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El Papa Urbano II, el gran propagandista de las cruzadas y la oferta que nadie pudo rechazar
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El Papa Urbano II, el gran propagandista de las cruzadas y la oferta que nadie pudo rechazar

El historiador medievalista Jonathan Phillips publica 'Los guerreros de Dios', una historia amena y moderna de las guerras santas desde Jerusalén a Granada

Foto: El papa Urbano II predica la I Cruzada
El papa Urbano II predica la I Cruzada

Hoy, mientras novecientos años después un lejano descendiente de la creación del papa Urbano aún proyecta su sombra sobre las relaciones entre cristianos y musulmanes en todo el mundo, no deja de ser una ironía que las cruzadas tuvieran como principal objetivo remediar los problemas dentro de Europa occidental. Como cabeza de la Iglesia católica, Urbano era responsable del bienestar espiritual de toda la cristiandad latina. Sin embargo, varios males acosaban a Europa: la violencia y la anarquía eran moneda corriente, y el emperador Enrique IV de Alemania, el gobernante secular más poderoso, fue, en alguna ocasión, excomulgado y expulsado de la Iglesia por haber desafiado la autoridad papal. A ojos de Urbano, la causa fundamental de tal caos era la disminución de la fe; su cometido, restaurar la paz y la estabilidad. Para lograrlo, la cuestión espiritual debía aunarse con un astuto cálculo político; tal vez para el lector moderno el segundo de estos elementos resulte un poco incómodo en un hombre de su posición, pero para Urbano ambos eran indivisibles; como papa, hacía todo lo necesario para defender la obra de Dios.

La genialidad de Urbano le permitió concebir un plan que ofrecía beneficios al papa y a todo su rebaño. Tal vez lo consiguiera en parte por sus antecedentes familiares: era natural del condado de Champaña, en el norte de Francia, y por sus venas corría sangre noble. La combinación de este linaje de alta alcurnia con una exitosa carrera eclesiástica lo ubicó en una situación privilegiada para entender las esperanzas y temores de las clases caballerescas y esto, en parte, explica por qué la cruzada satisfizo las aspiraciones de tantos. Incorporó varios ingredientes a los que la sociedad medieval estaba acostumbrada —como la peregrinación y la idea de guerra santa contra los enemigos de Dios— junto con una oferta de salvación sin precedentes, una fusión que casi garantizaba el entusiasmo de los guerreros de Europa occidental.

En cualquier época, para persuadir a alguien de que abandone su hogar y a sus seres queridos y se aventure hacia lo desconocido suele ser necesario convencerlo de que la causa merece la pena.

El discurso del papa Urbano II en Clermont se sirvió de imágenes incendiarias para suscitar la indignación moral de su audiencia

Como demuestran muchos conflictos modernos, la propaganda puede desempeñar un papel vital en la preparación de una guerra. El discurso del papa Urbano II en Clermont se sirvió de imágenes incendiarias para suscitar la indignación moral de su audiencia. Se habló de los musulmanes en un lenguaje que enfatizaba su "otredad" y sus barbáricas acciones cometidas contra cristianos inocentes. En realidad, si bien es cierto que en ocasiones se maltrataba a los peregrinos, también lo es que, desde hacía décadas, los musulmanes de Tierra Santa no perseguían por sistema a los cristianos.

A pesar de ello, la apasionada retórica de Urbano exigía una respuesta por parte de los caballeros de Francia. Urbano pidió venganza, un concepto del todo familiar para unos caballeros acostumbrados a corregir la injusticia a través de la fuerza, apoyados por el peso del derecho moral. Urbano y su círculo de consejeros citaron a las autoridades del derecho canónico, como san Agustín, y construyeron la idea de que, en ciertas circunstancias, la violencia podía verse como un acto moralmente positivo.

Esto requería una causa justa, por lo general, una reacción a la agresión de otra parte, en este caso a las supuestas atrocidades cometidas por los musulmanes. Se necesitaba una autoridad adecuada para proclamar la guerra; y también una intención correcta, es decir, motivos puros en un conflicto de fuerza proporcional, pero no excesiva. A estos principios de "guerra justa", las cruzadas añadieron el voto religioso y la asociación con la peregrinación. Así, al considerarse positiva desde el punto de vista moral, la cruzada se convirtió en un acto de penitencia que merecía recompensa espiritual. Entre los intentos previos de restringir la violencia que asolaba la Europa del siglo XI se encuentra el movimiento de la "paz de Dios"; la Iglesia prohibía combatir durante un periodo de tiempo determinado so pena de sanciones eclesiásticas. En Clermont, sin embargo, Urbano instó a los caballeros de Francia a cesar en sus guerras privadas y a emprender una batalla digna de su noble condición; luchar por Dios era servir al señor supremo, y obtener el perdón por sus vidas trufadas de maldad, un premio inconmensurablemente mayor que cualquier riqueza terrenal.

