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Ir a un museo, pasar allí varias horas y ni siquiera mirar una obra de arte
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Ir a un museo, pasar allí varias horas y ni siquiera mirar una obra de arte

¿Hacia dónde camina el museo del siglo XXI? En 'El museo como Templo (y otros disparates)' Lorena Casas Pessino analiza la transformación de esas instituciones de templos de la cultura a centros de ocio

Foto: Visitantes al Museo del Louvre tomando fotos de 'La Mona Lisa'. EFE / Teresa Suárez
Visitantes al Museo del Louvre tomando fotos de 'La Mona Lisa'. EFE / Teresa Suárez

Vivimos en una sociedad de la información, secuestrados por una tecnología que nos hace creer que es imprescindible para manejarnos en el mundo. El filósofo —y superventas— surcoreano Byung Chul Han (Seúl, 1959) lleva tiempo denunciando en sus maravillosos ensayos breves los peligros de esta dominación tecnológica en la que, como asevera, el móvil ha suplantado al rosario. Los museos también han sucumbido a la intermediación y la sobrecarga informativa, como no podía ser de otra manera.

Muchas obras de arte se explican por sí solas. Para entender otras muchas se necesita ayuda. Pero un exceso de intermediación, el empleo de los recursos de la museografía didáctica, dirigen tanto al visitante que le niegan lo que López Benito describe como "la experiencia de la contemplación de lo sublime". Me pasa, de hecho, a mí. Ante una cartela o texto cerca de una obra me dirijo automáticamente a leer esa información y, como si con ello tuviera saciado todo lo que necesito saber relativo a esa pieza, paso a la siguiente. Casi sin detenerme. Tengo que hacer un verdadero esfuerzo por no leer nada, precisamente para darme la oportunidad de mirar, sumergirme y disfrutar.

Un mínimo de información ayuda, es indiscutible. Y cuando digo "mínimo", me refiero a una ficha técnica básica (nombre del autor, título de la obra, fecha de realización y técnica) y, si acaso, un breve texto explicativo. Pero lo maravilloso es activar en el visitante la curiosidad por saber más sobre una obra que le ha llamado la atención, sobre todo cuando hoy en día la información está más a mano que nunca.

Cuanta menos información se ofrezca en la sala, mayor será el gozo ante la obra y la exigencia al visitante, estimulando su curiosidad para que luego busque esa información adicional. Hablo de incitar a regocijarse con lo que a priori parece lejano e inaccesible. Aspirar a lo selecto. Porque "deleitarse ante un cuadro hermoso cultivando el gusto estético perdura y engrandece el viaje de perfeccionamiento personal que es aprender", como defiende el profesor Royo en su Vindicación del elitismo intelectual.

Foto: Un visitante ataca el cuadro de la Gioconda en el Louvre (Foto: Elena Parrondo Pastor)

Porque lo triste hoy en día es que el museo ofrece servicios tan tentadores e intermediaciones didácticas decodificadoras tan eficaces que uno puede ir a un museo clásico como el Prado a pasar varias horas y ni siquiera mirar una obra. Literalmente.

Todo gran museo tiene una tienda estupenda a la que normalmente se puede acceder sin pasar por las salas, una agradable cafetería y, si puede ser, un restaurante de chef famoso al que, por cierto, también se puede ir sin pasar por ninguna sala. Uno puede, por lo tanto, ir al Louvre sin ir al Louvre. Y si visitamos sus salas, es posible que, entre textos, cartelas y pantallas, se nos olvide mirar la obra. Menos mal que hay museos como el Prado que no permiten sacar fotos..., porque ¿han visto ustedes lo que ocurre delante de La Mona Lisa en el Louvre? ¡Nadie mira la obra! Todo el mundo está tomando una foto del cuadro con el móvil (o sacándose un selfi, haciendo marketing de su vida) antes de pasar a la siguiente obra.

placeholder Portada de 'El museo como Templo (y otros disparates)', de Lorena Casas Pessino.
Portada de 'El museo como Templo (y otros disparates)', de Lorena Casas Pessino.

