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"No iba a volver, pero aquí estoy": si a nadie le gustan los festivales, qué hacen en Mad Cool
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CABALGANDO LA DISONANCIA

"No iba a volver, pero aquí estoy": si a nadie le gustan los festivales, qué hacen en Mad Cool

Intentamos responder a la gran pregunta después de cuatro días de Mad Cool: ¿por qué, aunque todo el mundo echa pestes, termina pagando cientos de euros por un festival?

Foto: Dos asistentes al Mad Cool. (Foto: Ricardo Rubio/Europa Press)
Dos asistentes al Mad Cool. (Foto: Ricardo Rubio/Europa Press)

Cuenta la leyenda que en una de sus tardes aciagas en La Maestranza, un aficionado se levantó y le gritó al toreador Curro Romero "¡Curro, el año que viene va a venir tu madre a verte… y yo!" Es la anécdota que me cuenta mi amigo Raúl para explicar por qué, a pesar de haberse prometido el año pasado que jamás volvería a un macrofestival, compró una entrada para ver este jueves a Pearl Jam. "Tú, como yo, somos antifestivales, pero al final siempre nos vemos aquí", me espeta antes de ironizar: "Pues eso, intentaré no volver: nos vemos el año que viene".

A lo largo de cuatro días de festival me resultó evidente la disonancia cognitiva de un público que, en general, echa pestes de los macrofestivales y que, sin embargo, ha ocupado el recinto de Villaverde Alto donde se ha celebrado el Mad Cool. Uno de los comentarios que más se escucha es que no es posible que se vendan tantas entradas para macrofestivales, macroconciertos y otros eventos musicales: pero ahí están todas y cada una de esas personas, llenando esos macrofestivales, macroconciertos y otros eventos musicales. Como en la película de Jean Renoir, todo el mundo tiene sus razones.

Hay multitud de estudios y encuestas de marketing que intentan explicar por qué la gente va a festivales, a pesar de todo. Unos señalan que su público busca experiencias transformadoras o que el entorno festivalero les ayuda a entrar en contacto con su lado más humano. Otros, por la música, pero también por el miedo a perderse las cosas (FOMO) o por escapismo. Algunos añaden que se trata de una forma de socializar a través de experiencias que se escapan a lo cotidiano.

Quizá el gran cambio de los últimos años se haya producido en la percepción social que existe sobre ellos. Ya no son vistos como algo cool (al menos entre la gente cool: es irónico que quien mantiene opiniones más amables es el público de un perfil sociodemográfico más bajo, quizá porque su esfuerzo económico ha sido mayor). A base de malas experiencias, una mayor toma de conciencia de las externalidades que ocasionan (de las medioambientales a las económicas) y la difusión de discursos más críticos, meterse con los macrofestivales es algo común, incluso por parte de sus asistentes. Una mirada severa por parte de un público que tal vez jamás se ha preguntado por las condiciones de los camareros que le atienden a diario. (Los de esta edición, al menos los consultados, no tenían motivos de queja). El algoritmo de X me ha arrojado más tuits presumiendo de no haber ido que de haber ido.

Ninguna persona me ha dicho que fuese por motivos distintos a los musicales

La gran guía de referencia sobre la cuestión, Macrofestivales (Península) de Nando Cruz, acierta en muchas cosas, tanto por documentación como por experiencia propia, pero sobre todo da en el clavo en que por mucho que haya quien interprete cada pinchazo con el final de los macrofestivales, el modelo ha venido para quedarse porque funciona, a pesar de estar formado por una acumulación de burbujas: si desaparece uno, aparece otro más grande. "Esa corriente de desencanto hacia los macrofestivales bien pudiera ser otra burbuja", desliza Cruz. Así pues, ¿por qué va a festivales la gente que va a los festivales?

Número uno: la música

Durante cuatro días de festival he hecho la misma pregunta a todo el mundo que me encontraba: ¿por qué vienes a Mad Cool? En ninguno, ni uno solo de los casos, he recibido una respuesta que no aludiese a la música, contradiciendo la idea de que esta es lo menos importante. "El año pasado salí pensando que no volvía, pero cuando confirmaron a Dua Lipa…" "Yo voy por Pearl Jam, una banda mítica que no he podido ver nunca". "Porque es el único festival rock que le queda a Madrid y tocan Black Pumas, Pearl Jam y Larkin Poe". "Por Dua Lipa, pero también toca el grupo favorito de mi pareja, así que era una oportunidad de ver bandas que de otra forma no vas a ver".

placeholder Black Pumas actuaron la tarde del viernes. (EFE/Kiko Huesca)
Black Pumas actuaron la tarde del viernes. (EFE/Kiko Huesca)

Es posible que se trate de una distorsión por rodearme de gente musiquera, pero los festivales saben que el primer paso siempre es la música y, después, el resto viene solo. Otra cuestión es que por "música" entendamos uno o dos grupos, como le explicaba un chaval a sus amigas antes del concierto de Michael Kiwanuka. Los macrofestivales modelo Mad Cool se construyen alrededor de unos pocos cabezas de cartel capaces de arrastrar muchísimo público y que no se pueden ver en otro lugar. El problema es que no hay tantos. Por eso los nombres son siempre los mismos y por eso, de repente, un grupo como The Killers, que el sábado ofreció un concierto discutible, escala a la primera línea del cartel.

