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Esa gente que se ha suicidado (socialmente) y ahora parece más feliz
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Héctor G. Barnés

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Esa gente que se ha suicidado (socialmente) y ahora parece más feliz

Cumplen los 40, tienen un hijo, se marchan al campo y te cuentan lo bien que viven ahora: a cierta edad, toca suicidarse socialmente o ser un eterno adolescente

Foto: Los exiliados y los urbanitas recalcitrantes. (Los Ilusos)
Los exiliados y los urbanitas recalcitrantes. (Los Ilusos)
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A medida que se acercan los cuarenta, ocurre cada vez con más frecuencia. Pero es en verano cuando se disparan los "tienes que venir a vernos", coincidiendo con que la gente viaja más. El perfil del emisor es casi siempre el mismo. Alguien de cierta edad, tremendamente urbanita hasta hace muy poco, se marcha a vivir al "campo" (es decir, a ese espacio entre periferias urbanas, sea chalet, sierra, capital de provincias o aldea) y cuando se encuentra contigo te enumera todas las ventajas de abandonar la gran ciudad. No sabes lo que te estás perdiendo.

Muchos de ellos podrían encajar en la categoría del "suicidio social", un término que una vez me deslizó el economista Pedro Salas-Rojo, investigador de la London School of Economics, y que me apunté para usarlo algún día. Es decir, aquellas personas que han decidido mudarse, por obligación o por gusto (es difícil saber dónde empieza uno y termina otro) lejos de sus vínculos personales inmediatos para disfrutar de otra clase de ventajas. Por lo general, una vida más barata y más tranquila, sacrificando a cambio una gran vida social.

Hay muchas formas de suicidarse socialmente. Un antiguo compañero se acaba de marchar a Soria y está contentísimo porque puede disfrutar de comida de primera a precios impensables en Madrid, fiestas del pueblo salvajes, cercanía extrema y mucho más ocio para su hijo. Otro colega suyo hizo lo propio en Mérida. Al escucharlos, a uno le dan ganas de hacer lo mismo, que no está tan mal si tienes quien te acompañe. No todo el mundo puede suicidarse socialmente, claro. Él ha podido hacerlo porque puede teletrabajar desde su pueblo.

De hecho, ellos no lo perciben como un suicidio. Inciden en que incluso en el pueblo más recóndito hay una vida cultural oculta casi tan apetecible como la de Madrid, donde la amplitud de oferta puede resultar paralizante. En Soria no, te tragas lo que te echen y así, por ejemplo, puedes disfrutar de un concierto de música clásica que en otras circunstancias nunca te habrías planteado ver. Es otra de las ventajas de tener pocas cosas que hacer, que acaba con la fatiga de decisión y disfrutas mucho más cualquier evento.

Los exiliados no paran de repetir las ventajas de no vivir en la ciudad

Es verdad, digo por lo bajini, que todavía no han vivido ningún duro invierno, cuando todos los días empiezan a parecerse demasiado unos a otros y el pueblo deja de ser ese parque de atracciones para niños en que suelen convertirse los pueblos en verano. Y que puede haber muchas cosas en cualquier lugar, pero que Madrid está repleto de gente que coge el coche cuando le pica el niki y se acerca al concierto, festival, restaurante o evento que toca. Pero, en general, el suicidio social no suena tan mal.

Estas explicaciones me recuerdan siempre a aquella película de Jonás Trueba, Tenéis que venir a verla. El título hace referencia a esa frase que tanto repiten los suicidados sociales: tenéis que venir a verla (la casa del pueblo). La película arranca en el bohemio Café Central donde, después de un concierto de Chano Domínguez, la pareja que se ha marchado a la sierra a vivir anima a los urbanitas irredentos a que los visiten. Enumeran las ventajas: está apenas a media hora en tren desde Atocha, ellos van y vuelven todos los días, era hora de irse de Madrid. Tenéis que venir.

placeholder Aquí se come bien. (EFE/Ismael Herrero)
Aquí se come bien. (EFE/Ismael Herrero)

Hay un momento muy divertido en la película en la que de camino en coche a la casa de los exiliados rurales ("es que aquí se coge el coche para todo"), estos le muestran sus lugares preferidos del pueblo. Las Tinajas, donde dan cien menús al día y se come muy bien. Otro restaurante donde, casualidad, también se come muy bien y muy barato. La pastelería donde bajan a menudo a desayunar y donde ponen un café muy bueno. Hay casas muy feas, muy industriales, pero la suya es bonita. Los urbanitas les corresponden. Qué bonita la entrada, y qué espaciosa la casa, y qué bien que haya tanta luz. Suena un poco a validación fingida, porque en un momento determinado, la exiliada rural le confiesa a su amiga, la intelectual, que esto del chalet se le hace "un poco bola".

