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Las cosas que hacemos por el bien
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Galo Abrain

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Las cosas que hacemos por el bien

Hacer el bien se ha convertido en una cuestión de valores insustanciales antes que de principios. Un boxeador aleccionó a golpes a un maltratador en un cine y se enfrenta a una demanda, pero no le quitarán la virtud del coraje

Foto: El boxeador Antonio Barrul, en una imagen de archivo. (EFE/J. Casares)
El boxeador Antonio Barrul, en una imagen de archivo. (EFE/J. Casares)
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No sé ustedes, pero a mí me hubiera salido la fierecilla indómita que llevo dentro. De presentárseme una escena como la que vivió el boxeador Antonio Barrul, hace meses, cuando presenció a un hombre cachetear a una mujer y a una niña en un cine, me cuesta negar que mis manos no hubiesen puesto rumbo de colisión. Barrul, al principio vacilante, luego avivada su determinación tras insultos y amenazas, bautizó al mal zutano con una somanta de palos la mar de gustosa. Aun consciente el púgil de los riesgos físicos y legales que su honrado gesto le podrían acarrear, saltó al ruedo de lo justo a puño limpio y mente enervada. La violencia nunca es el camino, nos aleccionan desde críos. Y es cierto. Pero hay ocasiones en las que por hacer el bien, el Bien mayúsculo, merece la pena poner en tela de juicio los valores que rigen la educación.

Sabemos, de momento, que el mierdecilla primitivo (nadie que maltrate a una mujer merece un apelativo más ligero) denunció a Barrul por la santa brea que le dio. Como lo de los tribunales va más lento que el caballo del malo, imagino que tardaremos en saber si un juez la afea la conducta contra la agresión machista al boxeador, multándole con un suculento pico y hasta con una primavera en chirona, o si valoriza la justa gallardía de la intervención. Otros ejemplos nacionales me hacen pensar que la balanza se inclinará a favor del denunciante que le daba una felpa a su querida, y no al del fajador defiende doncellas. Vista la efectividad de los martillazos de nudillos de Barrul, apuesto por un dictamen en tono recriminatorio contra el luchador. Dada su cátedra en repartir hostias y el atino de estas durante la contienda, es fácil que se hable de “uso excesivo de fuerza”. Como si en mitad de una reyerta pudiese uno ponerse a calibrar, civilizada y pacíficamente, el grado de intensidad de los puñetazos mientras recibe una lluvia revienta napias. Ojalá me equivoque, y la justicia encuentre el sentido común y no la exhibición de sus lagunas.

¿Qué quieren que les diga? Me da que, a veces, ver al pueblo purgar los malos gestos con una llamada de atención, en vez de pasar de largo silbando, como si lo único digno de intervención fuese joderle a uno, de mirarse ininterrumpidamente el ombligo, se revela esperanzador. No lo más inteligente, visto que los jardines están ahora poblados con plantas carnívoras muy dotadas, y los berenjenales le han pillado el gusto a brotar detrás de cada gesto, pero sí un valiente acto de principios.

Los principios, parece, son una alhaja tirando a escasita. Oigo mucho hablar de valores, que son como pegatinas fosforitas de quita y pon, y poco de principios o virtudes. Los valores, que es lo que ahora se estila, nos hacen fluir con la corriente, sumarnos o bajarnos a determinados carros, siendo dúctiles, cambiantes y sometidos a lo que nos conviene en cada momento. Hoy valorizo la paz, al otro la solidaridad, luego me dejo seducir por el medioambiente, la empatía o la dichosa resiliencia. A la carta. Y el problema es que esos valores son como el coño de la Bernarda. E incluso peor, porque al ser los valores de uno, míos, como el tesoro de Gollum —aunque cualquiera se los abroche— se buscan partidarios que peleen por ellos, escupiendo contra los que no lo hagan. ¡Menudas bestias son quienes no piensan como yo!

