Es noticia
Cuando te haces adulto, las tardes desaparecen
  1. Cultura
Héctor G. Barnés

Por

Cuando te haces adulto, las tardes desaparecen

Antes, las tardes parecían durar eternamente: tu vida podía cambiar en unas horas. Ahora las tardes pasan en un abrir y cerrar de ojos. Para los adultos, es tiempo de responsabilidad

Foto: Una tarde cualquiera. (Reuters/Jon Nazca)
Una tarde cualquiera. (Reuters/Jon Nazca)

Llevo muchos años preguntándome qué fue de las tardes tal y como las conocí. Un buen día desaparecieron y no las he vuelto a encontrar. Algún día asoman de forma tímida, sobre todo en verano, pero se esfuman tan rápido como aparecieron. De niño y adolescente, las tardes lo eran todo. Eran, exactamente, el momento de vivir.

Las tardes parecían entonces infinitas. En ellas aprendí informática e inglés, me hice cinturón amarillo de taekwondo. Por las tardes quedaba con mis amigos a jugar a la consola o al fútbol. Veía la televisión con mi abuelo y merendaba. Hacía los deberes y me sobraba tiempo para leer tebeos. Además de hacer todo eso, cenaba pronto y me metía en la cama relativamente temprano. ¿Dónde han ido a parar esas tardes?

Hoy, acabo de comer, pestañeo y de repente me encuentro a las diez de la noche cenando cualquier cosa que he preparado corriendo. Tal vez una de las consecuencias de hacerse adulto es que las tardes desaparezcan. La tarde de aquella infancia ha perdido su sentido mítico y se ha rebajado a la insípida definición de la RAE. Es decir, no es más que la "parte del día comprendida entre el mediodía y el anochecer". Como el negativo de una fotografía, la tarde es todo lo que no es el resto de la jornada. Ha dejado de tener entidad propia.

Pero el tiempo no cambia, cambiamos nosotros. La tarde de la infancia era un espacio de libertad, ese océano de tiempo que esperábamos durante toda la mañana y que daba comienzo nada más sonar la sirena del colegio. Era el tiempo del ocio, pero también, del desarrollo personal y del establecimiento de vínculos. Del aprendizaje fuera de la escuela, del juego y de la amistad. De todo aquello que escapaba a las reglas. Por mal que te fuese la mañana, sabías que tarde o temprano llegaría la tarde.

La división entre una mañana productiva y una tarde de esparcimiento se ha esfumado

Ese lugar, en la vida adulta, lo ocupa la fatigada noche. Si no eres un bohemio, y de esos ya no quedan, la noche solo sirve para arrojarse en el sofá a disfrutar la forma de ocio más alienante que tengamos a mano (clic: ahí tienes la peor serie que verás jamás) o, si uno tiene ánimo, echarse en brazos de la vida nocturna, que suele querer decir "hostelería". Comida y bebida para aliviar las penas, más cansancio para el día siguiente. Las tardes de la infancia, al menos tal y como las recordamos, eran anticonsumistas, quitando algún sobre de cromos por aquí o por allá.

Para la mayoría de nosotros, la tarde ha sido absorbida por la rectitud de la mañana. Esa antigua división de la jornada entre una mitad productiva y otra de esparcimiento ha desaparecido, y todo se ha convertido en mañana (metafórica). Influyen los horarios españoles, como bien saben los padres a los que tanto esfuerzo les cuesta buscar formas de llenar esas horas de la larga tarde para que sus pobres hijos estén entretenidos, y esa costumbre tan de la empresa española de alargar horarios (hasta las 18, pero también hasta las 19 o las 20, quién sabe). En aquella época, a partir de las cuatro o cinco de la tarde, teníamos todo el tiempo del mundo.

placeholder Cuenta conmigo: un verano de corrupción.
Cuenta conmigo: un verano de corrupción.

A partir de cierta edad, las tardes se convierten en ese banco de tiempo donde encajamos todas aquellas cosas que no nos ha dado tiempo a hacer durante el resto del día. Más trabajo, más autoexplotación, más compromisos, una mañana eterna. Incluso apuntarse a un curso, al gimnasio o determinadas relaciones sociales empiezan a sentirse como una obligación. La tarde ha sido devorada por el ritmo infatigable de nuestra agenda.

