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Las clases sociales del parque de atracciones de Madrid: si eres pobre, a chupar cola
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Paula Corroto

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Las clases sociales del parque de atracciones de Madrid: si eres pobre, a chupar cola

En la fila de los que teníamos que esperar abundaban los hijos de inmigrantes. En la del 'speedy pass' no había ni uno. Una metáfora triste de la vida

Foto: La entrada al parque de atracciones de Madrid (EFE/Victor Lerena)
La entrada al parque de atracciones de Madrid (EFE/Victor Lerena)
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El otro día estuve en el parque de atracciones de Madrid con un grupo de niños entre los 7 y 17 años. Muchos de ellos no habían ido nunca y desde primera hora de la mañana sus caras reflejaban esa excitación de cuando te va a pasar algo bueno. Yo misma estaba entusiasmada: el parque de atracciones es como una magdalena proustiana si has crecido en Madrid. Los recuerdos de la infancia, de la adolescencia. La primera vez en el top spin, las mil veces en los siete picos, la maravilla del barco pirata, el barco blanco con su rueda gigante al final, donde vi cómo a una mujer (entonces mucho mayor que yo) se le caía el bolso y se desparramaban las llaves, el monedero, el maquillaje… O la vez que nos morimos de miedo en el viejo caserón: no se me olvida el día que nos quedamos parados en medio del pasillo y tuvo que salir un tipo que no estaba disfrazado a decirnos que avanzáramos que allí no iba a salir ningún monstruito (luego sí es verdad que salió un Freddy Krüger y mucha gracia no nos hizo). En fin, mucho antes que la Warner y sus diabólicas montañas rusas, estaba nuestro querido, pequeño y viejito (55 años le contemplan ya) parque de atracciones.

Y allí estaba yo con esas criaturas que iban a disfrutarlo por primera vez contándoles mis batallitas en el parque. Y como me fui con los mayores, estos salieron disparados a esas nuevas atracciones como el Abismo o el Tornado donde te pones del revés, te dan cincuenta volteretas y subes y bajas y si tienes 17 años ni te despeinas. No es mi caso, así que me quedé a esperarles en la cola con sus mochilas. Y esperamos. Claro que esperamos. Más de una hora y media.

La cuestión es que no había demasiada gente, pero enseguida entreví que justo al lado de la fila donde estábamos los que habíamos comprado nuestra entrada normal al parque —23,90 euros por persona para grupos de más de 20 personas— había otra fila que siempre tenía un grupito de gente. Era la fila de los que habían comprado el speedy pass —39 euros por persona—, que te evita esperar las colas. Llegas y prácticamente subes, lo que va ralentizando la fila de los que han pagado la entrada normal. Es decir, si pagas, te cuelas, si no, a chupar la cola. Me pareció una metáfora muy triste de la vida.

Aluciné. No recordaba que cuando yo era adolescente existiera ese tipo de entrada. Sí había un bono para todas las atracciones y tickets por atracción, pero la cola era la misma para todos, pagaras lo que pagaras. Ahí en la fila no había desigualdades. Éramos todos lo mismo. El corte ya se había producido antes, entre los que no podían pagarse una entrada para disfrutar del parque y los que sí. Yo ahí he sido una privilegiada: siempre he tenido la suerte de haber podido entrar.

Con el 'speedy pass' llegas y prácticamente subes, lo que va ralentizando la fila de los que han pagado la entrada normal

Pero precisamente iba con niños de una ONG que no tienen muchos recursos en su día a día y para los que aquel sábado era una grandísima oportunidad. Y se encontraron con que dentro del parque esta vez también eran ciudadanos de segunda que iban a disfrutar de muchas menos atracciones que los que pagaban más. Curiosamente, pero no sorprendentemente, en la fila de los que teníamos que esperar abundaban los hijos de inmigrantes. En la del speedy pass no había ni uno.

A mí me causó estupor encontrarme con esta nueva creación de clases sociales en el parque de atracciones de Madrid —una empresa gestionada por la firma española Parques Reunidos, que tiene más de 50 parques en todo el mundo y que a su vez pertenece al fondo de inversión sueco EQT, que también posee Idealista, por ejemplo—, pero no era la primera vez que me topaba con este tipo de desigualdad en un evento de ocio. De hecho, no debería haberme generado ni medio asombro.

