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Todos mis amigos quieren ser funcionarios (y me parece bien)
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Israel Merino

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Todos mis amigos quieren ser funcionarios (y me parece bien)

Prueba a hablar con cualquier chaval joven: todos quieren (queremos) trabajar en el sector público. ¿Por qué?

Foto: Vista de la sala de atención presencial de la declaración de la renta. (EFE)
Vista de la sala de atención presencial de la declaración de la renta. (EFE)
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Comentaba con unos amigos hace no mucho qué hacer de cara al futuro: los años venideros pintan raros, de un color verde moco casi gris, y nadie sabe exactamente qué va a ser de nosotros (encima, ahora nos da miedo que una inteligencia artificial acabe con nuestros curros).

Hablando entre nosotros de planes, deseos y ambiciones, la idea que más se repetía no era la de emprender y luchar por sueños psicodélicos de fama y fortuna, como pintan los vendehúmos de saldo que pueblan TikTok o las charlas TED, sino la de buscar estabilidad; la gloria que ansiamos, la que nos hace mojar las sábanas y sobrevolar la realidad cuales alcotanes, es la de conseguir algo que sea para siempre, que nos permita no mirar cagados el calendario y nos garantice una vida sin muchos lujos, pero tranquila. Es decir, una vida de funcionarios.

Es curioso cómo han cambiado las cosas desde la pandemia. Se teoriza mucho sobre aquella época extraña de reuniones remotas y aplausos a las ocho, pero yo creo que lo que realmente cambió fue la percepción de toda una generación, aquella a la que le empezaba a crecer el bigotito justo cuando tenía que salir a comerse el mundo.

A muchos la pandemia nos pilló en nuestros primeros años de vida adulta, cuando empezábamos la universidad, firmábamos nuestros primeros contratos laborales o nos íbamos a vivir fuera de casa de nuestros padres; aquella época que nos pilló entre los dieciocho y los veintipico años, cuando teníamos que experimentar y aprender de un mundo que se abría a nuestros pies, de repente se convirtió en un mazazo irreal que nadie pudo predecir y casi nadie fue capaz de gestionar.

Foto: Sede de la Comisión Europea y del Consejo Europeo en Bruselas. (Reuters)

Nuestros padres y abuelos, espejos en los que fijarnos para saber qué hacer con nuestras vidas, no tenían ni idea de cómo iba aquello; nosotros salimos al mundo a ciegas, en un contexto de confinamiento y muerte que no se había vivido en Europa en muchísimos años, y aquello nos cambió para siempre. De repente, nos dimos cuenta de que la normalidad, en el sentido más vulgar de la palabra, era un bien valiosísimo, casi tanto como el oro —o las mascarillas en aquellos larguísimos meses—, y decidimos que queríamos perseguirla a toda costa.

La covid cambió nuestra forma de interpretar el mundo al descubrir que todo lo construido podía derrumbarse en cualquier momento, sin embargo, en vez de abrazar esta condición, comprender que la relatividad vive incluso en la salud pública y asumir que debemos vivir con la idea de la incertidumbre en la cabeza, decidimos que nuestros proyectos de vida no podían ser líquidos, sino lo más sólidos y seguros posibles: en vez de para surfear las olas, empezamos a prepararnos para resistirlas.

Se comenta mucho que España es un país de funcionarios. Aunque esto no es demasiado cierto, pues los datos sobre la mesa dejan bien clarito que países como Noruega, Suecia, Croacia o Eslovaquia tienen mayor porcentaje de su población activa empleada en el sector público, sí que es verdad que el nuestro tiene más cultura funcionarial; es muy habitual que bromeemos, tanto en la barra del bar como en Twitter, con el clásico arquetipo de 'la Charo', esa administrativa de la Seguridad Social que desayuna tres veces cada mañana solo para trabajar menos, o con las vacaciones de los maestros, a quienes les achacamos cuatro meses libres por cada uno trabajado.

Obviamente esto son bromas y exageraciones, sin embargo, sí tenemos cierto trato despectivo hacia los funcionarios, quizá por las consideraciones que les damos en la cultura popular, que en otros lugares con más empleados públicos, como los países nórdicos, no les dan. Ahora bien, hay que entender que muchos jóvenes viven encantados con que estos arquetipos sean reales, y de ahí es de donde viene su gran ambición.

Si tú a un chaval le dices que gracias a una oposición, la cual puede ser complicada aunque no inasumible, va a conseguir una nómina para toda la vida, una flexibilidad laboral envidiable – esto es una broma por lo de desayunar tres veces para no currar, pasádmela por alto – y la posibilidad de conseguir que un banco le financie un crédito para una vivienda, ese chaval va a abrazar esa oportunidad por mucho que le digan o le achaquen una imagen despectiva.

Foto: Ibiza, paraíso terrenal, infierno funcionarial. (Reuters/Nacho Doce)
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Con un sector privado cada vez más precario, donde se inventan piruetas contables de todo tipo, como medias jornadas que se convierten en completas cuando se le suman las horas extras "voluntarias" o la figura cada vez más habitual del falso autónomo, es normal que toda una generación de jóvenes apueste sus cartas a sacarse la oposición que sea, da igual si de cartero o administrativo o agente de consumo, para conseguir una torre de piedras que aguante el temporal lo mejor posible.

Estamos viendo cómo los salarios se estancan y el poder adquisitivo se nos va por el sumidero, y entendemos que la única forma de conseguir una vida digna, donde se nos deje de caer el pelo a los veinticinco porque el costo de la vivienda sube y las nóminas bajan, es con unas condiciones que nos garanticen que vamos a seguir ganando los suficiente para subsistir (quizá este ramalazo funcionarial se solucionaría si las empresas se pusieran un poco las pilas, pero qué sabré yo).

Toda esta situación no quiere decir tampoco que hayamos perdido nuestros sueños, sino que nuestros sueños se han transmutado; si antes se soñaba con tener una mansión y un deportivo, ahora lo hacemos con un pisito y un coche de renting. ¿Y sabéis por qué es? Por la precariedad. Quizá nos gustaría aspirar a más, pero es que lo antes considerabais normal es para nosotros una utopía. Veremos cuántos de mis amigos acaban siendo funcionarios. Yo lo pienso muy a menudo. Demasiado a menudo, de hecho.

Comentaba con unos amigos hace no mucho qué hacer de cara al futuro: los años venideros pintan raros, de un color verde moco casi gris, y nadie sabe exactamente qué va a ser de nosotros (encima, ahora nos da miedo que una inteligencia artificial acabe con nuestros curros).

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