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No es amor, se llama obsesión: en la mente de una persona perturbada… y no tan rara
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No es amor, se llama obsesión: en la mente de una persona perturbada… y no tan rara

El escritor Antonio Soler ha publicado 'Yo que fui un perro', el diario de un estudiante obsesionado con su novia que salió de un dietario real que el autor encontró perdido entre las páginas de un libro

Foto: Antonio Soler se encontró con el dietario de un joven obsesionado con su novia y lo plasmó en 'Yo que fui un perro' (EC DISEÑO)
Antonio Soler se encontró con el dietario de un joven obsesionado con su novia y lo plasmó en 'Yo que fui un perro' (EC DISEÑO)

Lo terrorífico y perturbador suele ser siempre algo con apariencia de normalidad. Ese vecino del quinto que siempre saludaba y sonreía y que, de repente, se lo lleva la policía esposado tras apuñalar siete veces a su mujer. Esa señora tan dicharachera que después resulta ser peor que la Kathy Bates de Misery. O ese chaval estudiante de Medicina a priori normal y que resulta estar permanentemente obsesionado con los pasos que da su novia, con lo que se pone o se deja de poner, con si le mira o no. Y que, además, plasma esas obsesiones en un diario.

Este chico es Carlos y es el protagonista de Yo que fui un perro, la última novela del malagueño Antonio Soler (1956), publicada hace unos meses por Galaxia Gutenberg y presentada hace unos días en la Semana Negra de Gijón. Pero lo interesante es que este chico es real. Existió hace treinta años. Y también escribió sus retorcidos pensamientos en un diario que Soler se encontró por casualidad entre las páginas de un libro que le había prestado una amiga de su madre.

Lo contó el propio escritor ante una Carpa del Encuentro abarrotada y minutos después en el recinto del puerto del Musel en charla con El Confidencial. "Yo tenía esos libros, que eran como bestsellers, los arrinconé, pero dos o tres años después los fui a tirar y hojeándolos había unas páginas manuscritas de una agenda, que en principio eran normales. Era un estudiante de Medicina que hablaba mucho de su novia, que si la he visto, no la he visto, no estaba en su casa a tal hora, dónde estará…", comenta el escritor. Un poco raro, pero sin mucho más. Hasta que se encontró con el bombazo. "En un determinado momento contaba que en clase de Anatomía estaba diseccionando el brazo de un cadáver y empezó a decir me acuerdo de ella abriendo este brazo… Y ahí pensé, uy, este estará muy enamorado pero mejor tenerlo lejos. Y guardé esas páginas. Y treinta años después me acordé y después de varias mudanzas las encontré, volví a leerlas y me produjo el mismo efecto de perturbación que la primera vez. Y a partir de ahí empecé a construir el personaje y el entorno porque en aquellas páginas hablaba de él y de la novia, pero no había nada más", rememora.

placeholder 'Yo que fui un perro', de Antonio Soler.
'Yo que fui un perro', de Antonio Soler.

El diario se abre el 23 de enero de 1991. Soler le ha colocado la cita del poema de Robert Walser A nadie le desearía ser yo, porque lo que a continuación se desbroza es una mente arrasada y controlada por los celos. Es la mente de una persona que sufre (y hace sufrir enormemente). "Me excita de mal modo, me excita lo bajo (lo peor es que lo haya hecho con otros, removiéndoles la bajeza, no el amor)", escribe sobre su novia, Yoli, y sobre las veces que se ha podido acostar con otras personas antes que con él. "Hoy el día ha sido peor que ayer. No he visto en las 24 horas a mi Bicho. No sé nada de ella. Veo agujeros. Agujeros que no tienen fondo", sigue. "Hoy tampoco he visto a mi Bicho. No sé cuánto podré aguantar sin ella. Es casi un dolor físico, en el diafragma", continúa. "La quiero mucho, pero siempre surgen problemas que hacen que nuestra felicidad no sea completa", avanza. "¿Cuándo voy a tener felicidad? ¿Cuándo voy a tener paz?", remacha el estudiante con desesperación.

El machismo de siempre

La lectura de esta novela estructurada como un diario y basada en pensamientos reales que una vez tuvo una persona provoca cierta incomodidad. Primero, porque no resulta agradable esa obsesión; segundo, porque tampoco parece tan ajena ni tan marciana. Hay ciertas letras de canciones que no parecen estar tan lejanas. "Muchas lectoras me han dicho conozco a muchos Carlitos", señala Soler.

También se lo dijo su mujer, que es psicóloga de profesión, tras leer el libro. Porque es normal..., pero a la vez tampoco lo es. "Es que aunque ahora se hable de esto, este machismo controlador ha existido siempre. Mi mujer ahora ve cómo chicos jóvenes vuelven a tener ese tipo de problemas con el novio que controla el móvil de la chica, con qué te has puesto, con quién has ido, te has conectado a esta hora… Por eso lo que de verdad me interesaba era ahondar en la mente de un tipo perturbado, pero que no es el prototipo del maltratador, sino alguien corriente que va andando por la calle y que tiene ideas que a veces son bastante inquietantes", cuenta el novelista.

