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No es país para locos
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Galo Abrain

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No es país para locos

La enfermedad mental vive en un discurso de poliéster. Viste bien, pero le falta autenticidad. No necesita mítines, sino hechos. Y los que la queremos, una hoja de ruta para poder ayudarla

Foto: Una mujer de 90 años se asoma a la ventana de su casa, donde vive sola, durante la pandemia. (EFE/Javier Etxezarreta)
Una mujer de 90 años se asoma a la ventana de su casa, donde vive sola, durante la pandemia. (EFE/Javier Etxezarreta)
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Bregar con la chifladura no es tarea fácil. Lo saben quienes la padecen tanto como los que reciben indirectamente sus zarpazos. Personalmente, he vivido en carnes el éxtasis descontrolado del delirio. Pero siempre he sabido, mejor o peor, con mayor o menor autoaversión, encauzarme. Volver al redil de la coherencia. Por eso me angustia sobremanera, quizás por haber hecho malabarismos cerca del precipicio, estar cara a cara con quien sospecha de la realidad común.

No diré nombres por cuestiones de cariño y protocolo. Uno aprende, a base de talegazos, a reprimir su bocachanclismo. Basta decir que 'Ella' es una persona importante en mi vida. Ha capitalizado grandes momentos de felicidad y diluido otros tantos de agonía. He visto, a cuenta de esto, sus ojos fregoteados por la locura más veces de las que me gustaría. Que básicamente son todas. Lo sabrán quienes han sido picoteados por esas miradas lechosas, perdidas, casi paralíticas, precipitándose a trompicones hacía segundos planos. No es plato de buen gusto. Menos aún si hay amor de por medio. El amor te hace sentir responsable. Por consiguiente, indefenso. Da igual cuánto te esfuerces. No puedes sacar su cordura de la entropía. Y eso, inevitablemente, te machaca.

Últimamente, Ella anda bastante mejor. Si la hubiesen visto en sus momentos más brutales, se les pondría el corazón en un puño tan macizo como se me pone a mí al recordarlos. Síndrome de Diógenes y brotes psicóticos agudos aparte, su desconexión con el mundo de todos —porque ahora verán que mundos, lo que se dice, puede haber varios— viene de la mano de la inventiva. Suelta unas fantasmadas a la par monumentales y fantásticas. Con lengua desatada, cuenta que fue pareja de Antonio Flores, bailarina de Julio Iglesias, corista de Roció Jurado, amante de un Ángel del Infierno o que los últimos outfits de Maluma son un hurto a viejas confecciones suyas de los ochenta.

Por si fuera poco, justifica sus fábulas con videos de YouTube donde se reconoce claramente, aunque en el momento de su grabación ella fuese poco menos que un moco adolescente, y su supuesto reflejo sea el de una mujer madura. Decir que cultiva la mentira sería un patinazo. Ella no miente. Otra cosa es que la realidad no le dé la razón.

Foto: Una vivienda incendiada por culpa de un síndrome de Diógenes. (EFE/RML)

Son desvaríos bastante inocentes. Nada grave, salvo por la impotencia que siente uno al oírlos. Te preguntas, ¿debería despertarla de su fantasía? ¿Agitarla hasta escuchar el clic de sus ideas amueblarse? ¿O es mejor dejarlo correr? ¿Permitir al naufragio seguir su curso? ¿Esquivar el choque?

Los psiquiatras consultados nos han dicho (uso el plural, ya que esto pasa por más gente), que mientras solo sean esta clase de desbarajustes hagamos la vista gorda. En tanto sus crisis no le dejen el pulso más loco que un contador Geiger, pelillos a la mar. Estamos de acuerdo en que escuchar sus desvaríos no es como para mear interminables lágrimas por los ojos. Pero, ya les digo, no facilitan su vida. Ni la de los que la rodean. Para nada…

Foto: “Nos hace seres superiores": la reflexión de la psiquiatra Marian Rojas sobre el miedo. (EFE / Mauricio Dueñas Castañeda)

En este clima pospandemia, se siente todavía cierta atmósfera de inseguridad. Sutil, tal vez, pero respirable. Y cuando alguien no encuentra la voz adecuada para comunicar, el caramelo de la paciencia se desvanece con rapidez. Ella ha sufrido la mohína experiencia de la burla en no pocas ocasiones. Algunas, con la espantosa consecuencia de la intervención policial, ulterior a gritos de "puta loca", "loca del coño" o "zumbada". Para llenársele tanto la boca al personal con la salud mental, no conozco muchos casos de afecto y temple frente a Ella.

