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La mentalidad de los empresarios: las clases medias que pueden romper el sistema
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La mentalidad de los empresarios: las clases medias que pueden romper el sistema

Una sentida y fascinante historia sobre la transformación de la economía italiana, que puede aplicarse ahora a la alemana, sirve para entender mejor la posición política de las clases medias altas

Foto: Un trabajador en una empresa alemana. (Reuters/Vincent Kessler)
Un trabajador en una empresa alemana. (Reuters/Vincent Kessler)

Edoardo Nesi era uno de esos jóvenes para los que la cultura contenía una suerte de liberación. La vida de clase media era cómoda, pero también una sucesión de etapas reguladas, de trabajos insatisfactorios, de convencionalismos, de distintos tonos del gris. Ser escritor, cineasta o músico sonaba a libertad y autorrealización, a una vida verdadera. Nesi partía de una posición privilegiada, ya que sus padres poseían una muy próspera empresa en Prato, ciudad toscana que se había especializado en la industria textil. El destino le abocaba a trabajar en la industria familiar, pero él soñaba con escapar de todo aquello: su espíritu estaba imbuido de un imaginario que le empujaba a convertirse en escritor.

La vida le deparó varias sorpresas. La primera fue la toma de conciencia de la posición que ocupaba, que le llevó a hacerse cargo de la empresa y a renunciar a sus sueños. La segunda fue que, a pesar de todo, consiguió realizar sus propósitos, aunque por un camino diferente del que había anhelado. Pudo dedicarse a lo que deseaba, escribir, pero antes tuvo que vender la empresa. Con La historia de mi gente (Ed. Salamandra), un bonito y crepuscular texto de corte autobiográfico, en el que narraba el declive del sector y la venta de la firma familiar, consiguió una gran repercusión.

En uno de los pasajes de La historia de mi gente recuerda cómo, hace más o menos 20 años y con Nesi trabajando aún en la empresa, escribió una carta (nunca enviada) a Francesco Giavazzi, economista destacado y editorialista del Corriere della Sera, un acérrimo defensor de las infinitas bondades de la globalización y especializado en despreciar a la industria italiana, a la que consideraba incapaz de adaptarse a las nuevas reglas del mercado. Cada vez que leía uno de sus textos, el estado de ánimo de Nesi recorría la misma secuencia: se incomodaba, se irritaba, se enfadaba y acababa sumido en la culpabilidad. Las críticas de Giavazzi le parecían injustas y tramposas, pero asentaban un poso que siempre acababa por aparecer. Quizá el economista tuviera razón y no estuvieran entendiendo el momento: se estaban quedando rezagados y no sabían cómo desenvolverse con el cambio de las reglas de juego; quizá la culpa de que las cosas no marchasen era, en el fondo, de personas como él.

La "oleada de quiebras" alemana

Es difícil no acordarse de Nesi y de su texto cuando se examina de cerca lo que está ocurriendo con la crisis de la pequeña y mediana industria alemana. Como se describe en Frankfurter Allgemeine Zeitung, la situación está tensándose hasta el punto de que se espera "una oleada de quiebras": los pedidos están descendiendo, los bancos no ofrecen financiación y las firmas no logran encontrar inversores. La explicación del mal momento es bien conocida: el declive de los motores de combustión y la llegada de los coches eléctricos están desubicando a una industria que confió demasiado en las viejas buenas condiciones y que no está sabiendo adaptarse a los tiempos. Además, padece problemas añadidos con la pérdida de la energía barata y con la escasez de trabajadores cualificados. Alemania está sufriendo, más de veinte años después, la misma enfermedad que la industria textil italiana.

Las empresas medianas están sufriendo el poder de mercado de las grandes firmas, que "trasladan los riesgos a sus proveedores sin ninguna piedad"

Los Giavazzi contemporáneos se esfuerzan en poner el foco en la falta de adaptación de unos empresarios que se olvidaron de innovar, que no se dieron cuenta de los cambios tecnológicos y de costumbres que estaban aconteciendo ante sus ojos y que vivían resguardados por el euro y el potencial exportador de su país. Un diagnóstico muy similar se había aplicado décadas antes a las clases trabajadoras que estaban sufriendo los embates de la deslocalización y de la reconversión de Occidente hacia el sector servicios. Después sirvió para explicar a las industrias nacionales el motivo de su declive, y ahora se emplea con los alemanes. Como en las anteriores ocasiones, tales razonamientos solo tienen que ver tangencialmente con la realidad.