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Este imperio de los valores no sería tan grave si no estuviera arrastrando los principio éticos básicos. Ahora el bien, ese Bien con mayúscula que, personalmente, creo puso en práctica Barrul, está a merced de los valores que, al igual que en el universo bursátil, suben y bajan. Se ha alejado el concepto del bien de algo como los principios y la virtud. Dos elementos que te atan a una forma de actuar concreta, comprometiéndote a edificar a tu alrededor algo bueno, a pesar de los problemas que te acarree. Los principios del boxeador le exigieron arriesgar su bienestar por poner a salvo de los golpes a una persona desprotegida, y eso, en términos aristotélicos, encarna la virtud del coraje. Una virtud que se encuentra entre dos vicios: la cobardía; podía Barrul haberse achicado en el asiento a ver los guantazos pasar, y la temeridad; podía haberse encarnizado con esa deyección andante hasta matarlo. Ahí está la virtud, en el equilibrio. Y ahí están los principios, en llevar a cabo actos virtuosos.

El bien tiene además un peligro intrínseco. Es ciego, como el amor. Elevada sobre la titánica figura del bien, una persona siente la legitimidad de cometer actos que, vistos con neutralidad, le darían pavor. Eso explica, desde que haya yihadistas con cirugías de goma-2 cubriéndoles el pecho babeantes por hacer un 4 de julio yanqui en un centro comercial, hasta que políticos y gobiernos varios tiren el dinero a espuertas en chiringuitos inútiles destinados, mira tú, a grandes valores. Porque, aunque parezca mentira, tanto unos como otros están seguros, lejos de la realidad por el borrón de su particular burbuja, de estar haciendo lo correcto. Los pinchas y no salen del cuelgue, oye.

"El bien tiene además un peligro intrínseco. Es ciego, como el amor"

España es un país socialmente tierno y políticamente enconado, como dice Ignacio Peyró. Por eso, tener el bien afincado en una serie de valores fluctuantes y mercenarios resulta peligroso. Nos acerca demasiado a llevar a cabo juicios de valor partidistas y polarizados, que poco tienen que ver con el virtuosismo, y demasiado con el clientelismo personal. Es lo que Jorge Freire ha llamado la banalidad del bien. Que por bueno tiene, sobre todo, la defensa de nuestros intereses, o de quienes los orquestan en su favor.

Si nos esforzáramos por invertir en nuestra propia alma, en vestirla y nutrirla de virtudes comprometidas que podamos reconocer más allá de los valores circunstanciales que nos asaltan, quizás nos alejaríamos de la charlatanería populista y del odio malayo que la sigue. Pensaríamos en lo bueno. En lo debido. Como en ayudar a alguien que está siendo agredido de forma abusiva y cobarde, aunque sea a costa de poner en ristre cierta dosis de violencia, y no solo en sí nos conviene. Dejando a un lado cómo valorará este mundo juicioso, nuestro sacrificio o esa mala ley que tiende a hacerle la cama a los canallas. A los mismos que, como ese mierdecilla maltratador —ahora denunciante—, valoran mucho la justicia si les conviene. Y a los que algunos, como el joven Antonio Barrul, tienen la virtud de enfrentarse.

No sé ustedes, pero a mí me hubiera salido la fierecilla indómita que llevo dentro. De presentárseme una escena como la que vivió el boxeador Antonio Barrul, hace meses, cuando presenció a un hombre cachetear a una mujer y a una niña en un cine, me cuesta negar que mis manos no hubiesen puesto rumbo de colisión. Barrul, al principio vacilante, luego avivada su determinación tras insultos y amenazas, bautizó al mal zutano con una somanta de palos la mar de gustosa. Aun consciente el púgil de los riesgos físicos y legales que su honrado gesto le podrían acarrear, saltó al ruedo de lo justo a puño limpio y mente enervada. La violencia nunca es el camino, nos aleccionan desde críos. Y es cierto. Pero hay ocasiones en las que por hacer el bien, el Bien mayúsculo, merece la pena poner en tela de juicio los valores que rigen la educación.

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