La "prueba del móvil" siempre funciona: aunque conocía a decenas de personas en el festival, nadie me quiso acompañar a Alvvays o Gaslight Anthem. Sin embargo, cuando se acercaba la hora del Pearl Jam de turno, empezaba a llegar una catarata de "¿dónde estás?" al móvil. Después viene la más o menos afortunada segunda línea. La de "grupos que no me importaría ver", muy relacionados con la nostalgia. Garbage, Avril Lavigne o Sum 41, iconos millennial, reúnen una cantidad de gente que no podrían convocar en una gira en solitario. Cachés quizá no muy altos, pero nombres que suenan a todos.

Para quien quiera encontrarla, sigue habiendo una tercera línea muy interesante fuera de los escenarios principales. En mi caso, Alvvays, Nathaniel Rateliff, Jessie Ware, Soccer Mommy, Tom Morello, The Breeders o bar italia (que actuaron ante 87 personas, contadas), por ejemplo. Pero si no te interesa explorar, te sobra mucho tiempo libre. Y aquí es donde entra todo el resto de cosas que puedes hacer en Mad Cool, como comer, beber, subirte a la noria (no arrojen nada desde ella, por favor) o alisarse el pelo.

El festival es una solución para el que quiere ver una vez al año música en vivo

El ambientillo, ¿qué es?

Otra amiga hace referencia a la importancia del "ambientillo". Prácticamente todas las investigaciones hacen referencia a que los festivales son una experiencia compartida que no tiene fácil réplica. Hay amigos a los que solo veo de festival en festival. Muchos comparten un perfil demográfico semejante, que es seguramente uno a los que aspira a llegar Mad Cool, al menos entre los locales: padres y madres con cierto nivel adquisitivo a los que les resulta más fácil cogerse unos días en verano que presentarse un martes de invierno en El Sol para ver un concierto. Hace mucho tiempo que un festival no tiene nada que ver con ese estereotipo de fiesta jipi para adolescentes de acampada, si es que alguna vez lo fue.

Si "ambiente" significa algo, quizá signifique que, como el carnaval, el festival rompe con lo cotidiano. Aunque sea consciente de que no es el mejor contexto para vivir la música en directo, la mayor parte del público no está tan implicado en ella como para que forme parte de su vida diaria (de igual forma que la mayor parte disfrutamos del deporte, la literatura o el cine de manera superficial, y nadie nos dice nada). El festival es una solución funcional para aquellos que quieren vivir una experiencia musical sin demasiado compromiso.

Los festivales, además, son a muestra de que España (y el mundo occidental) es un gigantesco restaurante. Gran parte del "ambiente" es comer y, sobre todo, beber, algo que en muchos casos puede suponer más de la mitad de los ingresos del festival. El alcohol, al fin y al cabo, es el mayor facilitador de ese sentimiento de comunidad. Por eso se vende caro y por eso levantan tantas ampollas los precios de la barra: porque aunque nadie te obligue a hacerlo, parece inconcebible un festival sin beber.

placeholder Kim Deal, de The Breeders. (EFE/Kiko Huesca)
Kim Deal, de The Breeders. (EFE/Kiko Huesca)

Una parte esencial del turismo

En mitad de su concierto, Kim Deal de The Breeders preguntó al público si eran de fuera o de Madrid. La respuesta fue obvia: "¡Sí!" Según los datos de la pasada edición, hay una cantidad más o menos semejante de madrileños y extranjeros en el público del festival (un 38% frente a un 36%); el 26% restante proviene de otras partes de España. Incluso alrededor de la mitad de los medios acreditados son extranjeros. Aun así, es menos internacional que el Primavera Sound y el Sónar o el FIB, que tradicionalmente se han llevado la gran parte del reparto "guiri", y cuyos porcentajes rondan el 50-50.

Para intentar adivinar el porcentaje de público extranjero no hay más que echar un vistazo a los carteles. O al público, como en Sleaford Mods, donde solo se escuchaban conversaciones en inglés. En el Mad Cool, por ejemplo, la presencia de bandas españolas (incluso madrileñas) es testimonial, a diferencia de otros festivales como el Sonorama o el Viña Rock, compuestos prácticamente al completo por músicos nacionales. De igual manera que hay escritores pensando en vender los derechos de sus libros al mercado internacional y otros escribiendo para sus vecinos, cada festival tiene su estrategia de contratación, alineada con el público al que ellos (y las administraciones que los financian) quieren llegar.

Porque los festivales son, entre otras cosas, un elemento más de la industria turística. Se han convertido en una parte esencial de los reclamos que terminen decantando la balanza entre visitar Madrid o Barcelona (o Londres, París, Viena…). A otra escala, es como lo de bajar a la Gran Vía a ver musicales, visitar el estadio de fútbol del equipo con el que simpatizas cuando viajas a otra ciudad o acudir a Disneyworld cuando visitas París. La música es un elemento más, como los museos, los monumentos o la gastronomía. Pero nadie dudaría del valor de un cuadro de Velázquez o de un plato tradicional por ello.

