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¿Le molesta que los ídolos españoles sean hijos de inmigrantes? Ayude al país: ¡emigre!
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Hernán Migoya

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¿Le molesta que los ídolos españoles sean hijos de inmigrantes? Ayude al país: ¡emigre!

¿Pasáis miedo en Europa? ¿Pensáis como yo que el nacionalismo es la mayor lacra de la humanidad y que está detrás de los genocidios?

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Hernán Migoya
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¿Pasáis miedo en Europa? ¿Pensáis como yo que el nacionalismo es la mayor lacra de la humanidad y que está detrás de la mayoría de genocidios e injusticias del mundo? ¿Estáis asombrados del viraje hacia la emoción irracional y la abierta confrontación de extremismos que han tomado muchos países como España tras los años de pandemia? O, por el contrario, ¿creéis que Europa se va a la mierda porque se ha llenado de gente de otros pueblos y razas que "degradarán" nuestro sistema de vida?

Bueno, en cualquiera de esos casos la solución es fácil: tomad el petate y marchad a algún país donde dichas cuestiones resulten triviales. No solamente contribuiréis al mestizaje, que es el mayor antídoto contra la discriminación basada en estereotipos raciales de primera y segunda categoría; diluiréis el patrioterismo mundial y ayudaréis, por tanto, a rebajar la tensión y presión de las "placas tectónicas" que plantean los fanatismos nacionalistas arraigados por territorios.

Y fortaleceréis vuestro bagaje vital, evitando de paso que vuestra futura descendencia se vuelva acomodaticia. ¡Que nuestros hijos espabilen, como espabilaron nuestros ancestros! Que luchen por avanzar sin dar todo por sentado como le pasó a mi mimada generación. Así, quizás alguno de vuestros hijos podrá ser como Lamine Yamal en el país que os acoja.

Cuando en pleno siglo XXI escucho mensajes tan tradicionalistas y retrógrados como los que lanza Vladímir Putin sobre la patria, las familias modelo, la pureza étnica, el efecto para él nocivo de los derechos LGTBI y la decadencia europea, me echo a temblar. Pensaba que esas cosas ya no pasaban: yo era hijo del internacionalismo, de la sociedad del bienestar, de la unión europea que contrarrestaba las codicias chovinistas de sus estados integrados trocándolas por el bien común de una ciudadanía rica y plural donde cupieran todos los colores, sexos y orígenes.

Foto: El extremo español se escapa de Rabiot antes de marcar un golazo. (EFE/Alberto Estévez)

Ahora, todo me suena igual: Putin, la Yihad, el Mossad, Hamás, Le Pen, Abascal, Otegi, Maduro, Milei… Tienen todos sus mentiras particulares como si fueran la única verdad, sólo consumen su mierda y quieren que los demás nos convirtamos también en adeptos a su monotema excremental. Lo gracioso es que creen estar radicalmente enfrentados por diferentes colores, banderas y religiones cuando su estrechez mental los hace hermanos de esencia. Se parecen muchísimo, más de lo que se piensan, porque esgrimen una manera específica e inflexible de entender la vida y pretenden imponérsela a los demás. Y al pretender eso la convierten en mentira. Son un puñado de fanáticos unidos por el apego a sus mentiras.

Sinceramente, creo que ese fanatismo se cura viajando. Así, el español que trata mal a un africano verá al alemán que trata mal a un español y comprenderá que todos los españoles podemos ser africanos cuando vienen mal dadas.

"El español que trata mal a un africano verá al alemán que trata mal a un español y verá que los españoles podemos ser africanos"

Yo he tenido la suerte de que mis padres fueran emigrantes. Se largaron en los años 50 y 60 de España por la razón más básica que pueda existir: el hambre. Como imagino que muchas personas llegan a Europa remolcadas por ese motor. Es decir, movidas por la necesidad. Mi madre fue enviada por la suya a la Argentina cuando sólo contaba 14 años, al hogar de unos tíos sin hijos que la adoptaron con amor. En cuanto a mi padre, era un pueblerino que se hizo carpintero por no tener que bajar a la mina como mi abuelo, pero la escasez de trabajo lo hizo navegar también a Sudamérica para acabar trabajando de camarero en el restaurante bonaerense de los tíos de mi madre… El resto es fácil de imaginar.