La aparición del "premium"

Un lugar habitual donde últimamente y cada vez más hay ciudadanos de segunda, cuarta, quinta o veinticinco son los conciertos. Se podrá decir: siempre ha habido diferentes precios, según la localización, y es cierto. Estaba el gallinero, siempre más barato, y otros sitios más privilegiados donde se pagaba más. Ok. Pero lo que ha llegado ahora es el… premium. Que premia (juego fácil) no al que más le gusta sino al que más dinero tiene. La entrada premium, que cuesta hasta tres o cuatro veces más, suele estar muy cerca del escenario y facilita un contacto mucho mayor con los músicos. El problema —que ya han detectado algunos grupos— es que no siempre al que tienen más cerca es al que más vibra, sino el que más fotos hace.

El premium y el precio dinámico —el precio cambia según la demanda en el momento de la compra— están expulsando al fan y premiando la billetera. Ahora, ¿tiene visos de que vaya a cambiar? No mucho. Los datos que dio la empresa de venta de entradas Ticketmaster en 2023 invitan poco al optimismo: el año pasado vendieron un 48% más de entradas que en 2022 y eso que el gasto medio por entrada subió de 58 euros en 2022 a 80 euros en 2023.

No todo el mundo es igual en una sala de Kinépolis. Y si algo hacía magnífico siempre una sala de cine es que todos éramos iguales

Más lugares con entradas premium: los cines como Kinépolis donde puedes comprar tu ticket normal (11,90), normal VIP (13,90) y premium reclinable (13,90). Así, cuando comience esa misma película que todo el mundo va a ver en esa sala… habrá algo diferente: no todo el mundo es igual en esa sala. Y si algo hacía magnífico siempre una sala de cine es que todos éramos iguales.

El último descubrimiento del asiento premium, antes de la bofetada del parque de atracciones, ocurrió en un avión. Sí, ya sé, siempre ha existido la clase business porque, también lo sé, siempre ha habido clases. Y donde antes había dos... ahora hay tres (otra metáfora triste de la vida). Algunas compañías han incluido una tercera en la que sin pagar el dineral de la business… ya no eres "la chusma" del resto. Es decir, por un poco más —que puede ser bastante para otras personas— tienes un asiento más grande, algo más de atención y te puedes creer un poco más que eres el rey del mambo, aunque sea un espejismo del quiero y no puedo. Eso sí, también sé que funciona.

Porque, en realidad, nos encanta distinguirnos y ser diferentes. La publicidad lleva décadas manipulándonos con eso y casi todos hemos caído alguna vez ahí. A mí, no obstante, aquel día en el parque de atracciones me creó pesar. Miraba las caras de aquellos chavales esperando más de una hora mientras a su lado otros chicos de su edad pasaban sin esperar ni diez minutos y solo podía decirles: pues sí, ya lo sabéis, ese speedy pass —y todos los speedy pass del planeta— tampoco han venido a hacer de este mundo algo más justo. Y os vais a encontrar más de un speedy pass en esta vida.

El otro día estuve en el parque de atracciones de Madrid con un grupo de niños entre los 7 y 17 años. Muchos de ellos no habían ido nunca y desde primera hora de la mañana sus caras reflejaban esa excitación de cuando te va a pasar algo bueno. Yo misma estaba entusiasmada: el parque de atracciones es como una magdalena proustiana si has crecido en Madrid. Los recuerdos de la infancia, de la adolescencia. La primera vez en el top spin, las mil veces en los siete picos, la maravilla del barco pirata, el barco blanco con su rueda gigante al final, donde vi cómo a una mujer (entonces mucho mayor que yo) se le caía el bolso y se desparramaban las llaves, el monedero, el maquillaje… O la vez que nos morimos de miedo en el viejo caserón: no se me olvida el día que nos quedamos parados en medio del pasillo y tuvo que salir un tipo que no estaba disfrazado a decirnos que avanzáramos que allí no iba a salir ningún monstruito (luego sí es verdad que salió un Freddy Krüger y mucha gracia no nos hizo). En fin, mucho antes que la Warner y sus diabólicas montañas rusas, estaba nuestro querido, pequeño y viejito (55 años le contemplan ya) parque de atracciones.

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