El miedo y la desconfianza reinan por lo general en estos lares de la locura. Y no solo para quienes los habitan. También para aquellos que, sea por familia, amistad o coincidencia, reciben sus balas perdidas. A decir verdad, tenemos una hoja de ruta igual de agujereada para manejar la enfermedad mental que una adicción al fentanilo. Y así es cómo dejamos brotar una auténtica epidemia de recelo y abandono.

Ahora, el eslogan biempensante brota como una ETS. Los discursos de políticos y famosos se colman de la ventajosa retórica de la preocupación exhibida, sin llegar nunca a una acción que logre meter el dedo en la llaga. Veo muchas campañas contra distintos males. Algunas responsables y necesarias. Otras, bobaliconas y oportunistas hasta la grosería. Pero me cuesta rememorar alguna destinada a barrer la fobia a las enfermedades mentales graves. Como si la psicosis se contagiase. Como si el estigma estuviese justificado, y lo más sensato al cruzarse con alguien que ha salido disparado lejos de la racionalidad, cayendo en el desamparo, fuera seguir ruta esquivando la tirantez.

El miedo y la desconfianza reinan por lo general en estos lares de la locura. Y no solo para quienes los habitan

Ella ha tenido que ser internada varias veces. Ninguna ha sido coser y cantar. Al batiburrillo burocrático se ha sumado siempre una perpleja laguna respecto a la capacidad de ayudarla sin su voluntad. Han hecho falta pifostios de mil demonios para que, una vez presentes las fuerzas del orden, se pudiese actuar. Lo cual, dicho sea, ha azuzado tirrias personales contra quienes le han tendido, no una mano, sino el brazo entero, con la esperanza de sacarla del fango. Un lodo compuesto por una autodestrucción fronteriza, demoníaca e incluso peligrosa, aunque solo fuese para ella.

Me cuentan amistades fraternas que, incluso superados los trámites intermedios, los centros psiquiátricos, supuestos remansos de curación, andan lejos de sus rehabilitadoras promesas. De primera mano, me han hablado de lugares con un popurrí de trastornos, sin ningún orden ni concierto, encerrados sus jinetes en un mismo espacio con terapeutas que no dan abasto. Me han descrito instalaciones donde se empastilla a las bravas a los desnortados inquilinos, conscientes quienes rentabilizan esos campamentos de majaretas de su efímera eficacia. Poniendo fardonas tiritas con mejor prensa que efectividad. Como si le echaran mercromina a un tumor cutáneo. Todo ello, nacido de una precariedad endémica en las instituciones, que cuando son públicas tienen que ahorrar hasta en papel de váter, y cuando son privadas actúan con mentalidad empresarial. Recortando donde haga falta. Porque tratar la enfermedad mental es un negocio igual que otros.

No puedes enfadarte con la muerte, igual que no puedes enfadarte con la locura. Querer curar cualquiera de las dos es reñir con lo imposible. Solo los borrosos negocios de lo divino son capaces de proponer soluciones, y más vale no dejarse engatusar por sus torpes promesas.

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Ella no puede bajarse del descarrilado tren de su mente, salvo con la solución más salvaje. La que tanto nos cuesta mencionar, aunque represente la principal causa de muerte no natural en nuestro país. Y, la verdad, tampoco necesita hacerlo de otra forma. Ella necesita una sociedad que esté realmente informada para entenderla y no en eterna fase de montaje. Necesita que no se la mire como a una chalada ignominiosa, ni se la infantilice condescendientemente. Ella necesita saber, porque así lo ha oído de boca de quienes la tratan día a día, que no es culpable de su desquicia. Ni esta una mácula que enterrar bajo inmensas paladas de negación y vergüenza.

Y los que la queremos, necesitamos saber qué es lo mejor para Ella. Antes de que no haya nada que querer, salvo un recuerdo hecho añicos.

Bregar con la chifladura no es tarea fácil. Lo saben quienes la padecen tanto como los que reciben indirectamente sus zarpazos. Personalmente, he vivido en carnes el éxtasis descontrolado del delirio. Pero siempre he sabido, mejor o peor, con mayor o menor autoaversión, encauzarme. Volver al redil de la coherencia. Por eso me angustia sobremanera, quizás por haber hecho malabarismos cerca del precipicio, estar cara a cara con quien sospecha de la realidad común.

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