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¿Y si la verdadera generación de cristal es la de los mayores de 50?
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Héctor G. Barnés

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¿Y si la verdadera generación de cristal es la de los mayores de 50?

No les gusta nada, ni los tapones de las botellas, ni el anuncio de Nocilla, ni que tengamos más perros que niños: nunca una generación se había quejado tanto como ellos

Foto: Una joven se lava las manos en Siria. (Reuters/Umit Bektas)
Una joven se lava las manos en Siria. (Reuters/Umit Bektas)
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Lo reconozco, a mí tampoco me gustaban los nuevos tapones de las botellas de plástico. Ese invento del diablo que, por mucho que tires y tires, no se puede separar del cuello, lo que te obliga a beber con un taponcito dándote en la nariz (si no has desarrollado la habilidad ninja de apartarlo con el dedo anular: pruébenlo). Me ponían nervioso, no lo entendía, refunfuñaba, gruñía. ¿Saben qué? Les he cogido el punto y ya no solo no me parecen mal, sino que los acepto de buen grado. Un pequeño (o nulo) esfuerzo a cambio de que las playas no se llenen de basura no biodegradable. Ni tan mal.

A quien parece que siguen sin gustarle es a Arturo Pérez-Reverte, que el otro día publicaba un tuit en el que se quejaba de que cada vez que tiene sed, se acuerda de que en Bruselas hay "un hijo de puta que, cada mes, cobra un sueldo y unas dietas por complicarme los tapones de las botellas". Me sorprende que le traiga tan de cabeza un triste tapón, porque suponía que alguien que ha vivido guerras en Asia, África, Europa o Sudamérica sería capaz de aguantar este ligero trastorno. Pero parece ser que no, quizá porque lo importante no es el tapón, sino la metáfora que subyace al tapón: ya están jodiendo el mundo en el que nos criamos.

El tuit me parece el mejor ejemplo de esa actitud que define a la mayor generación de cristal de la historia reciente y que no son ni millennials ni centennials, sino aquellos que ya no cumplen los setenta, o los sesenta, o los cincuenta. El análisis generacional siempre es de brocha gorda, pero no he visto quinta tan quejica como la que se crio durante la Transición. Hagan la prueba y siéntense un rato entre un grupo de recién jubilados, o de padres cincuentones, o de generación X tardía y luego comparen con sus hijos y nietos. Es que no le gusta nada a esta gente, y te lo van a hacer saber, llenando páginas y páginas de libros y periódicos con sus gritos a las nubes.

No les gustan los tapones de las botellas. No les gusta el anuncio de Nocilla. No les gusta la educación por competencias. No les gusta la cocina moderna. No les gustan los homosexuales (o les gustan siempre que no lo parezcan), no les gustan los trans, no les gustan las relaciones que no entienden. No les gustan las graduaciones, no les gusta que los jóvenes vayan al psicólogo, no les gustan los perros, no les gusta que ya no se pueda hacer chistes de maricones ni tirar petardos, no les gusta que los chavales se quejen por todo, pero ellos mismos no dejan de hacerlo. He sido capaz de listar todo esto de memoria porque he leído estos lamentos millones de veces. Es que no he visto generación más quejica. No me aguantan nada, señores.

Lo irónico de muchos de estos ejemplos es que suelen tratarse de pequeños cambios como el del citado tapón. Sin embargo, son tonterías que conectan con lo cotidiano, con el día a día, con las cosas que parecía que siempre seguirían así y ya no. Todo cambio, por nimio que sea, convierte el pasado en potencial objeto de nostalgia. No nos aterroriza tanto el fin del mundo como percibir que lo inmediato y conocido nunca volverá a ser igual, como en una de esas películas en las que los protagonistas empiezan a darse cuenta cómo sus vecinos se convierten poco a poco en alienígenas.

Estos pequeños cambios se perciben como una amenaza al orden establecido y las normas vigentes, entendidas como esa ley natural que una instancia superior y desconocida hace peligrar. El "hijo de puta de Bruselas" que cita Pérez-Reverte es otra encarnación de ese Hombre Tras la Cortina que mueve los hilos sin que el ciudadano pueda hacer nada, un burócrata que ha decidido que las cosas dejen de ser como fueron, volviéndolas imposibles de entender. Ese es otro de los factores que definen estas quejas: la progresiva complicación de un mundo que antes era fácil de entender.

Nacieron en un mundo donde no podían quejarse, y ahora que pueden hacerlo y ser escuchados, aprovechan

En realidad, era una mera percepción distorsionada por la costumbre. No es que el mundo pasado fuese más fácil, es que conocían sus normas y habían aprendido a acatarlas. Una de las quejas que más me divierten en esta generación de cristal es la que se pone medallas por cosas que distan mucho de ser hazañas. Esta semana, por ejemplo, se discutía sobre si que los padres hiciesen la matrícula de los nuevos universitarios no está creando "seres inútiles". Muchos se vanagloriaban en las respuestas de haber ido solos. Pero se le puede dar la vuelta al razonamiento y recordar que si tan fácil es hacer una matrícula, qué más da hacerlo solo o acompañado. Ni que hubiesen estado cubriendo una guerra desde primera línea.

