideológicos diferentes, pero coincidían en el propósito de renovación institucional y afirmaban traer la esperanza de un cambio.

Eran clases medias y medias altas que percibieron la oportunidad de convertirse en los actores políticos principales de sus países

Compartían también el origen de sus dirigentes: estaban compuestos por clases formadas, titulados universitarios que habían emprendido el camino de la docencia, jóvenes salidos de la administración estatal, expertos en diversas áreas. Eran clases medias y medias altas que percibieron la oportunidad de convertirse en los actores principales de sus países: podían aportar nuevas ideas, bríos renovados y una mirada no oscurecida por la política tradicional.

Su perspectiva, además, era la misma. Eran partidos que apostaban por la renovación del sistema. Los liberales insistían en las reformas y en llevar a cabo políticas públicas que hicieran más eficiente e innovadora la economía de los países; los verdes abogaban por reformas profundas para descarbonizar la economía, de modo que se girase hacia energías limpias y más eficientes que combatieran al cambio climático; los progresistas abogaban por políticas públicas para reducir las distintas desigualdades, entre ellas las de género y las raciales, y para proteger los servicios públicos.

No ocultaban un aire de superioridad frente al resto de la sociedad, tanto respecto de las clases populares como de las clases con dinero

Lo reconocieran o no, la gran mayoría de ellos tenían un poderoso aliento tecnocrático. O, al menos, intentaban teñir la tecnocracia del color de su impulso. Eran personas con formación que podían argumentar sus convicciones con datos, que aportaban soluciones técnicas a los problemas percibidos y que contaban con un saber basado en lo cuantitativo que les permitían promoverse como quienes de verdad podían cambiar la realidad. Eran gente con conocimiento, al menos teórico, en gestión y políticas públicas, y representaban el impulso de lo nuevo frente a lo viejo. Por eso no ocultaban cierto aire de superioridad frente al resto de la sociedad, tanto respecto de las clases populares como de las viejas clases con dinero. Y esa superioridad aparecía más aún cuando mostraban su lado activista, porque las sociedades reacias al cambio se negaban a adaptarse, y ese era un reproche que formulaban de continuo, ya fuese por el lado económico o por el de las costumbres.

El caso español

Ese es el mundo que se está desintegrando. Los partidos que vinieron a reformar el sistema están desapareciendo. Muchos subsisten como nicho electoral, y por tanto pueden ser influyentes cuando sus reducidos votos son necesarios dentro de alianzas de gobierno, pero ya no son opciones de mayorías.

El caso español es significativo. Podemos nació como partido de impugnación, y por tanto carecía de cualquier ribete tecnocrático. Era una fuerza política, y eso les llevaba a menudo a incurrir en errores técnicos a la hora de legislar. Ciudadanos era puramente tecnocrático, pero decidió abandonar esa posición cuando las cosas se complicaron, y optó por convertirse en un ariete que competía más con Vox que con el PP. Unidas Podemos fue el complemento activista de un gobierno dirigido por Nadia Calviño, y cuando nació Sumar, se quiso poner el acento en el desempeño gestor de la ministra de Trabajo como valor fundamental de la nueva formación. Sumar quiso compaginar al aliento eminentemente gestor de Yolanda Díaz en el ministerio de Trabajo con la impronta woke, que le correspondía en tanto izquierda de la época.

España ilustra la tendencia general: las formaciones claramente políticas, incluidas las derechas extremas, han ganado posiciones

Lo esencial aquí, sin embargo, fue el cambio operado en los partidos mayoritarios, que recuperaron un claro dominio en su ámbito ideológico mediante la acción ideológica. El PP actual carece de cualquier aliento tecnocrático, y sus posiciones y sus proclamas giran alrededor de la crítica al Gobierno de Sánchez, a su persona y su entorno, a las concesiones a los independentistas. El PSOE planteó las últimas elecciones autonómicas y municipales exhibiendo la eficacia de sus políticas públicas y los avances que habían logrado, y no le fue bien. Cambió el paso para las generales y priorizó la alerta sobre la llegada de la extrema derecha y le fue bastante mejor. Para las europeas ha prorrogado y ampliado la jugada, y su oferta electoral ha consistido en alertar de la máquina del fango y de la llegada de la fachosfera.