"Muchas lectoras me han dicho 'conozco a muchos Carlitos' y mi mujer, que es psicóloga, también", señala Soler

Eso es lo que sucede en la novela y, quizá, lo más perturbador: en los pensamientos no hay un salto a la violencia física (aunque sí la haya verbal en ciertas ocasiones). Está todo en la mente del chaval que ve fantasmas donde, obviamente, no los hay. Y es en esa línea en la que se mueve el escritor y el gran hallazgo de esta novela aunque, en la vida real, por suerte lo más habitual no sea cruzarla. "En estos casos, la persona sufre una frustración que se va retroalimentando y a medida que se alimenta la pareja va tomando distancia con lo cual la frustración va in crescendo. Ahora ¿cómo se rompe eso? Normalmente de un modo medianamente razonable: uno se queda con su frustración y el otro se va por su lado. Lo que pasa es que muchas veces no ocurre así. Pero creo que es algo azaroso que en un determinado momento esté ahí la gasolina y la chispa aparezca", sostiene el escritor.

Soler es un autor con una solidísima carrera detrás. En los noventa consiguió el Premio Herralde y el de la Crítica con Las bailarinas muertas, una novela de iniciación con crímenes en la Barcelona de los sesenta, aunque su gran salto fue El camino de los ingleses, esa historia de amigos y su paso a la edad adulta en la Málaga sesentera que Antonio Banderas llevó al cine en 2006. Ha ganado otros premios como el Dulce Chacón de Narrativa, el Nacional de la Crítica o el Andalucía de la Crítica por Sur, una especie de Berlin Alexanderplatz, de Alfred Döblin, a la malagueña (una historia que transcurre en un solo día en una ciudad con todas sus voces, luces y sonidos). Por eso conoce a la perfección las herramientas de los novelistas para crear una historia cuando solo se tienen unas cuantas páginas de alguien que ni siquiera uno conoce. Como le ocurrió con este Carlos.

placeholder El escritor malagueño Antonio Soler. (EFE/Daniel Pérez)
El escritor malagueño Antonio Soler. (EFE/Daniel Pérez)

"El trabajo del novelista es escribir sobre lo que no existe, pero ha conocido, imaginado, vislumbrado… Poco a poco van tomando cuerpo los personajes que vas imaginando. Y esos personajes tienen que decir algo del protagonista", comenta. Así, en este caso, "imaginé un entorno familiar muy corto, muy constreñido, con padre muerto, hijo único y él fiscalizando también a su madre. Supongo que esa relación sería distinta si hubiera existido la figura paterna para que él no hubiera tenido ese deseo de ser el rey de la casa. Del mismo modo, alguien que tiene ese mismo tipo de obsesión, de manipulación y de control también lo ejerce con los amigos y su entorno más cercano. Me imagino que tiene que ser gente bastante susceptible, obsesiva… y eso lo ejerce con todo el que tiene a su alrededor".

La función del novelista, para él, también es otra y tiene que ver con humanizar, con mostrar empatía hacia la persona incluso más deleznable. Este Carlos, sin ser un criminal, lo es. Lo mejor es tenerlo lejos. Pero el escritor, asegura, debe estar en las antípodas del periodista, cuya misión son los datos, la objetividad, el análisis forense.

Como escritor, aduce, "lo que haces es meterte en la piel de gente que te gusta y de gente que te repele, pero hay que tener un mínimo grado de empatía porque si no no eres un novelista medio decente. Si no sabes ver cómo piensa el contrario siempre vas a hablar de tu ombligo y de ti mismo. Hay que tener esa mínima capacidad de escribir de quien no es como tú. Ahí está el espíritu cervantino de bajarte del pedestal y tener esa empatía que en Cervantes se puede llamar compasión. Es decir, compartir el fondo de humanidad que puede haber en cualquiera". Incluso en alguien tan desequilibrado como el personaje de Carlos. En Yo que fui un perro (frase que, por otra parte, da lugar a mucha hermenéutica), lo notas.

Lo terrorífico y perturbador suele ser siempre algo con apariencia de normalidad. Ese vecino del quinto que siempre saludaba y sonreía y que, de repente, se lo lleva la policía esposado tras apuñalar siete veces a su mujer. Esa señora tan dicharachera que después resulta ser peor que la Kathy Bates de Misery. O ese chaval estudiante de Medicina a priori normal y que resulta estar permanentemente obsesionado con los pasos que da su novia, con lo que se pone o se deja de poner, con si le mira o no. Y que, además, plasma esas obsesiones en un diario.

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