placeholder 'Los guerreros de Dios', de Jonathan Phillips (Ático de los Libros)
'Los guerreros de Dios', de Jonathan Phillips (Ático de los Libros)

Los violentos guerreros de Occidente habían cometido, sin duda, muchos actos desagradables hacia Dios, y ahora Urbano les ofrecía la oportunidad de evitar un destino terrible. En general, toda iglesia tenía una escultura o un fresco del infierno: feroces demonios sacaban los ojos a pecadores que gritaban en vano; a otros los desollaban o torturaban con lanzas y horcas; y los empalados se asaban por toda la eternidad. El mensaje de la Iglesia era de una sencillez aterradora: no había forma de evitar las consecuencias del pecado; un caballero, pues, necesitaba una vía de escape de las llamas de Satán. Estos mismos frescos también mostraban el cielo, un lugar de paz, tranquilidad y seguridad eterna. Peregrinar y hacer donaciones a los monasterios ayudaba a evitar el infierno, pero Urbano se mostró brillante al ofrecer lo que un contemporáneo describió como "una nueva forma de alcanzar la salvación". El papa juzgó, con precisión, que la cruzada sería una experiencia lo bastante ardua como para merecer la condonación de toda penitencia; en efecto, haría borrón y cuenta nueva, y todas las fechorías brutales y violentas del guerrero medieval —o de cualquiera que participase en la cruzada— quedarían absueltas. En cuanto a los caballeros, lo mejor de todo era que podían seguir luchando, solo que ahora sus energías se dirigirían a los enemigos de Dios, en lugar de a sus correligionarios. Así, con una nueva causa por la que batallar, la Iglesia bendecía sus actividades, en lugar de condenarlas.

Los que deseaban participar en la cruzada debían declarar de forma pública su compromiso en forma de voto y ser marcados con la señal de la cruz. A menudo, en medio de escenas de gran emotividad, los entusiastas reclutas se adelantaban y exigían que les pegaran una cruz de tela en el hombro, desesperados por llevar el símbolo que representaba el sacrificio de Cristo e imitar así su padecimiento. Los predicadores abrazaron las palabras del propio Cristo: "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame". Si un cruzado abandonaba sus votos, merecía el oprobio eterno; Urbano "ordenó que […] se lo considerase por siempre un proscrito, a menos que recapacitase y se comprometiera a concluir cualquier obligación que le quedase por cumplir". Por otra parte, la cruzada también tuvo el efecto, al menos temporal, de someter a un gran número de personas al control de la Iglesia. Una vez más, podemos ver que había encontrado una manera de mejorar la posición del papado al tiempo que ofrecía algo atractivo a los demás.

El llamamiento a liberar el Santo Sepulcro y a los cristianos de Oriente se plasmó en una forma familiar: la peregrinación, un elemento fundamental de la vida medieval. La noción de acudir a un santo para encontrar ayuda era una experiencia cotidiana, y la gente buscaba la asistencia de estos seres celestiales en asuntos como la salud, las cosechas, la fertilidad, la protección y el perdón de los pecados. La presencia de un santo se manifestaba a través de reliquias, partes de su cuerpo u objetos relacionados con su vida; se creía que conservaban su poder sagrado y ofrecían un conducto a la ayuda divina. La veneración de las reliquias a menudo exigía un viaje, y algunos santos se asociaron a causas particulares: san Leonardo de Noblat, por ejemplo, era el patrón de los prisioneros. Las personas cautivas lo rezaban y, cuando terminaba su encarcelamiento, peregrinaban a Noblat (en el centro de Francia) y, en señal de gratitud, colocaban sus cadenas en el altar de la iglesia. Aunque muchas peregrinaciones eran simples procesiones o visitas a iglesias locales, durante el siglo XI se popularizaron los viajes más largos a santuarios importantes, como el de Santiago de Compostela, en el noroeste de España. El destino definitivo de peregrinación era Tierra Santa, el lugar donde Cristo vivió y murió. Como había ascendido al cielo, no existía cuerpo al que venerar, por lo que la atención del peregrino se centraba en los lugares que habían estado en contacto con su presencia y su pasión, en especial su tumba, el Santo Sepulcro de Jerusalén. Tierra Santa, y sobre todo este lugar en concreto, se convirtieron en el principal objetivo de la primera cruzada. Para los cruzados, un viaje allí merecía la mayor recompensa de todas: la remisión de cualquier pecado. Esto era esencial para los corazones y las mentes del hombre medieval. La idea de recuperar la tierra de Cristo para la cristiandad ocupaba el centro de la petición de Urbano.