Los festivales parecen más parque de atracciones vistos desde fuera que desde dentro

¿Y el postureo?

El sábado por la mañana asistí a una interesante conversación entre dos grandes aficionadas a la música poco sospechosas de postureo. Una, que no había acudido al festival, lamentaba que los festivales se parecían cada vez más a "parques de atracciones donde hacer cosas" y que la música quedaba en segundo plano. La otra, que sí había ido, respondía diciendo que se enteraba de todas esas acciones publicitarias por las redes sociales, al día siguiente, nunca en persona en el festival. Ambas tienen su parte de razón.

Aunque las marcas están por todas partes (como, por cierto, en nuestro espacio público o en el metro), los festivales parecen más un parque de atracciones, a la gente que accede a ellos por redes sociales que a los asistentes, porque ese es el objetivo de las marcas. Que su presencia el recinto sea amplificada posteriormente a través de la red (a veces, vía indignación), lo que proporciona una imagen distorsionada no solo del festival en sí sino, sobre todo, de los propios asistentes. Esos que, supuestamente, van al "postureo" y que simplemente son una parte mínima amplificada por las marcas. Es imposible: no hay 40.000 influencers.

Como explicaba el filósofo y escritor Pepe Tesoro, "la finalidad de las marcas es precisamente esta, hacer creer que todo gira en torno a ellas". Por eso da la sensación de que es lo más importante, porque son ellas las que imponen el discurso. Y, tal vez, porque gran parte de los análisis se realizan desde fuera, por parte de gente que no ha estado en ellos, cuya vinculación con la industria y actualidad musical es nula, que se limitan a reproducir discursos o, en el mejor de los casos, porque ya venían desencantados de casa y se criaron por edad en unas coordenadas culturales muy distintas.

Darse un paseo por Mad Cool a las seis de la tarde es, además, ver a la otra España que trabaja. No se trata únicamente de los camareros, el personal de montaje, pipas y equipo de seguridad. El festival se ha convertido en una pequeña convención de la "industria de los contenidos", que incluye marcas, agencias de publicidad, periodistas, fotógrafos, productores, etc. Y cada vez hay más contenido, por lo que también hay más personas dedicadas a ello, a veces con jornadas agotadoras: algunos fotógrafos se acostaban a las tres de la madrugada para levantarse a las siete. En la cara oculta del festival se mueve mucho más dinero del que parece. Mucha gente va a los festivales a trabajar, a hacer contactos o a cerrar tratos. Según los datos del año pasado, el festival generó 2.000 empleos mensuales de forma directa y 4.700 de manera indirecta. Alrededor de una décima parte del aforo.

La gente a quien le meten el festival en casa

El gran punto negro de esta edición de Mad Cool han sido las protestas de los vecinos del sur que han tenido que ir al festival, aunque no quisieran. Los vecinos de Villaverde Alto han lamentado el alto volumen del sonido durante las primeras jornadas del festival (la colonia Marconi se encuentra a apenas 300 metros del recinto), así como la obligación de moverse por su propio barrio con certificados para acceder a su vivienda o su puesto de trabajo.

La plataforma vecinal ha puesto en marcha una petición en change.org donde sintetiza algunos de estos problemas. "Este espacio supone un gran impacto medioambiental para la zona, haciendo que esta sufra de una altísima contaminación acústica, polución y generación de residuos, entre otros problemas", lamentan. "Además, el masivo tránsito de personas aumenta la inseguridad en las calles, las conductas incívicas y la insalubridad".

En septiembre se sabrá si el festival debe proseguir su peregrinaje en otro espacio

En septiembre se tomará la decisión final sobre si el espacio Iberdrola Music está capacitado para albergar un festival como Mad Cool o si, por el contrario, debe proseguir un peregrinaje que ya le ha hecho pasar por la Caja Mágica o Valdebebas. Son espectáculos de difícil encaje en la complicada trama urbana, ya que deben ser suficientemente accesibles, pero resulta inconcebible ubicarlos en el centro. Quizá el gran problema de Mad Cool no sea la gente que va a ellos y que tiene sus buenas o malas razones para hacerlo, sino la gente que no quiere ir y a la que se le mete el festival por la ventana de casa.

Cuenta la leyenda que en una de sus tardes aciagas en La Maestranza, un aficionado se levantó y le gritó al toreador Curro Romero "¡Curro, el año que viene va a venir tu madre a verte… y yo!" Es la anécdota que me cuenta mi amigo Raúl para explicar por qué, a pesar de haberse prometido el año pasado que jamás volvería a un macrofestival, compró una entrada para ver este jueves a Pearl Jam. "Tú, como yo, somos antifestivales, pero al final siempre nos vemos aquí", me espeta antes de ironizar: "Pues eso, intentaré no volver: nos vemos el año que viene".

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