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¿Y si usted se despertase y estuviera atado? Las más turbadoras situaciones de esta escritora
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¿Y si usted se despertase y estuviera atado? Las más turbadoras situaciones de esta escritora

La austriaca Ilse Aichinger sigue siendo una perla escondida en la literatura de posguerra en lengua alemana. 'El atado', una recopilación de sus desasosegantes relatos, se publica ahora

Foto: La escritora austriaca Ilse Aichinger. (Münchner Stadtmuseum/Stefan Moses)
La escritora austriaca Ilse Aichinger. (Münchner Stadtmuseum/Stefan Moses)

Un hombre se despierta y ve el cielo. Está tumbado y cuando quiere incorporarse algo se lo impide. Está atado con unas cuerdas “demasiado flojas para alguien que no había de moverse y demasiado firmes para alguien que sí había de moverse”. ¿Qué ha pasado? No lo sabe. Como en muchas de las narraciones de Kafka, la situación se impone y el protagonista ha de lidiar con ella. En adelante, los días del atado, el protagonista, se desarrollarán entre ataduras.

Una persona en la horca, bajo el nudo de la soga, habla con vehemencia, grita. Ahí, al pie de la muerte, tiene cosas muy importantes, e incluso urgentes, que decir a todo aquel que quiera escuchar. “¿Cuántos años de vida os quedan? ¿Cuántos días y cuántas horas? Muchas, muchas... ¿cuántas todavía? Quiero ayudaros”.

El atado y Discurso bajo la horca abren y cierran este libro de la escritora austriaca Ilse Aichinger, publicado por Ediciones del subsuelo, que toma su título del primer relato. Las ataduras, las cuerdas lo enmarcan y simbolizan aquello que viene desde fuera, que es impuesto y que atrapa, inmoviliza e impide el curso habitual o la inercia de los acontecimientos.

La soga del nazismo

La cuerda de Aichinger le llegó de niña, cuando los nazis anexionaron Austria y le ataron las manos a ella, a medio mundo y a la Historia. Ya nada volvería a ser lo mismo. Su hermana gemela salió en un transporte infantil hacia Gran Bretaña. Poco después, algunos familiares y su abuela partían también, pero hacia los campos de concentración: no volvería a verlos. Ella, una niña, hija de una médica judía y de un maestro cristiano —que se separaron cinco años después del doble alumbramiento— quedaba convertida en cabeza de familia en un chasquido de dedos. La realidad tiene su magia; solo que no es necesariamente divertida. No tenía gracia proteger a una madre acosada quizá por denuncias, atemorizada ante cualquier ruido. Ni velar por ella, ni esconderla en una pequeña habitación, ubicada además casi enfrente de la sede de la Gestapo, en la Morzinplatz de Viena. Y tampoco tuvo que ser nada fácil decirle años después que dejaba sus estudios de medicina, que no seguiría sus pasos porque lo que quería era escribir…

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En 1948 apareció su novela La esperanza más grande. Como todas las de aquella época hablaba de lo único, el trauma del nazismo, pero lo hacía como ninguna. Había niños, espacio para la inocencia, los juegos, las canciones y las visiones infantiles. La guerra estaba, pero era el escenario, el fondo sobre el que había que recortarse y sobreponerse. Y luego estaba el título, con esa rara palabra: ¿esperanza? Sí, esperanza. “Decía ella que el tiempo de la guerra fue para ella también ‘el más feliz’. ‘Lo que allí vi fue para mí lo más importante en la vida. El tiempo de la guerra estaba lleno de esperanza... La guerra aclaraba las cosas”, se lee en el prólogo. No lo firma cualquiera, es Adan Kovacsics, el prestigioso y multipremiado traductor –autor también de ensayos– que la conoció y ofrece para El Confidencial algunos apuntes personales sobre la escritora austriaca: “No era en absoluto huraña, es más, era muy habladora, recorrimos todos los cafés del centro de Viena, que era su barrio y que es también para mí un barrio muy querido. Todos los cafés, salvo uno, el Hawelka, que a mí me gustaba mucho y al que ella le tenía manía. En los paseos, me mostró dónde había pasado la guerra con su madre en la Marc-Aurel-Strasse, muy cerca de la sede de la Gestapo, y donde había trabajado en ese período, en una oficina en el Ring, aunque no recuerdo exactamente dónde. Era también crítica con otros escritores, le gustaba hablar de películas y de paisajes, le gustaban los paisajes del Este europeo”.

Aichinger tuvo su momento, en la década de los 50, cuando recibió algunos premios y alcanzó notoriedad, pero no parecía muy interesada en esas lides. Tampoco fue una autora muy prolífica. Tras la novela mencionada y los relatos del El atado se replegó, dejó de escribir y “de hecho, su deseo confeso era desaparecer”, apunta Kovacsics. En sus últimos años volvió a la escritura dosificada en piezas que publicaban periódicos vieneses. Su vocación de desaparición tardó no obstante en consumarse y murió en 2016, a los 95 años.

placeholder Portada de 'El atado', el libro de relatos de la escritora austriaca Ilse Aichinger.
Portada de 'El atado', el libro de relatos de la escritora austriaca Ilse Aichinger.