Argentina trató a mis padres de maravilla, sin xenofobia ni racismo, y por eso siempre los oí contar historias hermosas de las tierras americanas. Mientras, me tocó convivir durante cuatro décadas con las quejas de los españoles: primero se quejaban de que no se vivía bien; luego de que se vivía demasiado bien y que el materialismo nos iba a devorar; después, de que la crisis había acabado con la "sociedad del bienestar" que jamás habían mencionado con ese nombre antes de la crisis ni, en último término, visto con buenos ojos; y ahora, por suerte, ya no estoy tan al tanto de qué se quejan…

Y cuando me cansé de soportar ese runrún quejumbroso, porque quejarse es el deporte nacional por el que se nos conoce y reconoce en medio mundo, decidí hacer el petate yo y largarme a América para empezar de cero, antes de acabar contagiado de la misma quejitis ibérica. Y no sólo descansé de los españoles, también descansé de mí mismo: porque uno acaba odiándose cuando descubre en sí todos aquellos vicios telúricos que detesta en su sociedad. Y escapando de mis compatriotas, alcancé el alivio de no verme reflejado continuamente en mi entorno y logré olvidarme de mis tics nacionales, desarrollando otras facultades, sensaciones y potenciales dormidos al atender a otra realidad.

Patriotismo cultural

Eso no me convierte en un apátrida del todo, creo. Todavía lloro como una magdalena cuando escucho a Manolo Escobar cantando La campanita o a Víctor Manuel con su El abuelo Vítor que tanto me recuerda a mi propio abuelo. Pero trato de que mi "patriotismo" (aunque odio ese término, porque es la raíz eterna de tantos males: yo lo llamaría idiosincrasia) se circunscriba a lo cultural, que al fin y al cabo es lo único que merece la pena en la vida. Se me escarapela la piel cuando cruzo una calle limeña y oigo la voz de Rocío Dúrcal o de Camilo Sesto surgiendo de algún bar o salón de belleza, cosa que jamás sucede ya en España.

Pienso sinceramente que mi generación, y perdón por la generalización, creció agilipollada. Tuvimos unos padres que debieron luchar muy duro para salir adelante y nos sacaron de la clase obrera para conformar una clase media-baja: vale, muchos dirán que es un espejismo capitalista, que seguimos uncidos al arado y bla bla bla…, pero yo veo a todo el mundo alrededor mirando Netflix cada noche, mientras mi padre se acostaba a las diez para madrugar fresco antes de ir al taller y mi madre se dejaba la vista un par de horas más tejiendo ropa para tiendas.

Como mi hermano y yo, muchos jóvenes de nuestra edad fueron los primeros de sus respectivos hogares en obtener estudios universitarios. Nuestros padres nos lo dieron todo, creyendo que sería positivo ahorrarnos cualquier sufrimiento que ellos hubieran tenido que pasar. La mía es la primera generación que pudo crecer envuelta en oropeles virtuales, perdida en la ficción: la de los videojuegos, los ordenadores, los VHS y deuvedés, luego internet… Muchos conocidos de mi edad solo han viajado a París o a Cancún o a Nueva York, si es que han salido del país. Nos falta un poco de calle, de vida, de lucha por la supervivencia. En un caldo de cultivo como ese, es normal que la necesidad de sentir impulsos vitales radicalice a las personas. La sangre pide desfogarse teniendo experiencias nuevas. En una sociedad tan abotargada, el cabreo y la insatisfacción continua son la moneda corriente.

Los mejores españoles por el mundo

Cuando durante la pandemia mi hermano mayor se llevaba a mi madre al hospital para sus análisis y tratamiento del cáncer, yo le ponía a mi padre la tele como nana de fondo para su alzhéimer: nuestro tempo solía coincidir con la emisión de un programa de españoles por el mundo, creo que era el Viajeros de Cuatro. Por lo general, todos los compatriotas que vivían en otros países manifestaban, de modo directo o indirecto, los motivos por los que les gustaba residir en aquel punto tan lejano a su terruño: la búsqueda de otra realidad más sencilla, menos sobada y sabida, menos angustiosa e inductora al hastío.

Podía reconocer en ellos mis propias razones. En mi caso, se suma que pasear por Lima es ver España hace cincuenta años: sus portales, sus edificios, su variedad de coches de todas las épocas con abundancia de modelos setenteros (la escasa rigidez en los controles vehiculares que supone una desgracia cívica redunda en una alegría para los ojos), los saludos de los mayores, el trato desenfadado de sus gentes, menos homologadas a la horma del globalismo laboral… todo remite a los años 70, a mi feliz infancia.

Normalmente, cuando una o dos veces al año recibo conocidos españoles de visita (pocos se animan, la verdad), enseguida los calo según su reacción inmediata. Los hay de dos tipos: los que odian el caos "tercermundista" y los que se quedan fascinados con él. No juzgo en ningún caso, pero por lo usual los segundos poseen una mentalidad mucho más abierta y dispuesta a aprender y ver más allá de lo superficial.

