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Ojalá vuelvan a cobrarte por cada mensaje que envías (y podamos descansar un poco)
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Héctor G. Barnés

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Ojalá vuelvan a cobrarte por cada mensaje que envías (y podamos descansar un poco)

Nos quejamos mucho de la distracción que suponen los móviles, pero no entendemos que nosotros somos fuente de distracción. Piénsalo antes de enviar ese mensaje

Foto: Un hombre enseña los mensajes de su móvil. (Reuters/Aziz Karimov)
Un hombre enseña los mensajes de su móvil. (Reuters/Aziz Karimov)
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No ha sido hasta la semana pasada, cuando me cogí un puñado de días libres, que me di cuenta de la magnitud del problema. Nadie, ni siquiera las vacaciones, puede detener el flujo infinito de mensajes que recibimos en el teléfono y que esperan una respuesta más o menos rápida. Menos aún en junio, cuando nadie sospecha que estás de vacaciones. En realidad, nadie se pregunta si lo estás o no: simplemente, damos por hecho que si estamos veraneando, el resto también está veraneando, y que si estamos trabajando, el resto también está trabajando. El mundo es tal y como lo experimentamos cada cual en cada momento.

Me pasé gran parte de esos días de vacaciones respondiendo todo tipo de mensajes, del cotilleo bienintencionado, laboral o sentimental ("bueno, bueno, bueno, no sabes lo que ha pasado") al laboral ("¿te ha llegado esa nota de prensa?") o la simple autopromoción ("mira esto que he hecho y si te gusta, compártelo"). No es que no quisiera recibirlos, de manera individual y aislada, pero sí me habría gustado no tener que gestionar un flujo constante de mensajes mientras estaba con la cabeza (e incluso el cuerpo) en otra parte.

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Por supuesto, toda esta buena gente no tenía manera de saber que yo estaba de vacaciones. Lo que sí me quedó claro, repasando los mensajes, es que hay un alto número de interacciones diarias que todos forzamos y que son prescindibles o simplemente añaden ruido a nuestra vida. Hablamos sin parar de cómo las redes sociales han acabado con nuestra concentración, pero pasamos por alto que nosotros mismos y nuestra necesidad de casito continuo nos convierten en una fuente de distracción para los demás. ¿De verdad necesitas enviar ese mensaje?

Hay muchos tipos de conversación, claro: la profesional (por la que entran desde los mensajes de hay-que-hacer-esto-ya hasta las simples divagaciones que no van a ninguna parte), la personal (desde el "¿qué tal está tu madre?" hasta las cataratas de memes), la que tiene un objetivo muy concreto ("compra pan") o esa peculiar forma de cortejo moderno que es forzar interacciones para mantener abierto el canal de comunicación. Pero muchos, y yo soy el primero que lo ha hecho, simplemente abrimos una conversación para sacudirnos de encima el aburrimiento y recibir un pequeño chute de dopamina cuando se nos ha acabado el resto de fuentes de entretenimiento.

Estamos acostumbrados a los estímulos constantes y buscamos otros cuando estos paran

El nivel siguiente al doomscrolling, ese deslizar la pantalla sin fin hasta que llegamos al final de Instagram, o de Twitter, o del internet entero, es abrir WhatsApp y ponerse a escribir a diestro y siniestro a personas que, tal vez, no estén tan aburridas como tú. Suelo curiosear cómo utiliza el móvil la gente durante mis viajes en metro (perdón) y me sorprende lo frecuente que es que alguien se meta en WhatsApp, busque una conversación antigua, escriba "¿qué tal?", vuelva a la pantalla de inicio, se meta en otra conversación, vuelva a escribir "¿qué tal?", y así unas cuantas veces. La conversación casual como una forma de entretenimiento. Pero tampoco es nada nuevo: hay mucha gente mayor acostumbrada a pasar las tardes colgada del teléfono porque no tiene nada mejor que hacer.

Estamos tan acostumbrados a recibir estímulos constantes que sentimos un gran vacío cuando estos paran, así que buscamos nuestra dosis sin tener en cuenta la situación de nuestro interlocutor. Si le pilla bien o no, si está trabajando o no, si le puede suponer una carga mental. Porque podría aducirse que la mensajería instantánea no te obliga a contestar al momento, pero muchos mensajes que exigen una respuesta se acumulan en el fondo de tu cabeza y yo, al menos, no me quedo tranquilo hasta que los contesto. Somos granos de arena que terminan conformando una montaña de interacciones, que suelen provocar ese indeseable "qué seco estás hoy". Solo en vacaciones, cuando no pasaba las mañanas delante del ordenador contestando mensajes, me di cuenta de que dos horas sin mirar el móvil equivalen a un montón de conversaciones sin responder.