A veces lo que se impugna es el lenguaje. La mujer más bella del planeta no quiere que la llamen miss Tierra, lo cuál sería preciso. Quiere ser miss Universo, que es más enjundioso. Pero tendrá que ganarse el título e ir a comprobarlo. Cuando la expedición de verificación se encuentra en la luna aparece allí un ser bellísimo, una Ofelia lunar…

Otras veces se impugna el espacio, como en Allí donde vivo, la historia de alguien cuyo piso va cambiando de planta. Un descenso inquietante que los vecinos no perciben, una bajada a los infiernos de una normalidad que ha dejado de ser normal. Cuando en los últimos compases de la narración la protagonista valora la posibilidad de hablar con el conserje y recrea diálogos imaginarios, se lee: “No podría decirle que no estoy acostumbrada, puesto que hasta hacía poco vivía en la cuarta planta. En tal caso, debería haberme quejado ya en la tercera. Ahora es demasiado tarde”. Las palabras evocan el famoso poema –de disputada autoría entre Bertold Brecht y el pastor luterano alemán Martin Niemöller– que comienza: “Primero se llevaron a…” para acabar denunciando y alertando sobre los peligros de la pasividad cuando esta pasa a llamarse connivencia.

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Historia en espejo impugna la cronología, el mismísimo acontecer lógico de los tiempos. Como un Benjamin Button existencial, este relato marcha atrás da fe de las ataduras del pasado: es mentira aquello que oímos o que incluso decimos… Eso de: “Si volviera a…, haría todo lo contrario”. No. Haríamos exactamente lo mismo. De manera inexorable, la protagonista recorre punto por punto su vida, las situaciones que la han llevado al ataúd, los seres que ha conocido y las decisiones que ha tomado, solo que con la pesada boina de la consciencia que Aichinger hace expresa. “El día de tu nacimiento. Vienes al mundo y abres los ojos y vuelves a cerrarlos por la intensidad de la luz. La luz te calienta los miembros, te agitas bajo el sol, estás aquí, vives. Tu padre se inclina sobre ti. –Esto se acaba –dicen a tu espalda– ¡ha muerto!”.

La circularidad de la vida y la muerte, de los finales y los comienzos es un tema capital en la obra de esta autora. Pero no lo es en el sentido de cíclico o continuación: hablamos de sentido.

Palabras para una vida (antes del fin)

¿Cambiarían nuestras palabras, nuestras acciones y nuestras decisiones si viviéramos a la sombra de la horca? Sí. La protagonista del último relato de El atado lo recuerda con vehemencia desde su situación. Es una situación de privilegio. Aichinger lo explica muy bien. “Venid aquí conmigo para que vuestras mejillas ardan más rojas y no esperéis a que el sol, ahogado por el sudor, se deslice a todos vuestros rincones. Aquí arriba llega antes. Aquí su risa es sincera y su ardor fresco aún, aquí juega con el viento antes de asfixiarlo, aquí es su hermano todavía, y yo os digo: aquí sopla aún el sol, aquí luce el viento. Y aunque sea el último día, es la primera hora”. Es la primera hora para empezar a vivir como si fuera el último día. No es un juego de palabras. Quien lanza la arenga ataca, acusa, quiere sacudir y espolear. ¿Qué sentido tiene vivir como si siempre hubiera un mañana? “¿Dónde estaríais si no tuvierais un final? ¿Dónde? En ninguna parte, porque es vuestro propio final el que os ha creado, lo mismo que a mí la soga en torno a mi cuello… ¡Espera, hermano, espera por favor! Déjame terminar, déjame ensalzar el final en esta alba clara. Déjame amarte, hermano con cara de miedo, el miedo es el que convierte tu sonrisa en respetuosa, la luz previa a toda despedida, porque antes de que existieras ya estaba tu final, hermano”. Aichinger recrea aquí una idea de alto voltaje filosófico presenta ya en Sófocles y en Sócrates: la muerte es creadora, da sentido, culmina y corona una buena vida, que solo puede ser contada e interpretada hacia detrás; exactamente como ocurre en Historia en espejo.

Foto: Presentación de 'La Transparencia y nosotros que la quisimos tanto'.

Pero seguíamos bajo la horca, un relato al que la profundidad del discurso y la belleza del lenguaje de Aichinger convierte en un dispensador de aforismo: “[…] eres porque pasas, porque has sido, por eso serás, y como el final nunca tiene un final, tú tampoco lo tienes” o “¡Cuán inútil serías si no fuera inútil todo cuanto haces!”.

Por qué esta autora sigue siendo no muy conocida ni reconocida en España sigue siendo un misterio. Tiene a su favor el interés que despierta la época y la literatura de su tiempo; el atractivo que despiertan otros compañeros de generación, el Grupo 47 por ejemplo, a quienes frecuentó en su momento... ¿A qué puede deberse? “La pregunta me la hago yo mismo –quién se la hace es Adan Kovacsics–. Es siempre un misterio, el reconocimiento, el no reconocimiento... Supongo que se debe a esa escritura discreta, contenida, de Aichinger, así como al hecho de que fuera buscando siempre un camino hacia la desaparición. Una novela, un poemario, unos pocos libros de relatos, unos textos heterodoxos. Y con todo, levantó una obra enorme, de una gran coherencia”.

Levantar, levantarse, es una magnífica palabra con la que concluir un texto sobre Ilse Aichinger. El atado, el protagonista del relato al que da nombre —con el que comenzaba tanto el libro como este artículo— se levanta pese a sus ataduras. Se hace uno con ellas que le han despojado de una identidad, pero le han regalado otra que no sabía que tenía. Así en las dificultades, así en fricción con y contra la vida es donde se manifiesta lo que somos y lo que somos capaces de hacer. Únicamente en el combate decisivo del atado contra el lobo “supo a ciencia cierta que volar sólo era posible con una forma determinada de atadura”.

Un hombre se despierta y ve el cielo. Está tumbado y cuando quiere incorporarse algo se lo impide. Está atado con unas cuerdas “demasiado flojas para alguien que no había de moverse y demasiado firmes para alguien que sí había de moverse”. ¿Qué ha pasado? No lo sabe. Como en muchas de las narraciones de Kafka, la situación se impone y el protagonista ha de lidiar con ella. En adelante, los días del atado, el protagonista, se desarrollarán entre ataduras.

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