Foto: Imagen de la revista en cuestión. (Cedida)

Pondré un ejemplo: hace poco tiempo, me visitó una amiga de Madrid. Tomamos un taxi desde el aeropuerto y nos adentramos en la jungla del tráfico limeño, una absoluta guerra de trincheras donde cada coche intenta entremeterse entre los demás como si a cada conductor le fuera la vida en ganar un metro de terreno. Al detenerse nuestro taxista con característica brusquedad frente a un semáforo en rojo, otro coche desembocó desde una bocacalle en nuestra vía y a punto estuvo de empotrarse por un lateral, parando a unos centímetros de mi portezuela. Mi amiga y yo nos dimos un buen susto entre el frenazo y el amago de embestida. Luego miré sus ojos asombrados, que buscaron los míos. Y ella estalló en carcajadas.

Ahí supe que a ella le iba a encantar mi ciudad. Tenía LA actitud.

La semana pasada me visitó también un amigo peruano que vive en Barcelona desde hace dos décadas. Le comenté cómo ya no me hallaba a gusto en la Ciudad Condal, por el nacionalismo, por la polarización ideológica, pero también por la frialdad y el miedo a involucrarse emocionalmente que siempre noté en los barceloneses, tan diferente a la calidez sudamericana que a su vez me remitía a los barrios obreros del extrarradio catalán donde crecí.

Le conté que si había cuidado tres años a mis padres fue siguiendo el ejemplo que vi en mi expareja amazónica respecto de los suyos, el abierto cariño con que se trataban y la manera envidiable en que se ocupaban ya no solo de sus mayores, acogiéndolos siempre en casa, sino de otros parientes: si algún primo o sobrino de mis amigos peruanos se veía obligado a viajar a su ciudad o país de adopción, en muchos casos lo alojaban en su propio domicilio el tiempo que hiciera falta. Esa involucración no la notaba en Barcelona: al contrario, percibía un desentendimiento habitual por el destino de los demás, familiares incluidos. ¡La vida moderna y sus falsas obligaciones individuales!

"Esa involucración no la notaba en Barcelona: al contrario, percibía un desentendimiento habitual por el destino de los demás"

Sorprendentemente, mi amigo, barcelonófilo de pro, me dio la razón y me contó su propia circunstancia: tenía un marido barcelonés y una suegra ochentona. La señora ya no podía arreglárselas sola en su piso y él le había rogado a su pareja que trajeran a vivir a la anciana bajo su propio techo. Pero el hijo se había negado, con esa frialdad y ese miedo a involucrarse que yo había señalado.

Acababa de meter a su madre en una residencia, esa institución ya típicamente española donde tantos viejos abandonados murieron por el covid. Y, mirad qué curioso, quien más sufría por la estancia de la señora en el asilo era su yerno latino, poco acostumbrado a que se despachen así de fríamente a los progenitores. He ahí la paradoja: en las sociedades más peligrosas e inseguras la gente tiene menos miedo de abrirse al riesgo de nuevas situaciones y de asumir compromisos que en aquellas donde sabes que prácticamente tienes asegurada tu vida y tu salud. En estas, la gente termina volviéndose muchísimo más conservadora, egoísta y asustadiza en lo vivencial.

Recordé entonces una de las últimas cosas que mi madre le había hecho prometer a mi hermano poco antes de morir y dejar solo a mi padre, algo que le causaba mayor dolor que la propia enfermedad: "Prométeme que nunca meterás a tu padre en una residencia".

Mi hermano se ocupa de mi padre en casa. Sospecho que porque todavía es tan pueblerino como yo.

Manual del inmigrante cívico y responsable

No todo es un camino de rosas en la vida del inmigrante europeo, os aviso. En gran parte de Sudamérica la inseguridad ciudadana campa con mucha mayor impunidad que en la hiperprotegida España y en Perú no existe estado del bienestar, como mucho del malestar, y aun a veces ni eso. Es la otra cara de volver a lo básico, a un lejano oeste contemporáneo.

Hace un par de meses, por ejemplo, estuve a punto de liarme a puñetazos en la calle. Yo, que solamente me he peleado una vez cuando guaje y no lo he vuelto a hacer porque en aquella ocasión gané de chiripa y no quiero tentar de nuevo la suerte, casi me aboco a un enfrentamiento a golpes en plena vía pública.

