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Cuando Truman Capote tuvo sexo con Albert Camus: "Vino a mi habitación y nos acostamos"
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Cuando Truman Capote tuvo sexo con Albert Camus: "Vino a mi habitación y nos acostamos"

En 'Sexo, libros y extravagancias' Alberto Zurrón analiza las obsesiones de grandes autores de los siglos XIX y XX, incluidas las pulsiones sexuales. Publicamos un extracto.

Foto: Truman Capote en su juventud.
Truman Capote en su juventud.

Jacques es un adolescente al uso que acude al instituto como cualquier joven de su edad en un París a tiro de piedra de la Exposición Universal y del surgimiento de uno de los mayores talentos literarios de su historia. Corre el año 1888 y Jacques no puede imaginar la sombra que años después será de lo que es ahora, una sombra descerrajada por una enfermedad mental que lo llevará, primero, a la drogadicción y, después, al suicidio. Cerca de él, ocupando otro pupitre, se sienta Marcel. Entre una clase y otra Marcel le tiende un papel doblado en el que pide a su compañero mantener relaciones sexuales, a las que Jacques se niega enviándole otra nota. Marcel no se rinde y ataca con una segunda carta: "(...) Con tristeza acepto el desdeñoso y cruel yugo que me impones. Quizá tengas razón. Sin embargo, siempre me parece triste no tomar la deliciosa flor que muy pronto ya no podremos tomar. Pues entonces será ya fruto... y prohibido".

Ya se imaginan qué apellido lleva Marcel, pero quizás no el que lleva Jaques: Bizet, hijo del compositor Georges Bizet, muerto tres meses después del estreno de su ópera Carmen, cuando Jacques contaba tres años de edad. Jacques se vuelve a negar, pero la insistencia de Marcel va aumentando y descarnándose con cada carta: "Esta mañana, querido, cuando mi padre me ha visto (...) me ha rogado que dejara de masturbarme al menos durante cuatro días". Lo cierto es que el doctor Proust lleva largo tiempo preocupado por el feroz hábito onanista de su hijo, hasta el extremo de darle diez francos para que le corten el vicio las fulanas de un burdel, ya que el galeno asocia tal tendencia con tal inclinación, la de preferir siquiera la mitad de un hombre a una mujer completa.

Pero ocurre que el coito no es consumado y Marcel ha de rendir cuentas a su abuelo por partida doble: "Necesitaba tan desesperadamente ver a una mujer para poner punto final a mi hábito de masturbarme que papá me dio diez francos para que fuera a un burdel. En mi agitación rompí un orinal de tres francos y después, en ese mismo estado de agitación, fui incapaz de follar. Así que aquí estoy, esperando a cada hora diez francos y tres francos más para pagar el orinal".

placeholder Portada del libo 'Sexo, libros y extravagancias', de Alberto Zurrón.
Portada del libo 'Sexo, libros y extravagancias', de Alberto Zurrón.

En el prostíbulo masculino de monsieur Le Cuziat, Proust, ya con unos años más, no daba abasto con sus apetencias, de manera que cuando la consumación coital le era impedida por razones fisiológicas acostumbraba a dar las mismas órdenes de siempre para lograr la excitación negada, solo que delante de dos jaulas, una colocada frente a la otra, de las que salían dos ratas hambrientas para matarse a dentelladas en un espectáculo "que permitía a Proust alcanzar el orgasmo", aseguraba Le
Cuziat, testigo de primera mano. André Gide fue depositario de tales confidencias y juzgó a Proust víctima "de alguna clase de desorden psicológico".

Aquellos instintos se normalizaban cuando se vestía para irse al Ritz, donde terminaría enamorándose de un joven camarero de nombre Henri Rochat, y después de un tal Vanelli. Proust sentía debilidad por los camareros y por los botones de los hoteles, en cuya conquista desplegaba sofisticadas técnicas de atracción que su amigo Henri Bardac desveló sin pudor; en una de ellas Proust llamaba al botones antes de irse al cuarto de baño para lavarse las manos, y con la excusa de tenerlas mojadas le pedía que le sacara la propina del bolsillo del pantalón, donde el botones rebuscaba con agrado las monedas de la suerte.

Al camarero Rochat, Proust le puso el futuro en bandeja, y es que tal fue la necesidad de verlo cada día a todas horas que, corriendo el año 1918, lo contrató de secretario personal, cargo en el que se mantuvo unos dos años y medio, a pesar de no estar cualificado para el mismo.