Quizá todo se deba simplemente a que llevo muchos años sin jornada continua en verano, ese espejismo que a muchos les permite recuperar las tardes, aunque sea por unas semanas. Miro a mi alrededor y de repente veo a adultos bajándose a la piscina, incluso viendo el Tour o la telenovela. Sobre todo, echándose la siesta. Incluso no hacer nada era parte esencial de aquella tarde idealizada que perdimos, la de la brisa en las cortinas y el silencio en la calle.

Porque las tardes están también íntimamente vinculadas con el verano, porque como aquel, son las horas en las que la productividad se detiene y el tiempo se ensancha. Cuando tienes cinco años, una tarde de verano te puede cambiar la vida (Stephen King lo contó bien en Cuenta conmigo). Entrabas en esas tardes siendo una persona y cuando caía la noche, eras otra, tal vez incluso un adulto. Solo no hacer nada permite que ocurra todo. Bueno, ya se les acabará el chollo en cuanto llegue septiembre. Nadie puede recuperar las tardes por completo. Es contra natura.

Los padres sacrifican sus propias tardes para que sus hijos puedan tenerlas

El imperio de la nostalgia

Si se dan cuenta, toda la gran industria de la nostalgia de la generación millennial está relacionada con las tardes. El bocadillo de Nocilla. Las series de dibujos, de Heidi a Mazinger Z pasando por Bola de Dragón. Los balones de fútbol duros como rocas. La mercromina. La tarde es el imperio de la nostalgia por antonomasia, conformado por pequeños elementos que, décadas después, se convirtieron en productos de consumo fetichista.

Las tardes de la edad adulta son el imperio de la responsabilidad, tanto impuesta como adquirida, porque al final y al cabo en eso consiste hacerse mayor. En convertirse en la persona que trabaja, que produce, que cuida y que mantiene. En realidad, los padres sacrifican sus propias tardes para que sus hijos puedan disfrutar de ellas. En aquellas tardes no nos dábamos cuenta de que nos traían, nos llevaban, nos cuidaban mientras jugábamos con nuestros amigos. En definitiva, sacrificaban su tiempo para que nosotros pudiésemos tener tardes.

*Si no ves correctamente el módulo de suscripción, haz clic aquí

Porque, de manera paralela a ello, las tardes también eran el imperio de los abuelos. Apenas las pasé con mis padres, porque tenían que trabajar o dedicarse a lo que fuese que se dedicasen (tampoco me importaba tanto), pero sí con aquellas personas que por aquel entonces no era consciente que, como las propias tardes, estaban condenadas a desaparecer pronto. Eran ellos los que ya no tenían que seguir produciendo y podían volver a disfrutar de nuevo de las tardes. Eso sí, con nueva compañía a la que consentir. Porque quizá la única forma de volver a disfrutar las tardes sea esa, jubilándose, es decir, abandonando la rueda del hámster y recuperando el propio tiempo para regalarlo de nuevo.

placeholder Desayuno y merienda (gentrificada).
Desayuno y merienda (gentrificada).

O quizá las tardes no sean más que un espejismo y jamás existieron. Quizá las tardes tengan todo lo que tiene la nostalgia: la capacidad de deformar la realidad. Quizá podría haber escrito el mismo artículo sobre las mañanas, cuando nos desperezábamos viendo nuestros dibujos animados preferidos y desayunábamos cereales; del mediodía, cuando salíamos del colegio y volvíamos a casa a comer mientras devorábamos el pan que nos habían pedido que compráramos; de la noche, cuando nos caíamos rendidos de sueño. Quizá no han desaparecido las tardes, quizá nunca existieron y solo somos nosotros los que las hemos inventado de adultos. Como el verano o como la infancia.

Llevo muchos años preguntándome qué fue de las tardes tal y como las conocí. Un buen día desaparecieron y no las he vuelto a encontrar. Algún día asoman de forma tímida, sobre todo en verano, pero se esfuman tan rápido como aparecieron. De niño y adolescente, las tardes lo eran todo. Eran, exactamente, el momento de vivir.

Trinchera Cultural Psicología Infancia
El redactor recomienda