La negativa de los bancos, a menudo injustificada, a financiar las empresas germanas es un primer problema (los bancos habían apoyado de manera sistemática a la industria), pero los esenciales son otros dos. Como bien cuenta FAZ, las empresas medianas están sufriendo el poder de mercado de los grandes fabricantes, que "están trasladando los riesgos a sus proveedores sin ninguna piedad", lo cual supone una presión en los márgenes complicada de sostener. El segundo factor, quizá el principal, es que se está deslocalizando la producción, en especial en el ámbito del coche eléctrico: Eslovenia, Serbia, Montenegro, República Checa, Rumanía, Hungría, Polonia o Eslovaquia son los destinatarios de los encargos alemanes. Lo que las empresas del sector de Nesi padecieron con China lo están viviendo ahora los pequeños y medianos empresarios teutones con Europa del Este.

El capitalismo apto para "zoquetes"

Edoardo Nesi vivió otra etapa del capitalismo, que describe en su libro de una manera idealizada, pero que contiene cierta realidad. El mundo en el que se crio y en el que sus padres prosperaron, era ese que construyó el estado de bienestar, las industrias nacionales y una clase media amplia. Residía en una zona en la que decenas y decenas de empresas vivían en continuo crecimiento, "interconectadas en un sistema de trabajo disparatadamente fragmentado pero de increíble eficacia, formado por cientos de microempresas, la mayoría de ellas familiares, que se ocupaban de las fases intermedias de la elaboración del producto, cada una de ellas con su nombre, su orgullo, sus beneficios". Para Nesi aquello era una especie de sueño del capitalismo, "que lo hacía casi moral" y que fomentaba que "los trabajadores más capaces y voluntariosos que deciden establecerse por su cuenta y convertirse en empresarios pudieran intentarlo con cierto margen de éxito", creando riqueza y distribuyéndola, no de forma equitativa, pero sí amplia. Para Nesi, lo espectacular era que "no se requería ser un genio para destacar, porque el sistema funcionaba tan bien que hacían dinero hasta los tarugos, con tal que se esforzaran; hasta los zoquetes, con tal que dedicaran su vida entera al trabajo".

"Veía extenderse entre los míos y en mi ciudad el desaliento vacío y la conciencia de que el futuro iba a ser peor que el presente"

La época que vino después, y que llevó a la venta de su empresa, fue muy diferente. La descripción de Nesi resuena en tiempos como los nuestros. "Veía extenderse entre los míos y en mi ciudad el desaliento vacío, el imparable declive de la ambición, el abandono de los sueños más frágiles, más ingenuos y, sin embargo, vitales, la inmoral propagación de la conciencia de que el futuro iba a ser peor que el presente". Además, había algo que resultaba difícil de comprender: toda aquella decadencia tenía que ver con "un engaño y una estupidez". La materia prima, el tejido, "el componente más importante de toda prenda de vestir, su sustancia y esencia, su materialidad y su primera imagen, lo primero que se ve y se toca, la razón principal por la que se decide comprar o no", se había desvalorizado por completo, y el beneficio del textil iba parar a los empresarios que confeccionaban en China y a "los chavales sonrientes" de la publicidad. Es fácil escuchar hoy quejas similares en distintos sectores (el agrícola y ganadero es uno de ellos), solo que el momento es otro. Los grandes accionistas son los que recaudan hoy los beneficios y los chicos de la publicidad ganan mucho menos dinero. En este capitalismo, los zoquetes pueden hacer mucho dinero, a condición de que ya sean ricos, o de que sean lo suficientemente pillos.

En aquel contexto, daba igual lo que se invirtiese, los cambios que se realizasen o los proyectos que se pusieran en marcha porque, por mucho que se esforzaran, la mayoría de las empresas del sector iban a desaparecer. Era imposible competir con los precios de los chinos y de los asiáticos en un mercado abierto, pero tampoco poseían el músculo financiero para crecer mediante la adquisición de otras firmas. Eran carne de cañón. Lo que están viviendo los alemanes es algo similar, y el coche eléctrico es un ejemplo. Las empresas que han invertido mucho dinero en plantas para sistemas de propulsión eléctrica o sistemas de baterías están desesperadas por las bajas cifras de pedidos: "Tenemos máquinas que deberían funcionar en tres turnos, y como máximo las tenemos ocupadas durante un turno" o "las cantidades adquiridas son un 60 por ciento inferiores a las inicialmente previstas", son las quejas habituales, según describe FAZ.