¡Qué generosidad la de Proust satisfaciendo cada frívolo deseo del pedigüeño Rochat, en especial su repentina adicción a las joyas! El escritor llegó a agotar un fondo de reserva de 20.000 francos celosamente guardados por si había que huir de París con lo puesto con la prevista llegada de los alemanes, y aún después los caprichos de su secretario le obligaron a pedir prestados otros 10.000. Finalmente, se deshizo de él "deportándolo" a Recife (Brasil), donde un amigo de Proust metido a banquero encontró para él un puesto en la filial latinoamericana del BNP francés.

Proust no entregó a su favor la última partida de dinero sino cuando supo a través del capitán del trasatlántico que el barco había zarpado y que su extinto secretario viajaba a bordo.

placeholder La escritora Katherine Mansfield, alrededor de 1920. (Getty Images)
La escritora Katherine Mansfield, alrededor de 1920. (Getty Images)

Katherine Mansfield conocía en junio de 1907 (18) a la ilustradora Edith Kathleen Bendall y se enamoraba de ella por la "cuenta" que le traía, en concreto nueve años de diferencia al alza, nueve años repletos de experiencia bruñida, de fantasías por bruñir y de condensaciones atmosféricas con sitio para dos. Diario de Mansfield: "(...) Con ella [siento] aquellos impulsos mal denominados sexuales con mayor fuerza que con ningún hombre. Me fascina, me subyuga... su yo... todo su cuerpo... es lo que adoro. Siento que apoyar mi cabeza en sus pechos es sentir lo que te puede dar la vida..., apoyada en ella, cogida a sus manos, su cara junto a la mía, soy una niña, una mujer y más que la mitad de un hombre".

Para André Gide, los 17 años en un efebo ya frisaban el límite de lo tolerable, aunque quizás la edad ideal para buscar el calor de compañía masculina era la que podía contarse como se cuentan los amigos: con los dedos de las manos. A Truman Capote le traía sin cuidado lo que Gide hiciera con su vida privada con tal de que la hiciera un poco pública. En tales casos Truman nunca ponía telas de juicio, sino sábanas de raso. En abril de 1950 coincidió con Gide (80) en Taormina (Sicilia), llamándole la atención las largas horas que el francés se pasaba en su lugar favorito, que estaba lejos de ser el teatro Antico o el islote de Isola Bella... "Se pasa las tardes enteras en la barbería dejando que los niños de 10 y 12 años le enjabonen la cara. Ha causado escándalo, pero no porque le guste llevarse los niños a casa, sino porque solo les paga doscientas liras (20 centavos)".

Los ejercicios empáticos de Capote solían constar de dos fases: la primera era herir, la segunda meter el dedo, aunque no siempre en la llaga.

Para atisbar las andanzas nocturnas de Constantino Kavafis había que orientar más de un reflector hacia los suburbios de Alejandría y ahí lo veríamos, embozado de cabeza entera como un testigo protegido y avergonzándose de sí mismo una noche más por aquel recorrido pecaminoso rumbo a los barrios prohibidos de las afueras de la ciudad, cual Prometeo desencadenado buscando una noche más los aguiluchos que le coman las partes del hígado que van quedando intactas. A veces lo acompañaba un sirviente en funciones de vigilancia, por si aparecía por allí su madre, a la que tenía con la mosca detrás de la oreja y con quien el poeta vivió hasta la muerte de ella en 1899. Cuando al día siguiente se despertaba escribía con grandes letras en un papel: "Juro que no volveré a hacerlo". Pero la reincidencia se había convertido para él en un estilo de vida, en una fuerza centrípeta invencible, y a la noche siguiente no sabía hacer otra cosa que olvidar y volver a la carga en busca de los mismos muchachitos con el mismo rostro o con rostro distinto. Una vez allí, su lugar favorito era una casa en cuyo piso superior pululaban jóvenes de ambos sexos vendiendo su cuerpo por un precio que oscilaba entre la gratuidad y la voluntad. Kavafis sacó una mañana del bolsillo una tiza y escribió en la ventana: "No vas a volver aquí de nuevo, no vas a volver a hacerlo". Pero siempre lo hacía otra vez, por el mismo hechizo que guía al criminal al lugar donde hizo sus deberes sin dejar un solo fleco suelto. Kavafis solo tenía una forma de cortocircuitar el impulso sexual compartido y era incurriendo obsesivamente en el vicio de Onán. Al menos en el Egipto en el que él vivió se le conocía como el 39, por considerarse que la masturbación era treinta nueves veces más agotadora que cualquier otro acto sexual llevado a cabo en pareja.