Todo esto viene porque no nos supone ningún coste enviar ese mensaje y a cambio podemos recibir una gratificación instantánea. No solo ningún coste económico, como ocurría con los SMS hace años, que nos obligaba a pensarlo dos veces antes de enviarlos, sino también psicológico. Tú lo mandas y ya se verá, como muestra toda esa gente que te escribe, le respondes al instante… y no se vuelve a saber de ellos hasta que te vuelven a necesitar, quizá porque han encontrado otro interlocutor más interesante que tú. Así que, a lo mejor, con cobrar diez céntimos ya no teníamos tan lleno el móvil de "hola, qué haces" que no van a ninguna parte.

El ejemplo más claro son los grupos que terminan convirtiéndose en una colección de enlaces o memes a los que nadie responde. Alguien ve algo interesante o, mejor dicho, que considera interesante, y lo comparte sin ningún contexto, no vaya a ser que se le desgasten los dedos. No sé cuántas veces he tenido que pararme a observar uno de esos enlaces ambiguos y preguntarme "¿pero este tío qué quiere que le diga? ¿Está escandalizado, le parece bien, le parece mal, que si tengo o que si quiero? ¿Qué se supone que espera que responda?" A menudo, cuando quieres incorporarte a la conversación, ya ha derivado en otro tema. Luego hay quien te dice "¡pero hombre, si lo conté en el grupo!". Sí, claro, enterrado entre miles de stickers.

Envidio la vida de mis padres (sin WhatsApp)

Nos quejamos mucho de que no tenemos tiempo de nada, pero ¿cuánto malgastamos en conversaciones que no llevan a ningún sitio o en interacciones banales? ¿Con cuánta frecuencia olvidamos que las circunstancias del emisor no son necesariamente las mismas que las del receptor? Yo mismo estoy intentando establecer una especie de autodisciplina antes de escribir a nadie; primero, porque no quiero arrastrarles a mi espiral de aburrimiento y segundo, porque no quiero perder el tiempo. Estas conversaciones a veces son una caja de Pandora en la que uno no sabe dónde o cuándo va a terminar.

La conversación superficial ha terminado convirtiéndose en un fin en sí mismo

Es un tipo de interacción en la que no solo los cuerpos no se encuentran, sino tampoco los contextos de cada uno, a diferencia de lo que ocurre en una conversación cara a cara. Por eso me resultan tan reveladores esos momentos en los que dos amigos o un grupo de personas se ponen a enseñarse tal meme que les llegó un día o tal noticia graciosa, porque en el fondo no deja de ser la traslación al mundo físico de aquello que hacemos continuamente de manera virtual, como si fuese el recurso por defecto cuando se nos acaban los temas de conversación. Eso y la gente que no puede dejar de mirar el móvil mientras está con alguien. Los disculpo, porque a mí me ocurre lo mismo: ¿y si me han preguntado algo importante? ¿Y si hay alguna emergencia? ¿Y si se ha muerto alguien?

Siempre es más bonito entablar esta clase de conversaciones porque algo te ha recordado a alguien y, por lo tanto, le escribes ("este atardecer me hizo pensar en ti" / "ha sonado aquella canción que te gustaba" / "mira este chiste de Chiquito, ¿te acuerdas?") que hacerlo por simple aburrimiento. La conversación como último recurso cuando hemos agotado todo lo demás. De igual forma que ocurrió con las compras, que pasaron de ser un acto mecánico a uno de placer, la conversación superficial, por hacer algo y espantar el aburrimiento, ha terminado convirtiéndose en un fin en sí mismo porque a diferencia de una charla normal, no requiere ninguna implicación emocional y puede darse por concluida en cualquier momento. Por eso entiendo a la gente que dice "no es importante, pero prefiero hablarlo en persona".

En aquellos tiempos mágicos de los SMS (¿ven cómo se puede echar de menos cualquier cosa?) adquirimos una economía de lenguaje prodigiosa, condensando en 160 caracteres toda la información posible para no darle ni un céntimo a la operadora telefónica. Agudizaba el ingenio, supongo, pero sobre todo suponía una barrera antes de escribir porque sí. Así que quizá no sea mala idea que te empiecen a cobrar por tus mensajes para que me dejes en paz por un ratito (tú no, tú puedes seguir escribiéndome, por supuesto).

No ha sido hasta la semana pasada, cuando me cogí un puñado de días libres, que me di cuenta de la magnitud del problema. Nadie, ni siquiera las vacaciones, puede detener el flujo infinito de mensajes que recibimos en el teléfono y que esperan una respuesta más o menos rápida. Menos aún en junio, cuando nadie sospecha que estás de vacaciones. En realidad, nadie se pregunta si lo estás o no: simplemente, damos por hecho que si estamos veraneando, el resto también está veraneando, y que si estamos trabajando, el resto también está trabajando. El mundo es tal y como lo experimentamos cada cual en cada momento.

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