Lo peor de todo fue que el declive empresarial no se produjo por factores exógenos, sino por la decidida voluntad de los países occidentales

En Italia, y en España o Francia, como en el resto de Occidente, las industrias fueron perdiéndose. Se vendieron, se fusionaron, se deslocalizaron, con las consecuencias negativas que hoy estamos sufriendo: buena parte de los problemas de Europa y de EEUU provienen de esta pérdida del pulmón industrial. Lo peor de todo esto fue que el declive empresarial no se produjo por factores exógenos, sino que ocurrió por una decidida voluntad occidental: fue una forma de que el capital financiero obtuviera mayor rentabilidad, lo que conseguía exprimiendo al productivo. Alemania y su industria, que se aprovecharon durante mucho tiempo de ese impulso global, ve ahora cómo se le taponan las opciones: está encerrada entre el creciente proteccionismo estadounidense, la presencia todavía mayor de las finanzas y el empuje chino, que está teniendo lugar especialmente en ámbitos como el del automóvil. En las épocas de crisis, como suele decirse, los activos vuelven a sus verdaderos dueños.

Las clases altas y las orejas del lobo

Lo que les ocurrió a las clases trabajadoras y a las medias occidentales, así como a las industrias, durante la época global, está sucediendo ahora a las clases medias y medias altas alemanas. Pospusieron su decadencia, pero la ola las va a anegar como a las demás. Y eso supone transformaciones políticas. Las capas medias están descubriendo amargamente que no eran más que pobres en excedencia, las trabajadoras ya saben que su vida consiste en circular de la inestabilidad a la precariedad, y las clases medias altas nacionales están comenzando a ver las orejas al lobo. Muchas de ellas, como ocurrió con la familia de Nesi, se convirtieron en prejubiladas al vender la empresa. Solo que, con ese movimiento, cuentan con menos posibilidades de reproducir su posición social, en la medida en que la fuente de ingresos principal, la que permitía mantener el estatus, ha desaparecido. Ahora tienen dinero, pero las herencias funcionan para la primera generación; las segundas tienen más complicado mantener el nivel de vida del que provenían, como bien constatan las clases medias occidentales.

El 'Mittlestand' es la zona clave, porque es donde tiene lugar con más intensidad la lucha entre el capitalismo financiero y el productivo

Ese proceso de desclasamiento ha tejido la política contemporánea en muy diferentes sentidos. Las clases y las regiones con menos recursos se han acercado a las derechas populistas y a las extremas, y las capas medias altas que pierden posición social, y en las que penetra el rencor del declive, se posicionan con unas derechas sistémicas que se han vuelto bastante más duras.

Sin embargo, la situación germana es especial porque esas clases medias y medias altas industriales no se han marchado todavía, y su difícil coyuntura tiene una potencia política que quizá solo haya sido comprendida por Sahra Wagenknecht. Mencionar a la dirigente del BSW es sinónimo de problemas, en la medida en que su mala prensa provoca que sus argumentos se menosprecien en bloque y en que marca negativamente a quienes enuncian sus razones (los bullies de las redes no suelen dejar pasar la ocasión), pero la inteligencia política la tiene quien la tiene, y en este punto, el diagnóstico de Wagenknecht es de los más precisos que pueden encontrarse en Alemania. El Mittlestand es la zona clave, porque es donde está teniendo lugar con más intensidad la lucha entre el capitalismo financiero y el productivo.