El caso español ilustra la tendencia general, como se ha visto el pasado domingo. Las formaciones claramente políticas, incluidas las derechas populistas y las extremas, han ganado posiciones, mientras que los anclados en las posiciones que priorizaban la tecnocracia las han perdido. La coalición del semáforo y Macron son los mejores ejemplos. Los partidos socialdemócratas como el español o el italiano, que han logrado buenos resultados, han rebajado mucho el peso tecnocrático en sus campañas y han hablado bastante más de extremas derechas que de políticas públicas.

Y es natural, porque los ciudadanos están saturados de los expertos. No confían en ellos. Y no se trata tanto de que las emociones muevan el mundo y ya nadie se fije en lo razonable; esa es una parte del problema. La otra es que las medidas que se han tomado la última década les han servido de poco. A los ciudadanos les cuesta encajar los discursos sobre pobreza energética, pobreza de género, pobreza infantil o cualquier otra parcelación que permite mitigar los efectos mediante una política pública: quieren soluciones que les ayuden de verdad en su vida cotidiana. Quieren soluciones mejores.

Foto: Manifestación en la Universidad de Columbia. (EFE/Ruth E. Hernández Beltrán)

Sin embargo, este elemento es relevante, pero no es el principal. Las clases tecnocráticas están siendo liquidadas por las clases del dinero.

El hartazgo con las clases formadas

Muchas de las críticas sobre la deriva política iliberal son emitidas por clases medias altas formadas que se duelen de un deterioro que afecta a las instituciones y que niega el poder de la palabra de los expertos y de los profesionales. La masa iletrada y retrógrada es investida como la responsable, y por eso triunfos como el de Alvise, por minoritario que sea, recoge tanta atención. Sin embargo, su enemigo principal, quien en realidad está sacando del juego a las clases formadas no es el señoro conspiranoico de una ciudad mediana del interior español, sino las viejas clases altas, que están regresando poderosamente.

En un momento de crisis sistémica, como es el europeo, los equilibrios internos cambian. Entre las distintas brechas, las conformadas por grandes ciudades y comunidades en declive, las culturales y las de las energías fósiles contra las renovables, hay una constante que las atraviesa: la tensión creciente entre las clases medias altas formadas y las medias altas y altas con recursos. Las primeras pretendieron, a través de la creación de nuevos partidos y de su influencia en la gestión de los Estados, convertirse en las clases ideológicas dominantes. A partir de la pandemia, de la inflación y de las guerras, eso ha cambiado por completo. Expresado de manera rápida, es como si hubieran dicho, apartaos, chavales, que es el momento de las cosas serias y ahora les toca a los mayores, a los que saben de verdad. Ha llegado el momento de que paséis a la reserva. Es el momento de la política grande, no de la gestión de la política pequeña.

"Defienden políticas que combaten el privilegio cuando son personas privilegiadas educativa, cultural y económicamente"

Las viejas élites se han cansado de las clases optantes y las están expulsando. Los expertos que han entrado en escena de manera decidida son los jurídicos, los que propugnan por un giro decidido hacia las políticas de defensa, y los que se centran en el abastecimiento energético y en la ortodoxia económica. Desde esta perspectiva es mucho más fácil entender lo que está cambiando en la política europea y en la occidental.

El malestar que existe hacia las clases formadas lo señala David Brooks, autor de Bobos en el paraíso, columnista de New York Times, y escritor habitual en los medios del establishment estadounidense. Se siente muy dolido con ellas porque viven en la contradicción de definirse antiélite y de defender políticas que combaten el privilegio, cuando son “educativa y culturalmente, y a menudo económicamente, privilegiados”. Según Brooks, la sociedad invierte cientos de miles de dólares en estudiantes de élite, les proporciona las plataformas de lanzamiento más prestigiosas que se puedan imaginar y, a menudo, cuando tienen una posición asentada, pretenden “quemar el sistema”. Brooks está especialmente dolido con las universidades de élite estadounidenses y su oposición a la guerra de Gaza, pero no solo con los estudiantes, sino con sus profesores, que no han sabido domar esos impulsos.