El lugar favorito de Kavafis era una casa en cuyo piso superior pululaban jóvenes de ambos sexos vendiendo su cuerpo por un precio que oscilaba entre la gratuidad y la voluntad

En 1927 contaba Thomas Mann con 52 años cuando se enamoró del joven de 17 años Klaus Heuser, confesando haber sido su última pasión y la que más feliz le había hecho. Por entonces escribía en su diario que el muchacho representaba "la consumación inesperada de aquello que toda mi vida había anhelado, la culminación de la felicidad del hombre, una felicidad que no alcanza a cualquiera". Habiéndolo invitado a pasar con él dos semanas a solas en Múnich, la confianza que Thomas tenía con sus hijos Klaus y Erika lo llevó a participarles por carta de esta confidencia: «(...) Lo he tuteado y al despedirnos lo estreché en mis brazos con su expreso consentimiento (...). Yo soy viejo y famoso, y ¿por qué deberíais ser vosotros los únicos pecadores? Me ha confirmado por escrito que estas dos semanas son de las más hermosas que le ha tocado vivir" (19 de octubre de 1927).

En fin, más explícito es este apunte en su diario del 20 de febrero de 1942, fruto de la relectura de los apuntes de aquella época (1927-1928) en la que el protagonista no era otro que el joven Heuser: "Lo más hermoso y emotivo fue la despedida en Múnich, cuando di por primera vez el 'salto a lo onírico' y él apoyó su sien en la mía. Pues sí..., haber vivido y haber amado. Los ojos negros, las lágrimas derramadas por mí, los labios amados que besé...". Aún la vida le concedió un último soplo divino cuando a sus 75 años Mann conoció en el Gran Hotel Dolder de Zúrich a un joven camarero llamado Franz Westermeyer, por el que se sintió diabólicamente hechizado, sin pudor alguno en participar aquella desbocada sensualidad a su hija y a su mujer en una suerte de complicidad natural con la primera y forzada con la segunda.

El testimonio que dejó aquel día en su diario es revelador: "¡Qué ojos y qué dientes tan bellos! ¡Qué voz tan encantadora!". Unos días después el verbo se fue haciendo carne: "Mi sentimiento hacia este joven es bastante profundo. Pienso constantemente en él y procuro coincidir con él (...). Hace veinticinco años que no me ocurría y tenía que pasarme otra vez (...). Al bajar en el ascensor vi por un momento su cara, que me tiene embelesado. Él ni siquiera se fijó en mí (...). La fama mundial es muy importante para mí, pero apenas significa nada comparada con una sonrisa suya, con una mirada de sus ojos". (8 de julio de 1950). Dos días después: "Por la noche, tras un breve rato de sueño, violento apoderamiento y descarga. ¡Sea, pues, en tu honor, necio! (...) En todo el día no tuve ocasión de ver al causante". Y dos días después: "Me dormí pensando en mi amado, al igual que me despierto pensando en él. (...) Todavía sufrimos a los 75".

A sus 79 años, Mann ya solo aspiraba a la convivencia descarnada con los recuerdos. Seguían inflamados, sin doler, lo que quería decir que seguían en su sitio. Carta de 19 de marzo de 1955, cinco meses antes de su muerte, dirigida a Hermann Lange, compañero escolar del Katharineum, en la que le revela cómo su primer amor había sido un compañero común de ambos, Armin Martens: "Pues a ese lo amé. Fue, efectivamente, mi primer amor, y nunca me fue dado vivir otro más tierno, más dolorosamente feliz".

Los muchachos que pasaron por la vida —y por la cama— de Tennessee Williams fueron muy numerosos, pero cuando le tocó hacerlo a Frank Merlo fue para cambiarle las sábanas durante catorce años seguidos, asumiéndolo como un estilo de vida. Frank era un hombre que si por algo brillaba era por su sinceridad. Cuando el productor cinematográfico Jack Warner invitó a la pareja a almorzar en su comedor particular del complejo Warner preguntó a Frank a qué se dedicaba en lo profesional, así que Frank, temeroso de Dios no por incurrir en vicios prohibidos, sino, mucho más, por incurrir en falso testimonio, no dudó en decir la verdad: "A acostarme con Mr. Williams".

placeholder El dramaturgo  Tennessee Williams (1911-1983), con una copa en la mano.(Getty Images)
El dramaturgo Tennessee Williams (1911-1983), con una copa en la mano.(Getty Images)

En cuestiones de cama Truman Capote valoraba enormemente la reciprocidad. No la sexual, sino la social. Le atraían los famosos como los famosos se sentían atraídos por él, de manera que era como un Vega Sicilia Reserva Especial: a Capote había que probarlo, al menos, una vez en la vida. Así es como consiguió llevar a cabo casi todo lo que se propuso, incluyendo llevarse a la cama al mujeriego Albert Camus en el año 1948, contando Truman con 24 años y Albert con 35. "[Camus] era el encargado de mi edición en Gallimard y me llevó a cenar. Una cosa condujo a otra y una tarde vino a mi habitación y nos acostamos. Fue así de sencillo. No creo que fuese homosexual en absoluto. Pero entonces era cuando yo estaba más guapo. Cuando me conoció pareció muy perplejo". Ya el año anterior Capote había compartido cama con otro grande durante un viaje a California... "De no haberse tratado de Errol Flynn no lo recordaría. Ambos estábamos borrachos y él tardó una eternidad en tener el orgasmo. Claro que yo ni siquiera lo tuve".