El poder del Mittelstand

El Mittelstand está conformado por ese conjunto de pequeñas y medianas firmas industriales que sostienen el poder adquisitivo alemán. Se sitúan fundamentalmente en el Gran Múnich, en Baden-Württemberg y en el Ruhr, y se han especializado, sobre todo, en máquina herramienta, piezas de automóviles y equipos eléctricos. Son compañías familiares, normalmente gestionadas por sus propietarios y que no cotizan en bolsa. Wagenknecht, que acaba de publicar en español Los engreídos (Ed. Lola Books), insiste en que no quiere idealizar este tipo de firmas, ya que algunas de ellas utilizan el personalismo gestor para explotar a sus empleados, pero la mayoría tiene una cultura mucho más razonable y muy distinta de la dominante en las firmas cotizadas que solo buscan beneficios de dos dígitos. Se centran en el largo plazo y no en los resultados trimestrales, están integradas en sus comunidades y quieren retener a sus trabajadores, en lugar de optar por la permanente reducción de costes. Son las empresas que quedan del capitalismo alabado por Nesi. Cuando cierran, como se ha visto en muchas otras zonas de Europa y de Occidente, los empleos con salarios dignos, el poder adquisitivo y la cohesión comunitaria tienden a desaparecer.

Sus dueños todavía tienen recursos e influencia, por lo que pueden ejercer presión. Y son una clase que puede perder mucho

Es un ámbito muy defendido por toda clase de políticos, pero ninguno de ellos ha puesto sobre la mesa remedios, sino que, más al contrario, han promovido las dinámicas deslocalizadoras, el aumento del poder de mercado de las grandes firmas y la distancia de los bancos con la economía productiva, justo eso que sitúa a las empresas productivas fuera de juego. En ese escenario, el Mittelstand lo tiene todo para convertirse en un foco político disruptivo. Reúne varios puntos clave: los trabajadores quieren que esas empresas subsistan, porque les ofrecen mejores salarios y condiciones que en el sector servicios, están integradas en sus comunidades, algunas de las cuales dependen de ellas para su subsistencia, generan recursos para el Estado en forma de impuestos y en lugar de exprimir el limón hasta la última gota aspiran a permanecer durante mucho tiempo. Al mismo tiempo, sus dueños todavía tienen recursos e influencia, por lo que pueden ejercer presión sobre entornos territoriales e ideológicos. Y son una clase que tiene mucho que perder.

En un escenario en el que Alemania del Este está apostando cada vez más por la AfD (y por la misma Wagenknecht), si la Alemania industrializada toma otra posición ideológica, el establishment berlinés se vería seriamente perturbado.

La mentalidad empresarial

El problema político del Mittelsand reside en la ausencia de conciencia sobre sí mismas de estas clases industriales. Como ocurre con las pequeñas y medianas empresas de otros ámbitos, se lamentan a menudo de los elevados impuestos, del exceso de burocracia en las administraciones, del coste de los salarios y de que no se abordan en serio el absentismo laboral y la falta de productividad, lo que las lleva a votar a las derechas. Sin embargo, su mayor problema hoy no son los rojos que abogan por la subida del SMI o la reconversión verde, sino los Giavazzi de este mundo y las políticas que promueven, aquellas que generan las dificultades estructurales que deben atravesar y que las relegan a un lugar muy complicado. Y esos están más en la derecha que en la izquierda.

Al estar en mitad de la nada son una presa fácil para el capital financiero. Hay múltiples ejemplos en nuestra sociedad

Sus principales problemas están causados por el funcionamiento del mercado. Los elevados costes de la energía son producto de una economía financiarizada que está exprimiendo sus recursos. La subida de las materias primas está ligada con frecuencia con procesos especulativos y con mediadores que gozan de posición dominante; los bancos no les prestan dinero cuando son empresas solventes porque los mecanismos bancarios de rentabilidad han girado hacia otras prioridades y ya no apuestan por lo productivo; sobre su actividad están recayendo los impuestos que los más ricos logran evitar; los costos de alquileres e hipotecas de locales y almacenes suelen ser un problema notable; y cuando las pymes trabajan para grandes firmas, lo que no es frecuente, suelen ser las que soportan recortes de márgenes, justificados o interesados, además de cobrar con un retraso poco recomendable. Tampoco poseen el músculo financiero que les permite competir en condiciones o crecer cuando cuentan con opciones de desarrollarse. Cuando tienen el tamaño suficiente, suelen ser compradas por el private equity (el caso británico es pavoroso) o por una firma del sector que posee más recursos. Están en mitad de la nada: son una presa fácil para el capital financiero. Hay ejemplos de toda clase en nuestra sociedad: en el campo, en el sector hostelero y en la industria.