Una de estas líneas de razonamiento, que podríamos llamar "yo sobreviví a EGB", sugiere que todo lo que vivieron durante su época educativa, desde la memorización de contenido inútil hasta los reglazos en los dedos pasando por el acoso escolar, la violencia callejera, las instalaciones ruinosas y los balones que parecían fabricados de cemento contribuían a forjar el carácter y, por lo tanto, construía mejores personas, más listas, más fuertes y más altas: es decir, a ellos mismos. No como esa generación de cristal que lo ha tenido todo dado, un razonamiento que pasa por alto que son ellos mismos quienes la han criado. Es que no les gusta nada, ni sus propias creaciones.

Lo que denominan "cultura del esfuerzo" a menudo no es más que simple "cultura del sufrimiento". Algunos de los más ilustres exponentes de esta generación de cristal pretenden que las nuevas generaciones vivan todo lo malo que ellos vivieron, porque el único criterio que poseen para juzgar la experiencia ajena es la suya propia, obviando las dificultades presentes o minusvalorándolas. La idealización del propio pasado no es más que un mecanismo psicológico de protección que nos asegura que nuestro mundo era el verdadero. No es que nos hayamos quedado atrás, es que todo se ha ido al garete mientras nosotros nos mantenemos en el lugar adecuado.

Porque el término "generación de cristal" suele referirse no solo a la poca resistencia a la frustración y las críticas de los jóvenes, sino también a su costumbre de expresar abiertamente sus pensamientos y sentimientos. Quizá sea injusto llamar "generación de cristal" a los boomers que se criaron en una sociedad que reprimía la expresión de los sentimientos, imponía el orden y censuraba la queja (quizá por eso la practiquen tanto ahora que han llegado a adultos a los que se les escucha). Ni las personas ni la sociedad han cambiado tanto. Simplemente, los problemas mentales antes se barrían debajo de la alfombra hasta que esta estallaba y el montón de basura se maquillaba con una serie de eufemismos. Más que generación de cristal, generación de granito.

Lo de antes siempre era mejor

Todas estas críticas de la generación de cristal-granito tienen unas cuantas cosas en común. Los enemigos declarados suelen ser los mismos, como el medioambiente (¡malditos tapones!), los animales (¡tratamos a los perros como niños!), los derechos de las personas LGTBIQ+ (muy bien, pero que no lo llamen matrimonio) o, en general, todas esas cuestiones que ellos perciben como algo secundario (no son "lo material"), aunque no hacen daño a nadie y que, sin embargo, son percibidos como signos de un apocalipsis en el que las minorías se han adueñado de todo. No hace falta verbalizar con qué opción política encaja esa visión del mundo.

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No se crean, también hay una generación de cristal-granito de la izquierda. La de esa gente que se queja de que los jóvenes ya no saben pelear por sus derechos, aunque haga décadas que no pisan la calle, la que echa de menos los viejos líderes (Anguita sí que sabía), la que se ha desencantado tanto con "los suyos" que es totalmente indistinguible de un votante del PP. La que siempre saca el "corrí delante de los grises" como el equivalente político al "antes nos pegaban y no pasaba nada" de los profesaurios. Nadie está salvo, porque la nostalgia (y la vejez) son transversales.

Toda acusación lleva implícita cierta reafirmación identitaria

La propia utilización del término "generación de cristal" ya te convierte un poco en "generación de cristal". Porque en el fondo, como toda acusación, no deja de ser una forma de reafirmación de quien no es capaz de adaptarse a los cambios -a veces tan nimios como apartar un poco el tapón de la botella- y, por lo tanto, utilizan la caricaturización como una manera de ocultar sus propias carencias y limitaciones. Pero aquí sabemos jugar todos a la caricatura: ¿quiere ver una auténtica generación de cristal? Tal vez no tenga más que mirarse al espejo.

Lo reconozco, a mí tampoco me gustaban los nuevos tapones de las botellas de plástico. Ese invento del diablo que, por mucho que tires y tires, no se puede separar del cuello, lo que te obliga a beber con un taponcito dándote en la nariz (si no has desarrollado la habilidad ninja de apartarlo con el dedo anular: pruébenlo). Me ponían nervioso, no lo entendía, refunfuñaba, gruñía. ¿Saben qué? Les he cogido el punto y ya no solo no me parecen mal, sino que los acepto de buen grado. Un pequeño (o nulo) esfuerzo a cambio de que las playas no se llenen de basura no biodegradable. Ni tan mal.

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