Y no he tocado el tema de los avances en el campo de la digitalización e impresión de imágenes. Ya existen técnicas para realizar copias tridimensionales tan fieles al original que es prácticamente imposible distinguirlos, ni siquiera tocando la copia. Dentro de nada ya ni siquiera nos importará no estar ante los originales. Como explica Byung-Chul Han en su ensayo Shanzhai, en una cultura como la china, donde la idea de original y copia es tan diferente a la que tenemos en Occidente —por entender que lo original es deconstructivo y atenta contra el cambio—, se reivindica el cambio precisamente como diferencia transformadora, y toda copia —de la que hay muchos ejemplos en la tradición artística china— se puede llegar a valorar tanto o más que el original.

No nos debe pues extrañar que sea una sociedad en la que no existe problema moral alguno frente a la falsificación y la copia (desde bolsos de Louis Vuitton a embriones). Pues bien, dentro de pocos años auguro la proliferación de museos en China con magníficas copias de todas las obras maestras del arte occidental. Es un panorama desolador. Porque el arte nos recuerda quiénes somos. Es la manera que tenemos de acercarnos a lo sublime. De rencontrarnos con los dioses.

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La clave de la estética clásica era la proporción áurea y el paradigma de la geometría áurea es el ser humano. Nuestra morfología, en su versión canónica, es pues la proporción áurea. Y con esta proporción se realizaron los templos, las columnas, las pinturas, estatuas y música de toda la Antigüedad clásica y del Renacimiento. Y aquí, por fin, llega lo interesante...

Quienes tenemos la clave de esa perfección estética somos, pues, los seres humanos. El hombre se reconoce en el universo porque participa de los mismos números que lo ordenan. Y es lo que nos permite reconocer lo sublime.

¿Por qué un sonido suena bien?¿Cómo distinguimos el ruido de la música? ¿Cómo intuimos que una obra de arte (un poema, un edificio, una pintura, una escultura, una pieza de diseño, un plato de Ferran Adrià) es sublime? Porque el Gran Arte, con mayúsculas, es proporcionado; se puede medir según la teoría estética clásica, pitagórica y platónica. El Gran Arte imita al gran artista demiurgo. Participa de la geometría que forma el lenguaje del universo. Y el Hombre de Vitruvio nos dice: "Yo soy como el universo".

placeholder Detalle del hombre de Vitruvio, de Leonardo Da Vinci.
Detalle del hombre de Vitruvio, de Leonardo Da Vinci.

El universo está hecho con los mismos números que hay dentro de mí, el mismo lenguaje secreto de la naturaleza. Somos pues capaces de percibir el orden y la perfección porque la geometría sagrada que rige el orden en el universo, en la naturaleza, confirma aquello que está en nosotros mismo. Y el gran arte, el arte "Bello" (aunque nos parezca feo), es una vía para hallar ese orden universal, para trascender y fundirse con el universo; que volvamos a ser uno con el universo siguiendo la idea platónica de la Unidad. Dice el filósofo alemán Rüdiger Safranski (Rottweil, 1945) en El mal o el drama de la libertad: "La belleza es un fundamental carácter cosmológico [...]. La obra de arte no pesca en lo turbio, sino que atraviesa el hormigueo del mundo y deja que se haga transparente el orden fundamental allí subyacente". Eso era el arte para un griego, para un romano, para un florentino del siglo XVI. La escritora Anaïs Nin (1903-1977) es más clara: "No vemos las cosas como son, sino como somos". Y en una de sus cartas William Blake (1757-1827) acierta del todo: "Así como un hombre es, ve". A lo que uno puede añadir: "Así como uno un hombre ve, es". Y esto es lo que hemos perdido. Ver más y mejor.

*Lorena Casas Pessino es licenciada en Arte e Historia del Arte por la Universidad de Boston y máster en Historia del Arte por el Courtland Institute of Art (University of London). Entre 2002 y 2015 trabajó en el Museo Nacional del Prado, primero como asistente del director y, a partir de 2008, como jefa de relaciones institucionales del museo. Es autora de ' El museo como Templo (y otros disparates)', ensayo que ha publicado en la editorial La Huerta Grande.

Vivimos en una sociedad de la información, secuestrados por una tecnología que nos hace creer que es imprescindible para manejarnos en el mundo. El filósofo —y superventas— surcoreano Byung Chul Han (Seúl, 1959) lleva tiempo denunciando en sus maravillosos ensayos breves los peligros de esta dominación tecnológica en la que, como asevera, el móvil ha suplantado al rosario. Los museos también han sucumbido a la intermediación y la sobrecarga informativa, como no podía ser de otra manera.

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