El resentimiento del establishment tradicional, el de las clases altas, con las clases formadas está arraigando de manera notable

Lo interesante de las palabras de Brooks es que no son una postura personal, sino que reflejan el giro del establishment estadounidense: esos advenedizos que pretendían una superioridad moral y estética ahora se han convertido en un problema. Lo que tiene que hacer la universidad es producir ingenieros, matemáticos y físicos, y no profesores y catedráticos que quieran cambiar la sociedad, a menudo desde una falta de conciencia de clase pavorosa. Es la hora de defender a vuestro país y no de dedicaros a hablar de los trans y de desfinanciar a la policía. Los juegos ya han durado bastante, ahora toca gobernar en serio.

Foto: Asamblea anual de la Diputación de la Grandeza y Títulos del Reino. (Europa Press/A. Pérez Meca)

No solo pasa en el lado neoliberal, incluso los mismos votantes demócratas, como Brooks, se han sumado a esas tesis. Biden, desde que inició su legislatura, no ha vuelto a recurrir al ala izquierda de su partido, a figuras como Alexandria Ocasio-Cortez, y mucho menos a los Bernie Bros. Fueron un complemento conveniente durante un tiempo, pero ahora son un estorbo.

El resentimiento del establishment tradicional, el de las clases altas, frente a las clases formadas, tiene visos de arraigar. En parte porque la conversación de los tiempos es otra, en la medida en que dos guerras, los cambios geopolíticos, las necesidades energéticas y las dificultades a que somete la inflación a las poblaciones occidentales requieren de nuevas ideas políticas. Pero también porque logra explotar electoralmente el malestar de las clases populares y medias con las formadas y expertas.

El elefante en la habitación

Es en ese escenario en el que los economistas del Foro pretendían establecer un programa que pudiera traer al pueblo de regreso a sus posiciones, porque las últimas elecciones muestran una preferencia por las fuerzas de la derecha, la del establishment o las extremas. Pero es difícil mientras que continúen ancladas en la transición justa, en los impuestos y en la gobernanza de la globalización. Sus ideas son las de las clases formadas, y el aliento que les queda en una época difícil como esta es muy escaso. Por eso los partidos de izquierda y centro izquierda recurren cada vez más a la amenaza de la extrema derecha para ganar apoyo social. Es un discurso que tiene un recorrido acotado.

Foto: Lina Khan. (Kevin Wurm/Reuters)
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En el balance que esta época arroja, el peso de las distintas derechas es mayor que el de los progresistas a nivel internacional, en parte porque han apostado claramente por ideas diferentes. Más allá de que sean buenas o malas, están proponiendo otra cosa, y lo hacen con visiones que relegan a un lugar muy secundario a las políticas públicas. La política ideológica tiene mucho más peso a la hora de ganarse al electorado.

Eso es lo que no han entendido las fuerzas progresistas. En un momento en el que las élites tradicionales les han dicho a las formadas que tomen el camino de la puerta, es necesario mucho más que un conjunto de políticas públicas para dar la batalla ideológica. Será positivo o negativo, pero en este momento estamos. Y con el elefante en la habitación de fondo: ni las viejas clases con poder ni las formadas tienen un proyecto para las clases populares, es decir, para la mayoría de la gente.

Branko Milanovic, un reputado economista que acaba de publicar en España Miradas sobre la desigualdad (ed.) aplaudía días atrás el discurso de un colega progresista, Adam Tooze, en el Foro de Nueva Economía en Berlín. En él, se subrayaba que hacían falta cambios importantes y que, para conseguirlos, hacía falta conformar “un bloque hegemónico” o “una mayoría parlamentaria funcional”. Parece que los economistas están descubriendo la política.

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