En esas circunstancias, lo natural es que fuesen una clase particularmente activa en la defensa de sus intereses. No lo son, y en gran medida por una mentalidad conservadora, que no consiste tanto en votar a un partido o a otro, como en la falta de asunción de que tienen una posición propia. Lo explicaba bien Nesi: se irritan, se enfadan y responsabilizan a los políticos pero, en el fondo, asumen las tesis de los Giavazzi: se sienten tan culpables como impotentes para cambiar las cosas, y acaban por dar cuerda a sus verdugos. En lugar de defender lo que les es propio, así como el tipo de economía antirrentista que necesitan, asumen su posición subordinada sin otra lucha que quejarse de las administraciones o de los políticos. Al no identificar su posición estructural, carecen de conciencia de clase, lo que conduce a no ser relevantes políticamente.

El capitalismo que no funciona para las pymes

Ese choque entre el capitalismo financiero y el productivo está presente de manera constante en toda Europa. La deriva territorial generalizada de la política, en la que las regiones con menos recursos votan contra las ciudades globales, tiene sus raíces en esta divergencia. El Mittelstand es ahora un terreno clave en este ámbito. Representa lo que queda de capitalismo productivo en Alemania y su desmantelamiento supondrá añadir mucha más inestabilidad en el núcleo de Europa. También son clave sus empresarios, en la medida en que, si se activan a favor de sus intereses y en contra de la economía de los Giavazzi, tendremos una Alemania diferente y el embrión de una Europa distinta. Si, por el contrario, continúan defendiendo la economía neoliberal que los empobrece, lo más normal es que acaben irritados, enfadados y votando a AfD o a una CDU más dura, vendan sus empresas y se sumerjan en la comodidad de la prejubilación o en la desesperación de la quiebra.

Es probable que los dueños de las pymes, los autónomos y los profesionales vuelvan a comprar la narrativa fracasada de los Giavazzi actuales

Más allá de la situación alemana, lo relevante políticamente es el carácter de pivote del Mittelstand, como lo es el de las pequeñas y medianas empresas del sector productivo. Especialmente en la medida en que es un espacio en el que queda bien subrayado que el capitalismo actual no funciona para ellas. En los buenos momentos solo reciben parte de los beneficios y en los malos recogen todos los negativos. Ocupan la misma posición estructural que los trabajadores.

Esta contradicción en el seno del capitalismo contemporáneo se resolverá de un modo u otro en los próximos tiempos. De momento, ese choque entre lo productivo y lo financiero está planteando grandes preguntas sobre el tipo de economía que los países europeos necesitamos, sobre el papel del rentismo, sobre las transformaciones necesarias y sobre el futuro de Occidente. Son preguntas que suelen despreciarse, a izquierda y derecha, como si no fueran más que consecuencia de la molesta añoranza del pasado, esa que puede traslucirse en las páginas de la obra de Nesi, y que impide la adaptación a un futuro innovador y brillante. Es probable que los empresarios de las pymes, los autónomos y los profesionales liberales vuelvan a comprar la narrativa absurda de los Giavazzi actuales, incluso cuando se ha demostrado fracasada: nos ha conducido al momento de decadencia europeo, nos ha generado problemas de toda índole, desde la desigualdad hasta la debilidad geopolítica, y ha provocado que las posiciones políticas se polaricen, ya que los problemas de fondo se agudizan en lugar de resolverse. La enfermedad occidental reside en la victoria del capitalismo financiarizado sobre el productivo, y mientras eso no cambie, las tensiones se harán mayores. Lo curioso es cómo las clases que lo sufren, en lugar de encenderse, se apagan políticamente. Pero son las que ahora pueden activar la mecha que provoque que este sistema se transforme o se rompa.

***Agradezco a Josep Martí Blanch que me descubriera La historia de mi gente

Edoardo Nesi era uno de esos jóvenes para los que la cultura contenía una suerte de liberación. La vida de clase media era cómoda, pero también una sucesión de etapas reguladas, de trabajos insatisfactorios, de convencionalismos, de distintos tonos del gris. Ser escritor, cineasta o músico sonaba a libertad y autorrealización, a una vida verdadera. Nesi partía de una posición privilegiada, ya que sus padres poseían una muy próspera empresa en Prato, ciudad toscana que se había especializado en la industria textil. El destino le abocaba a trabajar en la industria familiar, pero él soñaba con escapar de todo aquello: su espíritu estaba imbuido de un imaginario que le empujaba a convertirse en escritor.

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