Sucedió un mediodía en que me dirigía paseando con mi natural ufano hacia el súper, en sí toda una aventura. Por la acera no había ningún otro peatón, por eso no me costó reparar en un sujeto en lontananza que se acercaba a todo trapo sobre un patinete eléctrico. Iba a mucha velocidad y, estando todavía a unos veinte metros de mí, me sorprendió que pareciera rodar encarado hacia mi lado izquierdo, donde a medio metro se alzaba la pared del edificio de esa manzana. Por ese estrecho margen no pasaría sin chocar conmigo, mientras al otro lado contaba con un ancho de dos tercios de acera por donde podía avanzar sin problemas. Sin embargo, efectivamente, circulaba rumbo al desfiladero imposible de su lateral derecho. Quería sí o sí obligarme a apartarme de mi camino para cederle paso al suyo.

Foto: Feministas mexicanas en una imagen de archivo. (EFE/Sáshenka Gutiérrez)
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En esos segundos previos a que se cruzara conmigo consideré qué hacer. La prudencia mandaba echarme a un lado, apartarme más de la pared y permitir que el petimetre patinetero surcara limpiamente ese tramo, sin problemas ni obstáculos por mi parte. Me evitaría meterme en líos. Pero claro, quien se desplazaba a excesiva velocidad y avasallando al personal era él. Yo iba caminando por la acera como una persona civilizada.

Recuerdo que lo último que pensé fue esto:

"Mi madre está muerta".

Así que seguí caminando en el mismo sentido sin variar ni un milímetro mi trayectoria.

Él tampoco varió la suya. El impacto en mi hombro fue tremendo, pero por suerte nos golpeamos de tal modo orgánico que no hizo mella alguna en mí ni me dolió. Imaginé que a él tampoco le había dolido, así que continué andando sin más. Sin embargo, oí que el tipo detenía su patinete, se bajaba de él, y sus pasos rápidos a mi espalda. Ahí sí temí que me soltara un porrazo a traición, así que me volví.

—¡Tú, a ver si miras por dónde vas, por qué no te apartaste! ¡Quisiste hacerme caer! ¡Eres un maleducado!

Su acento me confirmó que era inmigrante como yo. Veinteañero, fácilmente la mitad de mi edad. Y mucho más corpulento, me sacaba la cabeza entera. Así que le sonreí beatíficamente y le respondí que yo me había limitado a ir por mi camino. Si su intención era pegarme, pensé, desde luego lograría partirme la cara sin gran esfuerzo, pero yo no tenía ninguna intención de levantarle la mano y precipitar el palizón.

"Seguí sonriendo con mi mayor demostración de pasividad occidental, preparándome para encajar el primer sopapo"

Entretanto me siguió increpando, esperando que yo respondiera con similar agresividad, supongo. Seguí sonriendo con mi mayor demostración de pasividad occidental, preparándome para encajar el primer sopapo y midiendo la altura adecuada para mi rodillazo de respuesta. Entonces llegó mi ángel salvador: cuando menos lo esperaba, un peruano treintañero que cruzaba por la acera de enfrente se acercó y empezó a increpar a su vez a mi compañero inmigrante:

—¡Conchatumadre, deja de meterte con él, tú fuiste quien iba por donde no debía!

¡Me estaba defendiendo! Saqué entonces mi Alfredo Landa interior para agradecer con campechanía su intervención al peruano, pero se hallaba demasiado concentrado en cantarle las cuarenta al otro, así que en su lugar recurrí a mi José Luis López Vázquez más íntimo y fui retrocediendo pasito a pasito, sin dejar de efectuar medias reverencias a mi rescatador y adoptar mil sonrisas de deudor con prisas, hasta que me sentí al resguardo de una distancia suficiente como para dar media vuelta y tomar las de Villadiego, caminando con el aire digno de un inmigrante que ha cumplido con su deber ciudadano pero tampoco es suicida.

¿Veis como vivir en el extranjero curte el carácter y forja la personalidad? ¡Ya estoy preparado para cualquier situación crítica!

Por eso insisto: ahora que las cosas van tan mal dadas en Europa, recuperemos nuestro nómada ancestral y busquemos otros horizontes. No os dejéis limitar por el patriotismo: la fluidez y convivencia mundiales lo agradecerán. Os invito a que vengáis a instalaros a Lima, por ejemplo. Bombardearla no es una prioridad de Putin, eso seguro. Claro que se puede uno morir en cualquier momento aplastado por un terremoto.

Pero mejor así, de una muerte "natural".

¿No?

¿Pasáis miedo en Europa? ¿Pensáis como yo que el nacionalismo es la mayor lacra de la humanidad y que está detrás de la mayoría de genocidios e injusticias del mundo? ¿Estáis asombrados del viraje hacia la emoción irracional y la abierta confrontación de extremismos que han tomado muchos países como España tras los años de pandemia? O, por el contrario, ¿creéis que Europa se va a la mierda porque se ha llenado de gente de otros pueblos y razas que "degradarán" nuestro sistema de vida?

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