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He conocido toda clase de perfiles, si es que no son el mismo en diferentes momentos de su huida. El que expone las ventajas de marcharse de la ciudad con una fe del converso tan fuerte que te hace preguntarte si no será nada más que una forma de justificarse, el que admite los pros y las contras y reconoce que quizá no haya sido una decisión tan libre como querría que pareciese o quien ya se ha hartado del suicidio social y se ha dado cuenta de que, pasado un tiempo, nadie va a ver la casa (porque ya la han visto), así que se está pensando volver a la ciudad.

No tiene mucho misterio. Quien tiene más fácil aceptar el suicidio social son los padres recientes, porque la paternidad te limita mucho socialmente, aunque vivas en una gran ciudad y no tiene tanto sentido pagar sus altos precios (de vivienda y todo lo demás) si no puedes beneficiarte de sus ventajas. Que ya ni siquiera se perciben como ventajas, sino como las uvas de la zorra de la fábula de La Fontaine, algo que tienes al lado de casa, pero ya no está a tu alcance. Además, la pequeña escala rural se adapta mucho mejor a los niños que el gigantismo urbano. El sacrificio, a partir de cierta edad, ya no lo es tanto. Plan perfecto.

A veces tengo la sensación de recibir reproches por no haber seguido sus pasos

En un momento determinado de la película de Trueba, el irredento urbanita se queja de que tiene la sensación de que sus amigos les están echando en cara no ser como ellos. Por supuesto, no es un reproche explícito, pero a veces yo también me siento así cuando alguien me enumera las ventajas de vivir lejos de la ciudad. Es un reproche sutil por no saber valorar la buena vida y aprovechar las oportunidades, por obcecarse en gastar cada vez más dinero por disfrutar de los placeres cada vez menores de Madrid, que está cada vez peor, por querer seguir buscando la felicidad en las grandes cosas, no en las pequeñas.

El reproche, en definitiva, es por no haber sabido madurar y seguir viviendo como a los veinte años. Porque hay una sutil identificación entre juventud y vida urbana y madurez y vida rural, asociada, además, a la paternidad. El gran problema del protagonista de Tenéis que venir a verla es que no se ha atrevido a dar grandes pasos vitales. La vida ajena siempre parece mejor y la hierba es más verde en la sierra. Más que suicidio social, tal vez se trate de resurrección vital.

Un suicidio obligado

Puede ser más o menos explícito, pero lo que tienen en común todos estos exilios es el factor económico que expulsa a la población de las grandes ciudades al extrarradio. Y si eres de la Prospe, por un presupuesto parecido, seguramente te salga mejor irte a la sierra que a Móstoles, donde no se te ha perdido nada. Conozco algunos casos de suicidios sociales solitarios, donde alguien se marcha a un pueblo más o menos cercano a Madrid, aunque no conozca a nadie allí. Quizá se trate de la casa de algún familiar, seguramente de un tío o un primo lejano, como ocurre en la película de Trueba. Porque esa es otra: muchas veces, sin familia ni herencia, tampoco hay chalecito en la sierra ni casa en el pueblo.

placeholder Ellos también se fueron a las verdes praderas.
Ellos también se fueron a las verdes praderas.

Pero, ¿qué relaciones sociales necesitamos? Sobre todo, ¿cuántas y de qué clase? Es evidente que los amigos de la película de Trueba se han distanciado y se distanciarán más: "Te acostumbras a no verlos y luego se te hace raro quedar con ellos". La vida urbana está compuesta por una larga serie de interacciones en apariencia superficiales, pero que terminan configurando una red más o menos segura si se nutren con otras amistades o relaciones familiares más fuertes. En el suicidio social, las relaciones sociales se reducen al mínimo, por no decir que desaparecen. El exiliado se queja de que es imposible hacer amigos, porque todo el mundo tiene su vida, su casa y su jardín. Que solo es posible conocer a otra gente si tienes niños, en el parque o en el colegio. Es decir, en el suicidio social solo haces amigos con otros suicidados como tú.

La gran pregunta que plantea la película (y, por extensión, este artículo) es quién se ha suicidado realmente, si el que se marcha a perseguir otro estilo de vida que le haga más feliz o el que insiste en vivir como siempre lo ha hecho, en su casita cada vez más pequeña en La Latina. Todos los protagonistas, en su fuero interno, sienten que tal vez se hayan equivocado, pero son incapaces de renunciar a quién son realmente. Así que crean sus discursos para justificar que, en realidad, su estilo de vida les encanta. Pero la vida siempre puede ser de otra manera: mejor.

A medida que se acercan los cuarenta, ocurre cada vez con más frecuencia. Pero es en verano cuando se disparan los "tienes que venir a vernos", coincidiendo con que la gente viaja más. El perfil del emisor es casi siempre el mismo. Alguien de cierta edad, tremendamente urbanita hasta hace muy poco, se marcha a vivir al "campo" (es decir, a ese espacio entre periferias urbanas, sea chalet, sierra, capital de provincias o aldea) y cuando se encuentra contigo te enumera todas las ventajas de abandonar la gran ciudad. No sabes lo que te estás perdiendo.

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