En ese mismo año 1948, Truman iniciaría una sólida relación con Jack Dunphy, novelista de segunda fila y exbailarín de los de fila india. Truman y Jack romperían filas veinte años después para irse cada uno por su lado; el lado escogido por Truman se llamó Danny, un hombre gris que no parecía entonar con el arco iris que envolvía a Truman como un halo helicoidal. Por lo demás, Danny era divorciado y recordaba tener dos hijos, por lo que su presunta heterosexualidad casaba mal con los patrones del escritor. Para él las conversaciones carecían de polos eléctricos y se despeñaban en asuntos triviales, algo normal en quien combinaba su trabajo de reparación de aparatos de aire acondicionado con el surtidor de combustible en un aeropuerto.

La ventaja de no creer en Dios es que rehúsas los designios evidentes y te apropias de los inescrutables. Estos son los que llevaron a Capote a encapricharse con Danny, sin que nadie hallara explicación alguna.

Se lo llevaba a todas partes y en todas partes lo exhibía, a pesar de su falta de atractivo y de su nula aportación intelectual. En una fiesta que el todopoderoso matrimonio Agnelli ofreció en su palacio de Turín el tal Danny pasó completamente desapercibido, salvo para la reina de Dinamarca.

Así lo recordaba Truman: "Había un camarero detrás de cada silla. Ninguna Casa Real ha vivido nunca como los Agnelli. Danny estaba sentado al lado de la reina de Dinamarca, y ella le preguntó si era la primera vez que visitaba Europa. No, dijo él, antes estuve en Corea". Haría falta saber si la reina le siguió la corriente alterna.

placeholder Allen Ginsberg junto al poeta y dramaturgo W H Auden. (Getty Images)
Allen Ginsberg junto al poeta y dramaturgo W H Auden. (Getty Images)

Lo que le iba al poeta de Newark Allen Ginsberg eran los atascos y las aglomeraciones... Así lo demostró cuando en septiembre de 1972 (46) declaró: "A mí me gustan las saunas y las orgías. Creo que las orgías deben institucionalizarse (...). A mi edad es realmente cuando se aprecian las orgías, sobre todo a oscuras, donde nadie ve a nadie y te importa una mierda quién jode contigo (...). La orgía es una forma de igualar a la gente". Vamos, lo de hacer el bien sin mirar a quién, la democracia de la promiscuidad contra el totalitarismo de la monogamia... Los periodos de descanso grupal se los tomaba Ginsberg, preferentemente, con William Burroughs —"Burroughs y yo lo hicimos muchas veces, durante muchos años, desde 1953"—, llegando a desvelar algunas capacidades o algunas insuficiencias, según se mire, del autor de El almuerzo desnudo: "Burroughs se corre involuntariamente mientras lo follan", dato este que Ginsberg entronca con el final de Blue Movie, episodio de El almuerzo desnudo que concluye con un ahorcado "eyaculando a chorros y el verdugo que lo mama".

*Alberto Zurrón es abogado y escritor, galardonado con varios premios nacionales de poesía. En ' Sexo, libros y extravagancias' (La Esfera de los Libros) traza una historia inédita de la literatura entre bambalinas centrada en los grandes autores de los siglos XIX y XX y sus obsesiones más desconocidas. Un viaje repleto de anécdotas, tragedias y curiosidades.

Jacques es un adolescente al uso que acude al instituto como cualquier joven de su edad en un París a tiro de piedra de la Exposición Universal y del surgimiento de uno de los mayores talentos literarios de su historia. Corre el año 1888 y Jacques no puede imaginar la sombra que años después será de lo que es ahora, una sombra descerrajada por una enfermedad mental que lo llevará, primero, a la drogadicción y, después, al suicidio. Cerca de él, ocupando otro pupitre, se sienta Marcel. Entre una clase y otra Marcel le tiende un papel doblado en el que pide a su compañero mantener relaciones sexuales, a las que Jacques se niega enviándole otra nota. Marcel no se rinde y ataca con una segunda carta: "(...) Con tristeza acepto el desdeñoso y cruel yugo que me impones. Quizá tengas razón. Sin embargo, siempre me parece triste no tomar la deliciosa flor que muy pronto ya no podremos tomar. Pues entonces será ya fruto... y prohibido".

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