placeholder Roberto de Normandía en el asedio a Antioquía durante la I Cruzada, de Jean-Joseph Dassy (CC)
Roberto de Normandía en el asedio a Antioquía durante la I Cruzada, de Jean-Joseph Dassy (CC)

Aunque el papado adujo motivos espirituales como razón principal de la cruzada, sin duda también influyeron factores más mundanos. El relato de Roberto de Reims (c. 1106/7) sobre el discurso de Urbano señala este hecho cuando afirma que el papa habló de una tierra de la que manaba leche y miel, una perspectiva atractiva para gentes atribuladas por las malas cosechas y en busca de un cambio respecto a la monotonía de la vida aldeana. Aunque el deseo de liberar la ciudad de Cristo debía ser primordial —de lo contrario, Dios no favorecería la expedición—, algunos cruzados tendrían que permanecer en el Levante mediterráneo para mantener el territorio en poder cristiano; no tenía mucho sentido conquistar Jerusalén si luego todos regresaban sin más a casa. Por lo tanto, la primera cruzada fue una guerra de colonización y de liberación cristiana. A quienes no tenían problemas en arriesgarse, esto les ofrecía una nueva vida. Sin embargo, lo cierto es que, aunque muchos estaban dispuestos a convertirse en cruzados, solo unos pocos decidieron quedarse en Oriente. Si la esperanza de saquear y hacer fortuna contribuyó a atraer a la gente hacia esta gran aventura, la adquisición de riquezas resultó ser mucho más difícil de lo que parecía a priori.

A pesar del deseo de Urbano de restaurar el bienestar espiritual de Europa occidental, fue un detonante externo lo que lo impulsó a iniciar la cruzada. En marzo del 1095 llegaron enviados del emperador Alejo de Constantinopla para pedir ayuda contra los musulmanes de Asia Menor. Alejo gobernaba el Imperio bizantino, sucesor del antiguo Imperio romano, y hasta hacía pocos años controlaba territorios que se extendían por Asia Menor y llegaban a Antioquía, en el norte de Siria, así como a la actual Grecia, Bulgaria y Albania. En el 1095 había perdido gran parte de Asia Menor, aunque los continuos problemas internos del mundo musulmán le brindaron la oportunidad de contraatacar. Durante muchos años había acudido a Occidente en busca de grupos de caballeros bien armados para ayudar a su causa, y ya existía una importante tradición de mercenarios occidentales al servicio del ejército imperial. En el 1095, sin embargo, Alejo no supo, como es comprensible, anticipar que el papa Urbano aprovecharía esta oportunidad para hacer un llamamiento mucho más amplio al pueblo de la cristiandad latina e iniciar la cruzada.

A pesar del deseo de Urbano de restaurar el bienestar espiritual, fue un detonante externo lo que lo impulsó a iniciar la cruzada

El propio papa Urbano también tenía unos objetivos claros con respecto a Alejo. En el 1054, las disputas sobre cuestiones doctrinales y, lo que es más pertinente, sobre la autoridad relativa del papa respecto al patriarca de Constantinopla, habían provocado un cisma entre los católicos y la Iglesia ortodoxa, cisma que hoy perdura. A pesar de esta división, los dos bandos mantuvieron el contacto y Urbano vio en la cruzada una oportunidad para fomentar el desarrollo de mejores relaciones; en cualquier caso, desde su punto de vista, Roma era el socio principal, pues los católicos estaban ofreciendo ayuda a sus hermanos ortodoxos. De hecho, Urbano tomó el papel de padre de su "hijo", el emperador bizantino, y vio a Roma como una madre para Constantinopla.

Los guerreros de Dios, de Jonathan Phillips (Ático de los Libros). Phillips es profesor de Historia de las Cruzadas en el college Royal Holloway de la Universidad de Londres.

Hoy, mientras novecientos años después un lejano descendiente de la creación del papa Urbano aún proyecta su sombra sobre las relaciones entre cristianos y musulmanes en todo el mundo, no deja de ser una ironía que las cruzadas tuvieran como principal objetivo remediar los problemas dentro de Europa occidental. Como cabeza de la Iglesia católica, Urbano era responsable del bienestar espiritual de toda la cristiandad latina. Sin embargo, varios males acosaban a Europa: la violencia y la anarquía eran moneda corriente, y el emperador Enrique IV de Alemania, el gobernante secular más poderoso, fue, en alguna ocasión, excomulgado y expulsado de la Iglesia por haber desafiado la autoridad papal. A ojos de Urbano, la causa fundamental de tal caos era la disminución de la fe; su cometido, restaurar la paz y la estabilidad. Para lograrlo, la cuestión espiritual debía aunarse con un astuto cálculo político; tal vez para el lector moderno el segundo de estos elementos resulte un poco incómodo en un hombre de su posición, pero para Urbano ambos eran indivisibles; como papa, hacía todo lo necesario para defender la obra de Dios.

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